foto: Juan Pablo Yañez
Antonio Sintra
Antonio Sintra despertó esa mañana con los ojos casi pegados, recordó que en su infancia le pedía a su madre separar los párpados con sus dedos húmedos mientras veía el reloj avanzando en el velador. No era hora de levantarse ni de seguir durmiendo. A su lado, por primera y quién sabe si última vez, la actriz a la que dirigió en tantas películas, su musa y al mismo tiempo objeto de todo su deseo. No en vano habían recorrido juntos las montañas portuguesas buscando locaciones para filmar esas intrincadas escenas que ella tanto odiaba. Apenas se anunciaba el corte lo miraba con rabia, incluso un par de veces le gritó que necesitaba que fuese más directo, pero él no podía decirle exactamente qué es lo que quería de su actuación, deseaba simplemente verla confusa y un poco perdida en las azarosas situaciones que creaba.
Antonio, le dijo, ¿tienes café en casa? No estoy seguro, quizás haya algún tarro en tercera fila de algún estante, me hace pésimo. Isabel se levantó cubierta por las sábanas, había estado muchas veces desnuda frente a Antonio pero aquella noche había sido la primera sin una posible razón artística. Desde la cocina se escuchaban ruidos como los de de un ladrón buscando algo para justificar el robo. Antonio se puso pantuflas y la camisa roja arrugada tirada en el piso, miró al espejo sin saber qué decir o hacer, finalmente sonrió.
Antonio, sé que no importa, pero te quería pedir perdón. Isabel miraba el vidrio empañado mientras le hablaba a la silueta de Antonio tras la cortina. No comprendo por qué te dije todo eso anoche, no lo siento así, pero me dijiste cosas que me dieron pena y las saqué con rabia. Isabel sabía que Antonio no podía escucharla con el ruido de la ducha, no era parte del libreto decirle estas cosas pero sí sacarse de encima, aunque sea un poco, la culpa por haber sido realmente hiriente. Qué mejor si el otro no escuchaba, ella lo dijo de frente. Cuando meses después recuerde esta escena, como siempre había pasado entre los dos, será Antonio el que no quiso escucharla.
Antonio era hijo de Paulo Enrique Sintra, si este nombre no les suena es porque no hablan portugués y por ende no han oído del increíble sabor de Guaraná Sintra, la bebida de fantasía que enriqueció a la familia luego de migrar hacia Brasil. Antonio creció en una hacienda cerca del Paraná, ocupando los ratos muertos en las novelas de Balzac y Verne, tuvo mucho tiempo para leer porque estaba enfermo. Su cuerpo enjuto, chupado y pálido tenían una razón médica: el mal de un apellido alemán que nunca quiso aprender. Las novelas portuguesas nunca le gustaron, las brasileñas menos. Como todo pequeño burgués, nació con esa liviana fascinación por las culturas extranjeras, especialmente la francesa, que le parecía -no solo a él- de una sutileza sumamente elegante. Dichas cualidades no asomaban ni por casualidad en el campo brasileño, lleno de ruidos tamboriles, bicharracos coloridos y camisas abiertas.
Antonio salió de la ducha y vio que Isabel limpiaba el espejo con su toalla, las gotas caían de su cuerpo desnudo, ese que Isabel solo había visto una vez, quizás por eso ni le importó cubrirse. Isabel lanzó la toalla, agarró su taza y salió del baño. Buscó en la cómoda cobriza una toalla para sí misma, no soportaba compartir ese tipo de cosas domésticas. Entró al baño y se desnudó mientras Antonio se afeitaba. Gracias por limpiar el espejo. Isabel esbozó una sonrisa, le pellizcó una nalga y se metió a la ducha.
Mientras el agua caía Antonio recordaba aquellas tardes de rodaje en los montes lluviosos del interior de Portugal, cuando Isabel ya era la única capaz de hacerle perder el sueño. Una vez entró totalmente mojada a su carpa, había dado un paseo y venía con una modificación para una escena que sentía poco natural. La camisa negra abotonada delataba su silueta, el agua le daba un aura de frescura inédito, como alguien saliendo de una tina caliente después de un año ininterrumpido de trabajo. Ese día sintió la imposibilidad de un acercamiento amoroso y la seguridad de que ella podía ser toda su inspiración. La necesitaba cerca. Esa era su tercera película, la última vez que su padre le daba financiamiento luego del fracaso rotundo de las dos primeras, sin éxito comercial ni artístico alguno, como si no hubiesen existido. Antonio luego pensaría que realmente su cine no existe antes de Isabel, después de Pasos Condenados, aquella tercera película, ningún rodaje fue planificado sin su presencia, incluso uno fue demorado casi un año por motivo de su casamiento. Ya son seis películas en quince años, un matrimonio fallido cada uno y afortunadamente ningún hijo.
Desde la ventana del departamento de Antonio se veía un cartel de las próximas elecciones, bajo la foto de Alberto Catao, candidato a alcalde, el pésimo eslogan Por una Lisboa boa. Antonio pensó en una posible película mientras invitaba a Isabel a compartir la burla. Isabel contó que salió un par de veces con Catao, conversador en la mesa y conservador en la cama, tiene un espejo en el techo posiblemente para mirarse solo a sí mismo. Antonio nunca ha sentido celos de los novios o el ex esposo de Isabel, pero siempre le entró un sentimiento gigante de angustia cuando ella trabajaba con otros directores, fueran hombres o mujeres, el miedo era a que alguno sintiera lo mismo que él y se la robaran, y junto a ella la inspiración, el cine, el sustento y finalmente las ganas de vivir. Afortunadamente Isabel solo colaboraba puntualmente con ellos, nunca más de dos veces.
Ese día Isabel iría a trabajar con Raúl Ruiz quien se encontraba filmando en Lisboa Fado Mayor y Menor. El rol de Isabel era simple y breve, principalmente primeros planos y declamaciones cortas. Pero estamos hablando de Raúl Ruiz, uno de los directores más interesantes de Europa, gran conocedor de la cultura portuguesa. Qué importaba el protagonismo. Era el cuarto o quinto día de rodaje, lleno de franceses pero también algunos portugueses, estaba Acacio de Almeida en la dirección de fotografía y Paulo Branco, como siempre, en la producción. Fueron ellos los que acercaron el nombre de Antonio Sintra a Ruiz luego de su intoxicación por comer ostras y trufas en exceso en las cenas de los últimos cinco días. Necesitaban un director para filmar escenas poco complicadas, el rodaje ya estaba atrasado y no podían darse el lujo de esperar más. Ruiz estaba reacio a esta idea por sus malas experiencias anteriores y exigió ver dos películas de Sintra antes de aceptar. Ruiz prefería a Manoel de Olivera o Paulo Rocha, pero el primero estaba rodando y el segundo viviendo en Japón. Improvisaron una proyección en uno de los palacios antiguos donde habían filmado el día anterior. Además de Pasos Condenados los portugueses se arriesgaron y le mostraron a Ruiz Morir como un Perro, la última película de Sintra, aclamada por la crítica pero desestimada por la audiencia.
Isabel llegó al palacio De Moraes al rodaje, se extrañó por la ausencia de autos afuera, el teléfono había sonado toda la noche anterior dentro de su casa vacía. Creyó escuchar su propia voz y siguió al sonido, allí estaban Ruiz, Almeida, Branco y Valeria Sarmiento viendo su desnudo frontal en Morir como un Perro. Cuando la vieron se asustaron, Ruiz casi se atraganta, el palacio ya era materia de supersticiones varias como para sumar presencias fantasmales. Isabel preguntó a Branco qué sucedía y salió a fumar un cigarro a esperar el veredicto, nada más desagradable para ella que verse en pantalla, además esa película era horrible, Antonio también lo sentía así.
Antonio, Ruiz se enfermó y Branco necesita un director suplente, tienes a Almeida de fotografía y lo mejor de todo, me vuelves a dirigir a mí. Sintra había comenzado a escribir algo sobre Catao y su Lisboa boa, estaba costando pero comenzaba a tener forma, no conseguía introducir un personaje para Isabel y eso le preocupaba por razones obvias. Recibió la noticia estupefacto, comenzaba al día siguiente, llamó a Branco y arregló una cena esa noche junto al resto del equipo.
Después de una cena regada de Oporto, con Ruiz bastante mañoso por tener que comer arroz en un restaurant tailandés, Branco completamente obsesionado con las fechas de rodaje y la buena onda de Almeida y Sarmiento, Antonio se encontró con Isabel y fueron a su casa. Mientras ella escuchaba los mensajes en el contestador, Antonio, sentado en el sillón apurando otra copa de vino, la miraba bailar al ritmo de voces ajenas. Nunca había estado tan alegre, la certeza de que haría el amor otra vez con aquella mujer no lo dejaba estar completamente quieto, tenía temblores en las rodillas y un cosquilleo incipiente en las manos.
Al día siguiente todo fue horrible para Antonio, no porque las escenas que hicieron quedaron mal, al contrario, fueron del agrado del equipo. Pero la escena con Isabel, a pesar de haberla repetido catorce veces, nunca quedó completamente bien. Ese día no conversaron más, se habían gritado suficiente. No se vieron por un tiempo, la película de Ruiz se terminó y la escena con Isabel quedó fuera del corte final, Branco le ofreció a Sintra financiar su próxima película, esa que estaba escribiendo mientras el amor de Isabel era ineludible.
Cansada de negar el ruido del teléfono y los eternos mensajes de Antonio, Isabel salió de la cama y levantó el aparato sin decir una palabra. ¿Estás? Ajá. Me haces falta, escribí un personaje que creo será de tu gusto, si no, lo podemos cambiar juntos. No quiero, tengo otros trabajos. Pero no sabes cuándo vamos a filmar. Entonces seré más directa, no quiero volver a trabajar contigo. Antonio tiró la cabeza hacia atrás y puteó al techo mientras escuchaba cómo Isabel cortaba el teléfono. Durante meses había querido verla y se había negado, esta vez pensó que quizás por trabajo pudiese aceptar.
Los primeros dos días de rodaje habían estado aceptables, pero Antonio sabía que estaban filmando las escenas menos demandantes del guion. Fue a buscarla a su casa y le rogó que participara, finalmente aceptó, se besaron y algo más para luego ir juntos al rodaje en el centro de Lisboa. Antonio rearmó completamente el guion para que estuviera Isabel, la última experiencia juntos no lo alarmaba, era la película de otro, eso debió ser.
La película fue un fracaso artístico aunque las circunstancias políticas hicieron que fuese un éxito comercial. Catao había incurrido en los mismos actos de corrupción que se relataban en la ficción, algo que fue descubierto por un fiscal muy obsesionado y con un poco de tiempo libre. La recaudación fue histórica y toda esa plata les vino bien, a él e Isabel, que luego de entender que nunca más iban a poder filmar juntos decidieron ser un director sin inspiración emparejado con una actriz de poca importancia.