Aullidos de niño
“sólo pretendo, y no estoy seguro de lograrlo, salir en busca de mi infancia, de los elementos que formaron o deformaron mi infancia”
Materiales de Construcción, Carlos Droguett
Un hombre solitario escribe para olvidar. Duerme poco, la angustia lo sobrepasa y por eso escribe, porque ha de exorcizar su alma erradicando el recuerdo de quien amó. Este hombre ha perdido mucho a lo largo de su vida, pero su inconmensurable soledad está signada por la pérdida de un niño. Y es que el niño tenía que desaparecer. Porque, ¿qué hacer con un cuerpo medio humano-medio canino?, ¿dónde llevarlo?, ¿cómo cuidarlo y de qué manera quererlo sin ofenderlo?
Esta es la historia de un fracaso, el de Carlos, que escribe para olvidar a quien ha amado y a quien ha acogido, su ancla al mundo, la convicción de su mundo, pero a quien ha perdido. Quien conoce Patas de Perro (1965) puede dar cuenta de la profunda herida que signa la historia de Carlos y Bobi. Por eso, después de haber lagrimeado intensamente no me quedó más que preguntar: ¿Qué es lo que más duele de esta novela? ¿La persistencia de la soledad? ¿La violencia? ¿El todo desolador que rodea la cadencia desordenada del lenguaje de Droguett?
Pongo el ojo en la niñez. Observo a Bobi, su infancia y paso hacia la adolescencia. Lo que veo es que esta condición se suma a la marginalidad con la que carga y que genera dolor. Porque, finalmente, Bobi no solo está inserto en medio de una sociedad que rehúye al cuerpo extraño, sino que, además, castiga al cuerpecito infantil.
Es decir, parto desde la premisa de que Bobi es marginal debido a diversos factores: el primero, el origen familiar, pues Bobi nace en el seno de una familia obrera que reside en la periferia de Santiago. Como segundo asunto, se observa la discriminación y violencia ejercida contra la corporalidad alternativa del niño y las mitades que lo configuran como sujeto teratológico. Otro elemento que se suma a esta subjetividad desplazada, es la serie de grupos con los que fraterniza ocasionalmente: los ciegos (considerados minusválidos) y los comunistas (que, en el contexto de la novela, habían ganado hacía poco tiempo atrás el levantamiento de la llamada “Ley Maldita”) y, finalmente, se debe reconocer que hay en la novela una presión adultocéntrica dirigida hacia la infancia no burguesa de Bobi, pudiendo declarar su niñez como otro aspecto de subalterno. Bobi ve enfrentada su niñez contra el adultocentrismo en que se circunscribe.
Se desplaza a Bobi dentro del entramado social por ser niño y, ya se sabe, no cualquier niño, pues sumado a los caracteres propios de la infancia, se suma la condición alternativa de monstruo. Esto va a ir cambiando a lo largo del relato porque el acercamiento a la adolescencia y a la calle le otorgan también a Bobi la posibilidad de ser autónomo y decidir su devenir. Bobi establece una relación directa con el mundo adulto e institucional que se presenta en la sociedad de Santiago de Chile a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, quedando, tanto su cuerpo como su sensibilidad con marcas profundas hechas por el adultocentrismo.[1]
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Se ha de comprender el adultocentrismo como matriz sociocultural desde la cual se ha construido lo joven y lo juvenil en los planos simbólico y cultural. Es decir, este término se asocia a una hegemonía marcada por la conservación de relaciones de poder determinadas por los imaginarios sociales y la construcción del “deber ser” del niño, reificando el ciclo vital a partir de la funcionalidad social de los sujetos, generando distintos modelos de subordinaciones con base en una organización material de la reproducción social y generando una gestión patriarcal de las corporalidades y sexualidades de todas las edades.[2]
Y sí, en Patas de perro podremos encontrar diversas características adultocéntricas de la sádica sociedad santiaguina en la que Bobi se desenvuelve.
Los estudios que observan la violencia que atraviesa Patas de perro a partir de los abusos dirigidos hacia el cuerpo del niño-perro no son nuevos. Como señala Álvaro Bisama en “Carlos Droguett. Todo esto ha pasado y volverá a pasar” (2020), “esa violencia droguettiana que muchas veces es una forma de la fascinación, acá es una suerte de esqueleto que tensa el libro” (13). Desde su publicación hasta la actualidad la novela ha sido revisada vastamente por la academia literaria y se ha destacado la crudeza de la realidad nacional urbana de una sociedad en transformación, en busca de la anhelada modernización en pleno afianzamiento del modelo desarrollista impulsado por los gobiernos del Frente Popular desde 1938.
Nicolás Román González[3] destaca el interés del Chile contemporáneo por el problema de la infancia en la nación a partir de diversas producciones culturales, como la música o los documentales, formándose un marco de estudio con la triada infancia, política y representación, promoviendo el uso de una “conciencia fuertemente alegórica que contrarresta el uso simbólico de las imágenes de los niños para proponer las agendas de cambio político” (192)[4] . En esta triada menciona algunas canciones de Víctor Jara, tales como “Canción de cuna para un niño vago” (1967), “Luchín” y “Herminda de la Victoria” (1972) o producciones documentales del periodo que evidencian el interés por dar visibilidad a la niñez abandonada.
Según Salazar y Pinto, hasta aproximadamente 1930 en Chile los niños pobres no eran considerados como niños, es decir, participaban de los mercados laborales de las grandes urbes (Santiago y Valparaíso), eran cuerpos que morían en altas cantidades o, si lograban sobrevivir, se unían al mundo del hampa donde tenían que validarse a partir de actos delictivos y criminales que les dieran cierta jerarquía en sus comunidades.[5] En resumen, los niños y niñas de la pobreza eran cuerpos desprotegidos y abandonados.[6]
María Angélica Illanes destaca la importancia de reconocer que “la política social y laboral comienza interviniendo sobre los cuerpos de los niños del pueblo. La tarea en Chile era tremenda, teniendo el récord de su muerte” (111). Illanes postula la idea de una refundación nacional dada hacia finales del siglo XIX y principios del siglo XX, basada en la visión del niño como inversión a corto y largo plazo, una especie de “eje para fundar una nueva política entre el pueblo y el poder” (116).
Con los avances en términos de modernización industrial y laboral, la mejora cuantitativa del salario masculino, así como el incremento de la participación femenina, los gobiernos de perspectiva desarrollista buscaron dar solución a los diferentes asuntos que rodeaban al problema de la niñez y la juventud impulsando políticas públicas de salud, higiene, vivienda y educación, logrando desde la década del cuarenta una baja en los altos índices de mortalidad infantil y un aumento en los niveles de escolaridad y participación política de los jóvenes. Es en la sociedad de los años cincuenta -donde se desarrolla Bobi-, en una época donde se aprecia una transformación en el tratamiento de los cuerpos de los niños pobres, reificados en función de la futura producción nacional. En dicho contexto, “Bobi es apenas un cuerpo extraño al que sólo le queda ser explotado y abusado” (Bisama, 13).
No es de extrañar que, en las sociedades chilena y latinoamericana del siglo XX, niños y niñas desempeñaran labores relevantes para la mantención económica familiar ni que se validaran distintos tipos de maltratos hacia sus cuerpos y subjetividades. Históricamente la institucionalidad familiar y luego la escolar se consolidan en la cultura occidental como asimétricas, en tanto los sujetos como niños, jóvenes y mujeres quedan subordinados a la figura masculina, patriarcal y adulta, perpetuando un autoritarismo que desplaza y subyuga. Así, la experiencia infantil se valida en la obediencia y la sumisión. En el caso de la novela, el niño-monstruo es consciente de su condición marginal-grotesca y es así cómo se inserta en la sociedad. Carlos, el narrador, describe:
pude mirar la cintura, la línea perceptible en que se juntaban el hombre y el perro, el niño que era él todavía, el perro niño que era el otro que apenas yo conocía y por el cual Bobi sufría y penaba, era un ser silencioso[7] y ahora estaba dormido, tendido de lado, cansado de andar, de vagar un poco, de estar sentado, extrañado, sobre todo, de que a un perro no lo dejaran correr o juguetear en la calle y por los parques […] aquel perro incorporado a la cintura del niño. (Droguett 77)
Lo único que encaja en Bobi es la parte canina añadida a su cintura, pues no logra articularse con las expectativas de las instituciones, sean estas familiares, escolares, médicas, políticas o policiales, de ahí la persistencia del silencio infantil. Su lenguaje, moderado por el narrador de este relato, evoca los traumas y la realidad con la que se enfrenta.
Desde la palabra reconstituida de Carlos se sabe que Bobi “habla poco”, “como para sí mismo” y el narrador entiende que “es sólo un niño, en todo caso fue atacado, en todo caso lo han estado martirizando desde muchos meses antes” (Droguett, 158). Y es que desde el núcleo familiar se presenta a una comunidad que repudia el cuerpo del niño. La familia que habita en la población periférica cercana al matadero, encabezada por don Dámaso, el padre obrero junto a la madre que llora su vergüenza, desde el lugar de la pobreza le enrostran a Bobi que sus piernas son un insulto desafiante: “fue una insolencia mía venir al mundo en aquella familia” dirá Bobi, y es por ello que cree merecer el ser mortificado. A esto se añade el alcoholismo del padre quien, al decir de Bobi: “me golpeaba siempre en la espalda, en la cara, en plena cara, pero jamás en las piernas” (56). La rabia se dirige hacia la parte humana, su parte niño.
No bastando con dicho maltrato, Bobi se integra al espacio escolar, sin embargo, es rápidamente limitado a partir de un evento que tiene que ver con su condición diferente, con su parte animal: la mascota de la profesora del primer grado huye desde la escuela hacia la calle siendo atropellado y muerto. Los adultos de la institución no dudan en castigar al niño y declararlo culpable de dicha pérdida, justificando además las privaciones y vejaciones cometidas, tales como negarle el recreo, golpearlo y humillarlo.
Ante los ojos del profesor Bonilla, Bobi era “un horrible perro”. Para el docente no había consideración alguna acerca de la edad del muchacho, no concebía al niño como tal, más bien, “era una especie que, atropellando los reglamentos y disposiciones ministeriales y estatutos del magisterio, había saltado por la ventana hacia la sala de clases” (Droguett, 82). Tanto en el discurso del profesor Bonilla como en los actos de violencia perpetrados hacia Bobi, destaca el desagrado que siente por este, por sus “enhiestas” patas de perro. Se muestra en la novela a un hombre que, regido por la lógica patriarcal, no reprime los golpes, ejerciendo una violencia desmedida hacia la figura de la niñez. El maltrato dirigido hacia Bobi por parte de Bonilla no solo preocupa al narrador. En una charla entre Carlos y un compañero de Bobi, a las afueras de la escuela, este último señala:
Le pegan por nada, dijo el niño a mi lado. Sí, dije, le pegan y no lo podemos impedir. ¿Por qué no lo saca del colegio?, me preguntó con tono temeroso y urgido en la voz. ¿Crees que debo hacerlo? Yo no soy su padre, no sé si debería. Usté es más que su padre, usté puede hacerlo, lo van a matar si no, dijo rápidamente y ahora me miró […] ¿Eres su amigo? No, nadie es su amigo, pero yo lo quiero, es un muchacho extraño. (83)
Lo dicho por un compañero de Bobi expone el problema de la sociedad adultocéntrica con el niño. Sus pares se ríen de nerviosismo ante el abuso del profesor, ríen obligadamente al presenciar la mortificación, y así la escuela, instancia que para el Estado desarrollista y populista comenzaba a ensanchar los canales de acceso y nivelación de la educación formal, aumentando las expectativas de integración a la modernidad (Pinto y Salazar), desprecia la anormalidad, rechaza al cuerpo que se escapa de lo conocido, al cuerpo pobre del niño malformado. La sociedad en el proceso de modernización no incluye y más bien castiga, respondiendo a la mirada de la hegemonía patriarcal adultocéntrica.
La infancia resulta ser un concepto en permanente construcción, dinámica. Siguiendo a Jeftanovic, “el niño es un sujeto que ocupa un lugar marginal respecto al poder político, económico y las fuentes de conocimiento” (28), desplazándose en nuestras sociedades adultocéntricas como sujetos subalternos o periféricos[8]. En cuanto a lo literario, se podría considerar a la escritura de los textos de perspectiva infantil como pertenecientes a una “literatura menor” (Deleuze & Guattari), aclara Jeftanovic, en tanto generan las condiciones revolucionarias que permitirían una práctica cultural marginal dentro de la cultura mayor o hegemónica.[9]
Todo lo expresado ha cimentado la idea planteada al inicio de este apartado: la niñez es otra forma de marginalidad porque el niño es un subalterno, porque el adultocentrismo como extensión del patriarcado se ha encargado de minimizar la figura de la infancia y restarle valor a su existencia, dejando a niños y niñas como seres incompletos y dependientes pero, a la vez (y como enfatiza Jeftanovic), paradójicos, pues la infancia es un territorio impenetrable e imposible de conocer, al que solo se accede desde la labilidad de la memoria. Inclusive, si se piensa en la historia del niño con patas de perro, a Bobi se le conoce a partir de la evocación de Carlos. Su propia existencia es un misterio, sus pensamientos de niño también lo son.
Diamela Eltit visibiliza la tendencia de la escritura chilena por hablar sobre sujetos desplazados de la visión adultocéntrica, incluyendo en su ensayo, junto a Alsino (Pedro Prado, 1920) y El obsceno pájaro de la noche (José Donoso, 1970), a Patas de perro, en tanto plasma la problemática de la configuración de la persona niño-joven en el marco nacional:
Los niños, los que ingresan, aquellos cuerpos que acuden para liderar las condiciones del futuro están en estos textos gravemente afectados por lo monstruoso. […] Una metáfora que con lucidez y creatividad sorprendentes consigue apuntar al espacio prolongado, clave, clásico y sostenido del cuerpo como zona crucial. Un espacio definitivo para nombrar este inalcanzable malestar que porta la cultura. (Eltit, 29)
Al respecto, en el prólogo a Patas de perro, Lina Meruane destaca el rasgo antiheroico de las instituciones en la novela, a propósito del afán civilizador y ordenador de la cultura; antiheroismo que se puede adjudicar, después de lo visto, al adultocentrismo de la sociedad chilena del siglo XX.
Incluso la paternidad “deseada” resulta antiheroica pues Carlos, jubilado solitario y quien paradójicamente –como han notado críticos como Subercaseux o Dorfman– escribe para olvidar, busca fehacientemente comprender al niño, pero también erra en sus actos iniciales de padre adoptivo, cuando, desde una lógica adulta, le da regalos que ofenden al muchacho: “había decidido comprarle un par de zapatos, sin preguntarle nada, sin insinuarle nada, quería hacerle un verdadero regalo, un inolvidable obsequio, quería darle una sorpresa y yo la tuve, él me la dio” (25). Carlos se equivoca al comprarle al niño un par de botas, puesto que Bobi se aterra al verlas y en ese momento cae en cuenta: aquel regalo era un insulto a su orgullo, al no corresponderse con su corporalidad. Lo mismo sucede con la adquisición de una cama, ya que Bobi prefería dormir en el suelo: “Bobi no me dijo nada, no me advirtió que no quería tener cama, yo comprendía vagamente que debía comprarle todo, todo lo que necesitaba un muchacho de su edad, especialmente en su caso, él que no había tenido nunca demasiado” (86). En cambio, para el niño ese era su lugar, junto a la tierra, el sitio al cual había sido desplazado desde la tierna infancia y al que se aferraría cada vez con más asiduidad.
Se debe observar que el narrador también resiente los efectos del adultocentrismo y el rechazo a la niñez cuando está en busca de un arriendo. Se enfrenta a una serie de avisos económicos que condicionan el contrato a la soltería, a la no paternidad, la no presencia de niños ni tenencia de mascotas: “Casa en barrio residencial a persona sin hijos. Sin niños arriendo hermosos chalet. No se admiten pájaros. No se admiten niños. No se admiten perros. Sin perro, pero con patio. Amable, pero sin niños. Solo. Solo. Solo. A persona sola. A caballero solo. Sin hijos, sin perro” (49). A través de este pasaje es posible reconocer la posición social del niño en el imaginario cultural y económico representado en la novela. El lugar del niño es el mismo que el de las mascotas; son, desde la perspectiva adultocéntrica patriarcal, un estorbo del adulto funcional, del trabajador, de la pareja obrera.
El lugar de Bobi es un espacio signado por lo precario y lo violento, sin embargo, se convierte en un lugar móvil. Bobi habita de forma fugaz donde logra dormir o liberar canes, usualmente, en zonas oscuras, en los puntos ciegos de la ciudad y su rutina moderna. Esa zona está permitida por la dualidad visible/invisible del muchacho ante el ojo social, considerando que Bobi es demasiado observado tanto por su pobreza como por sus patas de perro, situaciones que justifican, para la hegemonía adulta, la serie de abusos cometidos contra este. Mientras que su niñez, es decir, aquello que para la cultura nacional había cobrado un nuevo sentido y adquiría un valor de cuidado, de conservación y dedicación, es frecuentemente obnubilada por los otros factores que marcan la diferencia de Bobi. Carlos es el único agente en la novela que guarda cierta noción de protección de la niñez.
En el afán de consentimiento del padre adoptivo por darle todo aquello de lo que Bobi había carecido, le permite faltar a la escuela y con ello abre el intersticio por medio del cual el niño-púber podrá comenzar a decidir sobre sus pasos y espacios que recorrer, dando lugar a las relaciones de amistad entre el niño y los ciegos, así como a las actividades de liberación de perros guardianes que le traerán problemas con la policía o también el intento por pertenecer y participar en las juventudes politizadas, en el gesto de adhesión parcial al Partido Comunista. Carlos cae en cuenta que: “Había, pues, una porción de la vida de Bobi que se me escapaba, que yo no conocía y que ya no tendría tiempo de conocer, por eso sentía su voz ahora como alejada, como alejándose, ella y él, de mí” (242).
Es el cuerpo de Bobi lo que hace que este corra peligro. Su integridad física es frecuentemente vapuleada. De ahí que haga de los ciegos sus amigos, aquellos que, de cierta manera, también se hallan desplazados de la cultura pues, un mutilado, al igual que un alcohólico, resulta inoperante para el desarrollo del progreso del Estado en vías de modernización. En la novela, los ciegos pertenecen al mundo de los segregados, aquellas corporalidades que se escapan a la lógica de la producción y que se escapan de la homogeneización. Dirá Bobi: “los ojos, el mundo, está lleno de ojos, ¡odio los ojos!” (132), porque precisamente en la ceguera de Horacio tiene cabida, enunciación y una nueva visibilidad (como un lazarillo en la caravana comunista) y aunque a Carlos le disguste la relación entre ambos, no le queda más que asumir la paulatina separación que inicia con las ausencias del niño del hogar.
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En Patas de perro, el narrador adulto que adopta, comprende y apoya a Bobi se hace cargo tanto del niño como de su historia, reconstruyendo en una especie de corriente de la conciencia –elaborada con retazos de memoria– las conversaciones y reflexiones del joven, de él mismo y de otros personajes que se relacionaron con el muchacho. Se impone así un carácter impreciso del lenguaje dado entre la timidez y el orgullo que se percibe en estas palabras de Bobi: “quiero ser, por ejemplo, el perro más diestro, hábil y ágil de la ciudad, quiero ser, si puedo, si se puede, decía bajando la voz humilde y temblorosa, el muchacho más inteligente y bueno de la ciudad” (56).
Lo dicho por el niño es ambiguo y responde, de alguna manera, a su corporalidad dual. Teniendo en cuenta que tanto su parte humana como la parte animal intentan ser subordinadas por las instituciones de la hegemonía adulta, aun así, Bobi manifiesta que en una u otra quiere reconocimiento. Esto no resulta extraño conociendo la pregunta fundamental sobre el qué o quién soy yo. Así, Carlos puede apreciar el paulatino cambio de Bobi infante a Bobi adolescente:
Hubo algo en su voz que me sorprendió, no en el tono mismo sino en el modo como pronunciaba las palabras, el mismo tono que había usado una hora antes cuando recién terminara yo de contarle la historia del medio pollo, viril, viril y resignada, eso me había parecido su voz y su cuerpo me había dado la impresión de que había crecido de repente en la oscuridad. (242)
De ser un sin voz, Bobi pasa a apropiarse y descubre aún con timidez, que el lenguaje le da la posibilidad también de callar y hablar cuando lo precise, de cuestionar su situación y barajar sus posibilidades para sobrevivir en la ciudad, apropiación del ser que consolida con la huida y refugio en lo animal, no en la palabra infantil. Beatriz Alcubierre (2018) propone que la historia de la infancia y la voz de los niños y niñas están mediadas por los adultos, lo que hace que todo discurso elaborado sobre este asunto resulte ser una representación, es decir, toda historia sobre la niñez será una reformulación posicionada en la adultez.
A diferencia de la perspectiva revisada sobre la niñez durante el siglo XX, desde los estudios actuales de la infancia se piensa en los niños como actores sociales. Se acepta la idea de que son sujetos sociopolíticos, lo que les da la habilidad intrínseca de ser intérpretes de su entorno, desobjetivizándolos para subjetivizarlos y hacerlos “partícipes en la producción, planificación y circulación del conocimiento” (Vergara, 2015). Pero estas perspectivas nuevas, integradoras y con tendencia a reconocer la heterogeneidad de la propia niñez y a darle protagonismo, pertenecen a los últimos decenios. En cambio, en siglos pasados, infancia y modelos de crianza aceptaban y promovían la violencia y el silencio infantil como base normativa del comportamiento de niños y niñas.
Así queda en evidencia que la niñez es otro elemento que se suma a la ya destacada marginalidad de Bobi dada por la clase y la diferencia corporal. La niñez de Bobi no tiene lugar fijo, él mismo es su territorio y se reconoce entonces el exilio que experimenta de todo el universo simbólico dado por la cultura. Es importante fijar en la lectura de la novela que lo que más duele de esta no son solo la soledad y la violencia contra el protagonista, sino más bien, el hecho de que ambos elementos estén dirigidos hacia la figura infantil. En esta historia la parte animal de Bobi, su carácter de cuerpo mixto y la consecuente categoría de monstruo, valida las torturas ejercidas contra él. Dice el narrador que “era tan sencilla la ayuda que se pedía, tan lógica, en este país, en esta época, que dejen vivir a Bobi, no está enfermo, no está gravemente enfermo, quiere vivir, pero no lo dejan vivir, lo están empujando, empujando hasta el borde” (300).
Ya en los años en que Droguett escribió la novela, la consideración sobre la infancia en Chile había tomado un giro proteccionista y esta historia deja al descubierto, precisamente, el carácter hipócrita y cruel de la sociedad, específicamente la cultura urbana con miras al progreso. Claramente, no solo era necesaria la Gota de Leche o asegurar la educación como medidas sociopolíticas, sino un cambio estructural en el pensamiento sobre la niñez y la juventud en Chile.
Bajo la mirada actual, Bobi carecería de derechos, considerando que en la novela los discursos adultocéntricos desde los ámbitos familiar, escolar, incluso médico y legal refuerzan la marginalidad de Bobi en un desplazamiento cultural validado en las instancias policiales que criminalizan el actuar del niño, castigado no solo por ser diferente en términos físicos, sino también de clase, empujando a nuestro pequeño héroe herido a la huida, tal como huyen cientos de niños y niñas con infancias vulneradas desde centros del SENAME y casas de acogida.
No, a Bobi no lo abrazaría porque eso sería retenerle. Además, las heridas arden al tocarlas y Bobi está lleno de ellas.
Notas
[1] Las preocupaciones por la niñez y lo juvenil son persistentes en otras obras de Droguett, como es el caso de La señorita Lara (2001), donde el personaje reflexiona sobre el tránsito efímero hacia la adultez: “caminar apresurados, no huyendo, sino buscando, haraganeando desde la niñez en el hogar paterno hacia la vida y el mundo, tan llenos de gente, de exigencias, de urgencias, de gritos, de silencios enteramente abiertos para que entres por ellos. Salir de la niñez hacia la vida dije, y en realidad sólo es hacia las calles” (6).
[2] Definición basada en el trabajo de Claudio Duarte Quapper.
[3] En Monstruosidades en la narrativa del cono sur: Argentina, Brasil, Chile (1920 -– 1973) (Universidad de Chile, 2016), donde se incluye el subapartado “Cuerpos frágiles: animalización y docilización en Patas de Perro (1965) de Carlos Droguett”.
[4] Para Bisama, “Bobi prefigura la claridad dolorosa del niño Luchín de Víctor Jara y el barroco deforme de El obsceno pájaro de la noche de José Donoso” (13).
[5] Se hablaba en términos coloquiales de niños “pelusas” que habitaban islas del río Mapocho (Salazar & Pinto).
[6] La historia de la infancia en América Latina es objeto de estudio reciente. La mayor parte de los análisis historiográficos que problematizan la infancia concuerdan en que desde la década de 1990 en adelante, impulsados por la Declaración de los Derechos del Niños de 1989, la figura de niños y niñas comenzó a tomar posición en los estudios culturales, reconociendo que, en primer lugar, la infancia –como logramos entenderla hoy– es un concepto moderno. Lo segundo que se debe identificar es que la niñez arrastra consigo una historia dolorosa y dramática y, además, se asume que la lectura de la niñez se hace distanciada de esta misma, en tanto es elaborada por una mirada “superior” determinada por el adulto (presentación de Lucía Lionetti a La historia de las infancias en América Latina, 2018).
[7] Cursivas pertenecientes a este análisis.
[8] Jeftanovic considera el término “subalterno” planteado por Gatrayi Spivak y el concepto “periférico” de Nelson Osorio, ambos con la tendencia a destacar la marginalidad de niños y niñas en la sociedad.
[9] ¿Es la novela de Droguett parte de la literatura menor planteada por Deleuze y Guattari? Aun siendo galardonado con el Premio Nacional de Literatura en 1970, la figura de Carlos Droguett causaba escozor en el ambiente literario debido a su gusto por la “guerrilla literaria” (Bisama). De cierta manera, Droguett se automarginó del canon chileno y tomó distancia del Boom latinoamericano, manifestando interés por denunciar la violencia de los, en ese periodo, Aparatos Ideológicos del Estado (Althusser), yendo más allá del gobierno de turno. La prosa droguettiana estaba comprometida con la masacre pública y privada de las vidas populares: estudiantes, monstruos, niños y jóvenes, delincuentes, criminales, poetas suicidas, entre otros. Lo suyo era la sangre de los marginados y en ese sentido, la obra de Droguett podría ser considerada literatura menor, por articular lo individual y lo colectivo marginal en lo inmediato político.
Fuentes
Alcubierre, B. y Sosenki, S. «Espacios y cultura material para la infancia en América Latina (Siglos XIX y XX). Introducción» Secuencia (2018): 6 – 14.
Bisama, Álvaro. «Carlos Droguett. Todo esto ha pasado y volverá a pasar.» Revista de la Facultad de Comunicación y Letras UDP (2020): 5 – 18.
—. «Sobre dos libros de Carlos Droguett» Taller de Letras (2009): 171 – 184.
Droguett, Carlos. Patas de perro. Barcelona: Malpaso ediciones, 2016.
—. La señorita Lara. Santiago: LOM , 2001.
—. «Materiales de Construcción» Aisthesis (1968): 203 – 225.
Duarte Quapper, Klaudio. «Genealogía del Adultocentrismo. La constitución de un Patriarcado Adultocéntrico.» Duarte Quapper, K. y C. Álvarez. Juventudes en Chile. Miradas de Jóvenes que Investigan. Santiago: Revista de la Facultad de Ciencias Sociales Universidad de Chile, 2016. 17 – 47.
—. «Sociedades adultocéntricas: sobre sus orígenes y reproducción.» Última Década (2012): 99 – 125.
Eltit, Diamela. «Clases de cuerpos y cuerpos de clase.» Eltit, Diamela. Signos Vitales. Escritos sobre literatura, arte y política. Santiago: UDP ediciones, 2008. 15 – 30.
Illanes, M. (2010) Historia Social de la Salud Pública en Chile 1880 – 1973, Ministerio de Salud, Santiago.
Jeftanovic, Andrea. Hablan los hijos. Discursos y estéticas de la perspectiva infantil en la literatura contemporánea. Santiago: Cuarto Propio, 2011.
Román González, Nicolás. «Cuerpos frágiles: animalización y docilización en Patas de Perro (1965) de Carlos Droguett.» Román González, Nicolás. Monstruosidades en la narrativa del Cono Sur: Argentina, Brasil, Chile (1920 – 1973). Santiago: Universidad de Chile, 2016. 191 – 211. Tesis digital.
Salazar, G., Pinto, J. (1999) Historia Contemporánea de Chile, LOM Ediciones, Santiago, Chile, Vol. V.
Vergara, A., y otros. «Los niños como sujetos sociales: El aporte de los Nuevos Estudios Sociales de la Infancia y el Análisis Crítico del Discurso.» Psicoperspectivas. Individuo y sociedad (2015): 55 – 65.