A través de la boca: para una política intestinal
Contra la Memoria fuente de costumbres. La experiencia personal renovada.
Oswald de Andrade, «Manifiesto antropófago».
Descubrimos el mundo a través de la boca. En algún remoto instante, el principio predatorio de los seres desarrolló complejos tejidos para absorber su entorno detalladamente: labios, dientes, encías, lenguas y glándulas coronan la entrada de un extenso tubo que retorcido nos recorre hasta el agujero anal y que a su vez se expande entre cavidades de aire que se contraen y retraen. Otras partes del cuerpo se comportan de modo similar: los ojos, la nariz, las orejas, los poros, el ano. Todos aptos para absorber distintos estados de la materia, trátese de olores, sabores, texturas, imágenes, paisajes o rostros, en formas líquidas, gaseosas, sólidas, sonoras, etéreas, opacas, oscuras o luminosas, dulces o amargas, ásperas o suaves, situadas en planos de lo real o irreal, lo simbólico o espiritual.
Todo indica que estas categorías se establecen en la medida en que nuestros cuerpos traspasan estos universos exteriores poblados de otros cuerpos, contexto donde la boca no solo deglute, sino también nombra, formando relaciones entre códigos sonoros, visuales, táctiles y gustativos. Es, en otros términos, un mecanismo de relación, lo que implica que su trasfondo sea inherentemente político. Lo político, en efecto, guarda estrecha relación con este hábito de los seres vivos, donde el deseo se comunica desde las tripas concatenándose en una cadena trófica que atraviesa los muros de lo pensado e impensado.
¿Cuántos hábitos heredados de nuestra dudosa tradición occidental se expresan como una política intestinal? Desde el ayuno religioso hasta la adicción a la comida chatarra, el alimento afecta nuestros modos de vida: ¿Qué comemos? ¿Qué tenemos prohibido comer? ¿Dónde comemos, cómo lo hacemos, cuántas veces? Sin duda, nos diferenciamos a través del comer, aunque sería una exageración considerar que “somos lo que comemos”, sobre todo si nuestra concepción ontológica se define como una identidad cerrada e inmanente. Justamente, el proceso mismo de alimentación se articula como una metamorfosis que configura campos esparcidos de corporalidades cuyos ritmos podrían comprenderse en términos de longitud y latitud, extensión y desplazamiento, posición y movimiento. La huella de nuestro planeta representa la sucesión de ecosistemas variados, con otras faunas, otras floras, otros vientos, otras montañas, otras corrientes marinas. En este sentido, no es que seamos lo que comemos, sino que nos transformamos en lo que comemos.
Resulta interesante detenerse en este punto y plantear algunas perspectivas. La primera de ellas supone los cambios alimentarios que implicó el arribo de las costumbres judeocristianas al continente americano. Como es sabido, el término “caníbal”, ampliamente divulgado para referirse a los humanos devoradores de humanos, fue acuñado por los primeros colonizadores de América para referirse a los caribes, cultura que usó dicho concepto para definir “persona”, pero que, según datan los comerciantes que a las islas de Centroamérica llegaron, practicaban el canibalismo. Por ejemplo, en 1493 Cristóbal Colón describe en una carta a unos feroces comedores de carne humana que habitaban la segunda isla a la entrada de las Indias, con “muchas canoas, con las cuales corren todas las islas de India, y roban y toman cuanto pueden”. A esta noticia, le sigue Américo Vespucio y su encuentro con los caribes y tupí-guaraní en 1504. Sobre estos últimos, en un relato aparentemente acontecido en la costa sur del Amazonas, Vespucio narra un encuentro con gentes en la playa donde una mujer golpeó con un gran bastón a uno de los integrantes de la tripulación, el cual fue rápidamente llevado por las mujeres al monte, mientras los hombres comenzaron a disparar flechas contra los demás tripulantes: “les disparamos cuatro tiros de bombarda que no tuvieron efecto, salvo que al oír el estampido todos huyeron hacia el monte, donde estaban ya las mujeres haciendo pedazos al cristiano y en una gran hoguera que habían hecho lo asaban a nuestra vista”1.
Los antecedentes de los cronistas indianos recopilaron a lo largo de las siguientes décadas un conjunto de versiones canibales que se multiplicaban en diversos contextos del continente, generalmente asociados a la guerra. Detrás de este estigma se situaba el tabú de comer carne humana, tal como se deja entrever en los registros de las pretéritas discusiones escolásticas entre fray Bartolomé de las Casas y Ginés de Sepúlveda respecto a la inferioridad de los habitantes del Nuevo Mundo y sus costumbres infrahumanas que hacían dudar de su condición humana. Sin embargo, esta insostenible tesis se tornó en teoría del derecho internacional mediante el silogismo teológico que Francisco de Vitoria articuló con el fin de justificar la guerra contra los infieles y el uso de lo que evidentemente eran sus posesiones territoriales. La universalidad de su argumento constituyó una negación a las prácticas antropofágicas juzgando a partir de la “prohibición fundamental en cuanto al consumo de carne de animales que tienen alma, es decir, sobre los hombres”2. Su pauta, por ende, fue la del carácter universal de la divinidad y libertad humanas, estableciendo que la declaración de guerra es efectuada por los príncipes cristianos cuando se constata que estos valores peligran, aspecto que queda claramente representado para Vitoria por la muerte involuntaria de individuos sacrificados, dentro de los cuales figuraban niños. De este modo, la universalidad del dogma cristiano reconoció a los indígenas como criaturas de Dios, justificando con ello tanto la evangelización como la condena a toda práctica caníbal: sujetos de Dios son sujetos de derecho.
Este antecedente histórico nos dirige a un segundo aspecto: ¿Dónde está el límite de lo que comible o lo incomible? Esta frontera no se traza por sustancias venenosas o sencillamente indigeribles, se traza ante todo por afecciones. Estas afecciones proyectan un radio donde la posesión de un alma es el criterio distintivo, pero ¿qué es el alma? ¿Cómo comprender aquel extraño concepto impregnado por las teologías de la civilización? Entre la propaganda de activistas pro liberación animal se enarbola “no comer nada que tenga ojos”, lo que bien podría ser “nada que tenga boca”, aunque por algún extraño motivo solemos asociar el alma con el entendimiento, mismo entendimiento que nos permite descubrir las divinidades cósmicas y que por antonomasia se ubicaría entre el cerebro, el supuesto interlocutor directo de nuestros ojos, y el corazón, refugio de las pasiones.
Pero hasta aquí parece demasiado superficial. Lo que comemos es lo que nuestra mirada consideraría comestible, en cuanto seamos capaces de distinguir la variabilidad de características de los cuerpos que habitan nuestro entorno. Es decir, bien podríamos engullir todo a nuestro paso, pero sabemos que esto sería contraproducente e indigesto para nuestro organismo. San Agustín escribió, en cierta forma, largamente sobre este problema, al que llamaba “concupiscencia de los ojos”, la tentación de la mirada por la carne que todo cristiano debe resistir, pues en caso contrario sería algo así como una “indigestión espiritual”.
Para comprender mejor, resulta interesante volver sobre la antropofagia amerindia. Los diversos registros de comerciantes, viajeros y exploradores revelan que el canibalismo del indígena americano se situaba en un contexto de guerra, motivo por el cual constituye ante todo un práctica social relacionada a un contexto de guerra ritual. Lejos de todo idilio, se distingue que la guerra, antes de ser un mecanismo funcional a la indivisión –como sostuvo el antropólogo francés Pierre Clastres (1934-1977)–, posee un trasfondo mítico que sitúa la venganza en un origen desconocido donde la figura del enemigo permanece a través de los tiempos. En tal sentido, estas prácticas articulan temporalidades específicas respecto al ser social y su relación con la exterioridad. Así, una de las conclusiones posibles respecto a la antropofagia en contextos de guerra plantea que capturar y devorar al enemigo es ocupar su lugar, apropiarse de su posición. En otros términos, el “alma”, “la sustancia”, se comprende ante todo por el lugar que ocupa dentro de los campos sociocósmicos3. Podría tratarse tanto de un endocanibalismo (como el caso de los guayakís descritos por P. Clastres) o de divinidades caníbales que devoran las almas de los muertos, las múltiples antropofagias no son explicadas en términos materialistas (nutricionales) ni comprendidas bajo la lupa moral, como se definiría para el judeocristianismo y sus vertientes.
Cierto es que se trata de un tema complejo, sobre todo porque en los casos citados el caníbal no habla, sino sus traductores. Pero ante todo se busca establecer el ámbito relacional que existe detrás de estas prácticas, en la medida que responden a una determinada ecología política que no nos es indiferente en absoluto. Es a través de la boca, de nuestra capacidad predatoria, que nos situamos en el mundo.
De ahí una tercera y última perspectiva para nombrar: una política alimentaria es una política de la fuerza. Según esto, conviene preguntarse: ¿Por qué en el mundo capitalista devoramos por ansiedad? ¿Por angustia, adicción, enfermedad? El desequilibrio es el fertilizante de lo que el capitalismo devora, al tiempo que defeca basura plástica en los océanos.
Así, a la antigua pregunta que La Boétie planteó en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, “¿A través de qué ojos nos vigila el tirano, sino a través de los nuestros?”, habría que decir a su vez: ¿Cómo devora el capitalismo sino a través de nosotros mismos? Ciertamente, esta pulsión alimentaria nos señala una extraña paradoja, en tanto somos quienes comemos y defecamos en honor a las industrias, a la vez que nuestras vidas, o más específicamente nuestro tiempo, son digeridas por el Gran Capital.
Queda, entonces, por reflexionar la relación entre una metamorfosis corporal y la capacidad de desarrollar nuestra autonomía alimentaria. ¿Cómo nos transforma lo que injerimos y expulsamos? No hay respuesta posible a esta pregunta más que aquella que percibimos como la práctica de una filosofía corporal que nunca se encuentra estática, que siempre está en actividad digestiva.
1 Citado en: Villalta, B. (1948). Antropofagia ritual americana. Buenos Aires: Emecé. Pág. 13.
2 Chaparro Amaya, A. (2013). Pensar caníbal. Una perspectiva amerindia de la guerra, lo sagrado y la colonialidad. Buenos Aires: Katz Editores. Pág. 21.
3 Viveiros de Castro, E. (2010). Metafísicas caníbales. Buenos Aires: Katz Editores.
1 comentario
Excelente texto
No somos lo que comemos, pues los hábitos alimenticios varían según trascurre nuestra vida.
Felicitaciones.