Arriendo casa hombre solo
Es en estos tiempos apestados, retomando la lectura de Carlos Droguett, que el oído sintoniza con las casas que uno habita y lee. Aquellas, en sus libros, maravillosas construcciones que siempre crujen, como si no estuvieran terminadas o la madera aún no lograra secarse.
Trazadas por una arquitectura mágica, persistente en el habitar proletario, esas habitaciones y pasillos recortados, buscan ser pobladas por numerosos arrendatarios. La autonomía de la toma y la ampliación no difiere en esto, lo que puede verse ejemplificado en puertas trancadas, ubicadas en segundos pisos y que solo conducen al vacío exterior. Así como también la coloración diversa, por tramos, en casas más grandes, extendidas para nuevos integrantes, cuando el tarro de pintura no alcanza.
Aquí el ojo busca el techo y aparecen las claraboyas como elementos que, más que permitir entradas de luz a los sectores oscuros de estas casonas, son un foco de goteras. Así, en El enano Cocorí (1986; La pollera, 2020), al expresar los nervios que le provocan al narrador y a su pareja el hecho de aún no tener casa, este se lamenta del trabajo «bajo la claraboya húmeda de la imprenta de la calle Agustinas» (p.6-7). Es que aquellos vidrios pegados como pequeñas paredes, son una entrada más del aliento exterior, parte de los materiales que enfrían al buscar el objetivo contrario. Aunque, abrigados hasta la nariz, los personajes que duermen en las habitaciones de Droguett, no denuncian a las claraboyas por su trabajo mal dirigido, pues aun así sirven a los propósitos de la ensoñación. Tal es el caso de La señorita Lara (LOM, 2001), donde un joven que ha besado por primera vez a una mujer, «en la noche, es decir en la madrugada estaba feliz en el cuarto con claraboya, pensando feliz en ella, mirándola reflejarse en los vidrios» (p.12).
Permanece la mirada en la parte superior del hogar, donde otros materiales, empobrecidos, sufren también el desprecio de sus habitantes. En El compadre (1967; La pollera, 2018), el hombre que mirara desde su andamio la ciudad y le entrada la sed, cuando, en el entramado de habitaciones su objetivo sea el techo, solo podrá, en voz del narrador, ver «ese horrible techo de calaminas, tan negro y sofocante» (p.51). Las opciones se reducen si uno solo se dedica a arrendar habitaciones, y tampoco aumenta la variedad de materiales al construir echándose al hombro una casa. Es la calamina que cubre superficies amplias y no debe ser colocada una a una como las tejas, noble para una construcción rápida, que busca ser momentánea, pero se proyecta. Es lata, además, conductor del calor, que en encierros solo produce ahogo. Es lata, que en inviernos, se enfría y gotea.
Enmarañadas de habitar, se pide permiso a cada paso al interrumpir el descanso de las tablas del piso, que gritan. Cruzando estrechos pasillos, oscurecidos y gélidos, buscando la amistad que va permeando la piel y cuando ya existe la confianza, tomando té y comiendo pan batido, llenándose con la miga, la casa respira y acoge. Persiste, sí, la humedad. Entonces crujen las habitaciones de los personajes de Droguett. Todo comienza en la entrada, por las puertas. Sucede muy seguido, que a estos seres los cubre la pesadumbre y solo piden silencio, algo que nunca les es concebido. El hombre de uniforme que llega a su casa, luego de la matanza descrita en Los asesinados del Seguro Obrero (1939; Tajamar, 2011) se encuentra con una puerta que, mal encajada, se arrastra al abrirse. Este victimario, molesto por este trozo de madera que lo avergüenza, ya tenía claro su destino, aunque «(…) hubiera preferido que no se arrastrara, que no sonara, pero sabía que, al pujarla, la puerta se arrastraría y sonaría» (p.119). Es aquel sonido molesto, de hogares que no otorgan placidez, el que carcome, como terminas, las vidas de estos seres. En Eloy (1960; Tajamar, 2012), el protagonista homónimo, ocultándose de sus captores aprovechando la noche, se guarece en una casa que encuentra en el camino. Aquel espacio no le sirve para sus propósitos, pues al terminar de fumar y aplastar la colilla en el suelo, nervioso, «caminó organizándose y, como le molestaba el golpeteo de los tacos en las tablas, pisaba despaciosa y cadenciosamente, deteniéndose en la puerta para escuchar» (p.30). Otra vez los gritos de una casa, avisando que alguien anda por ahí, sin poder ocultar las manos ensangrentadas, el rostro más buscado.
Otro ejemplo de puertas que encierran un habitar incómodo se encuentra en la novela póstuma Según pasan los años. Allende, compañero Allende (Etnika, 2019). En ella se describe el ocultamiento de los personajes, los días posteriores del golpe cívico-militar de 1973, en un departamento. Este es descrito en un recorrido del dueño del lugar de esta manera: «camina del dormitorio al pequeño living, del living al baño, del baño a la pequeña cocina» (p.23). Todo es reducido, más si el espacio debe compartirse con un otro, por emergencia. Esta ya no es una habitación con puertas que crujen o tablas que delatan, sino que un departamento, figurando un espectro de progreso en su figura. Todo aquello queda en pausa, cuando el dueño de casa clausura el exterior: «Cerró lentamente la puerta, para muchas horas, para muchos días, yo todavía no sabía que ese cuarto, ese departamento pequeño debería ser mi hogar provisorio, mi encierro a disgusto durante varios días» (p.30). Toda la comodidad posible, al estar en una situación de peligro, vuelve al espacio, detalles más, detalles menos, otro hogar incómodo.
Como se planteó anteriormente, no solo de habitaciones ligeras están construidos los libros de Droguett, pues este autor busca diseccionar el plano de todo espacio. Así es como en Los asesinados del Seguro Obrero, sumada a la puerta del hogar del hombre de uniforme, aparece una descripción de la Universidad de Chile, segundo emplazamiento de aquel hecho. «Es un edificio enorme, viejo, sombrío, de dos pisos con anchos y largos pasillos y galerías bajo los techos de vidrio, con dos patios grandes y fríos en el invierno, grandes y frescos en el verano» (p.19). También es la monumentalidad civil, espacios para transitar, la que se adhiere a la imposibilidad de entregar calor, en invierno, cuando es necesario. Un lugar, también, imposible de habitar sin desánimo.
Así como el detalle puesto en claraboyas, puertas, pasillos y tablas, el ojo vigilante y ambicioso de totalidad de Droguett busca describir estas habitaciones en toda su oscuridad. Volviendo a La señorita Lara, en el momento en que el protagonista visita la habitación de esta, llevado de la mano y desnudándose en el «pasadizo solitario, a media luz, de su casa de pensión» (p.32), la entrada se nos muestra extensa.
La habitación de Lara, presumiblemente está en el fondo de esta casa silenciosa, en donde se escucha «un claro ruido de agua» desde un jardín que, «presagiando desgracias», es adornado por enredaderas que no ocultan su fealdad. Aquella descripción de humedad a raíz de algo que gotea, asemeja esta pensión al departamento de Según pasan los años, donde también «el agua del lavatorio está goteando, desde que yo había llegado al departamento me había dado cuenta de eso, de que el agua de alguna parte, en el baño, en la cocina, en el balcón goteando inútilmente» (p.29). Son transversales los hogares húmedos.
Cuando al fin se llega al espacio íntimo de Lara, la narración hace un barrido con la mirada que describe los elementos que encuentra: «(…)su cuarto era sencillo, su cama amplia distinguida, casi señorial, había una gran luna ovalada en el ropero, un ropero de calidad y bastante nuevo unas cortinas de terciopelo azul en la ventana que daba a la calle por la que pasaban ruidos de carretelas, de taxis, de autobuses y de tarde en tarde el curvado arrastrar del tranvía Bellavista que daba su vuelta de regreso a la ciudad» (p.32).
Dos cosas persisten en este relato y otros que Droguett mastica. Por un lado está la precarización de los espacios en donde duermen y habitan sus personajes, como metáfora de los tormentos y construcciones febles de sus interiores. De allí que estos sean oscuros, estrechos, fríos, ruidosos y con una humedad dañina. Lo otro es la persistencia por hacer de estos lugares inhabitables, hogares para familias, ya sean de un solo hombre, pues no hay de otra.
Aquel es el caso del narrador de Patas de perro (1965; Pehuén, 2004), que frente a la búsqueda de una casa por sus planes de casarse, es cruzado por los anuncios de arrendamiento. Las condiciones siempre ven limitada la particularidad de su situación. Se exigen matrimonios solos, sin hijos, sin pájaros, sin perros. Ahí la grieta en la madera. Este hombre ha adoptado a Bobi, un niño con patas de perro, al que sus padres, en su anterior hogar «le habían prohibido que se asomara a la puerta» (p.33). Ya ha arrendado una casa para un matrimonio, pero finalmente no se ha casado. La administradora de aquella construcción se lo hace saber, pero aclara que su soledad no es el problema, sino que su compañía. En esta casa no se admiten perros. Debe, entonces, decirle a Bobi que se mudarán a otra casa, «que buscaríamos una más pequeña, ya que éramos una familia tan corta (…) ahora somos dos personas, creo que dos piezas nos bastarían» (p.77).
Es este el verdadero espíritu que se apoza en los hogares que Droguett construye entre las páginas de sus libros. Hay esperanza aún frente a toda humillación. Esta «familia tan corta», que debe mover sus pocas posesiones a otro lugar, permanece unida. No importan aquí las tablas que suenan o tambalean, la humedad que lo moja todo o los pasillos tan oscuros. Es en esta familia que funciona frente a lo disfuncional de los materiales de construcción, donde la carencia de espacio, luz y calor, se vuelven parte del decorado y solo queda habitar. Hombres más toscos, como Eloy o el hombre de uniforme, frente a los problemas de los hogares donde pasan la noche, no harán los arreglos necesarios, ya sea en lo material o vital, pues el tiempo pasa «en la pereza y la pobreza«. Bobi tiene con él un hombre preocupado, tan atormentado como otros protagonistas de Droguett, pero que es capaz de levantar un martillo y arreglar el chirrido de una puerta desencajada.