Pintura: Santa Lucía, por Francisco de Zurbarán (detalle)
Articular el dolor con el lenguaje: crítica a El Daño de Andrea Maturana
Sobre El Daño, de Andrea Maturana, Imbunche Ediciones, 2021.
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Un ambiente sofocante e íntimo recorre la totalidad de El Daño (Alfaguara 1997; Imbunche 2021), la primera y hasta el momento última novela de Andrea Maturana (1969). Su reedición nos permite acceder a una novela contundente, de la memoria, la violencia y los secretos, que no rehúye en bordear las acciones más abyectas y dolorosas con palabras cuyo peso terminan hablando de hechos que pertenecen a un pasado fragmentado y en lenta construcción.
La novela narra un viaje, el de dos mujeres en el desierto, cada una marcada por recuerdos que acechan su presente. De alguna manera, el dolor que cargan ambas es de la memoria y el cuerpo, pero su génesis es distinto: para una de ellas, Elisa, el daño comienza en el cuerpo y repercute en la memoria; para la otra, Gabriela, el daño comienza en la memoria y repercute en el cuerpo. Esta relación dialéctica es fundamental, pues permite entender que las fronteras entre una parcela y otra (la de la memoria y el cuerpo) tal vez no están muy bien definidas; o más aún: son una simple convención que no se ajusta a la realidad.
El daño de Elisa se inscribe en un secreto familiar, que la ha marcado desde niña incluso a la hora de establecer relaciones afectivas con sus pares. Esa fractura comienza allí, en lo corporal, lleno de interrogantes y explicaciones truncas, que reflejan prácticas incluso actuales de nuestra sociedad chilena: los delitos sexuales a menores dentro de los círculos más cercanos a ellos. El daño de Gabriela, en cambio, comienza con los efectos en la memoria de un quiebre amoroso, desde un inicio destinado al fracaso, que luego desemboca en dolencias corporales asociadas al deseo. Ambas mujeres comparten daños no muy bien resueltos, pero que a medida que avanza la novela se van esclareciendo en función de una estructura que transita desde los primeros esfuerzos por articular los respectivos relatos, hasta un capítulo donde la columna vertebral es la superposición intercalada de las vivencias de cada una, haciendo de cada dolor particular, un mismo daño universal.
La narración está hecha en primera persona y en presente, pero un presente que en ocasiones excepcionales se desvía de su tiempo para mostrarnos que, en realidad, se están refiriendo a hechos que ocurrieron en el pasado. Esta combinación (el de narrar en presente situaciones que acontecieron en el pasado), junto con el tono íntimo y casi confesional que transmite la voz que narra, confirma la omnipresencia y el anacronismo de un daño cuyo movimiento es doble: el de la marca presente, ineludible para fracturas de la memoria y el cuerpo; y el de la asimilación crítica del daño, el que no puede mirarse de frente sin la articulación del lenguaje.
El viaje y el espacio abierto en el que se llevan a cabo la mayor parte de los hechos en la novela, representan un movimiento que, por contraste, se ubica en una vereda distinta a lo cotidiano, el encierro y las rutinas. Tanto Elisa como Gabriela necesitaron salir de aquellos espacios asociados al trajín diario como para articular un relato que les permitiera, no sin algo de dificultad, comenzar a entender aquel daño que se alojaba en la memoria y el cuerpo. Habitar los espacios asociados a la génesis del dolor es establecer una relación demasiado directa con las heridas, una cercanía insana en función de tomar una distancia crítica con los objetos, los gestos y los espacios cargados de recuerdos y significaciones simbólicas. Visto desde hoy, he aquí una de las grandes dificultades para procesar los conflictos en una realidad que nos empuja hacia espacios cerrados y rutinarios: la imposibilidad de hallarse fuera de una estructura rígida de lo cotidiano, una sucesión de acciones que muchas veces lleva a recordar, sin reflexión alguna, vívidamente el dolor.