Bookchin: Hacer la revolución para rehacer la sociedad
¿Quién podría negar hoy que los problemas ecológicos constituyen una de las principales inquietudes de cualquier persona o grupo preocupado por el futuro de nuestras sociedades? Nos enfrentamos, más que nunca, a una crisis general del modelo de desarrollo basado en la explotación de los así llamados recursos naturales y humanos. La amenaza de una catástrofe energética, climática y en general de los sistemas ecológicos se ha instalado en el imaginario colectivo de un modo similar a como lo hizo en la segunda mitad del siglo XX la posibilidad de una hecatombe nuclear. Parece estar en el primer lugar de la agenda histórica la búsqueda de una solución a esta crisis ecológica. La urgencia de esta búsqueda surge de la inminente destrucción del aire y los suelos, así como de la posibilidad de que en el algún momento de nuestro futuro cercano ya no contemos con los recursos energéticos necesarios para el modo de vida que hemos desarrollado. Nuestra misma existencia, y la de otras formas de vida en el planeta, se ve amenazada por esta compleja situación.
En este contexto, la obra de Murray Bookchin (1921-2006) (1) y en particular este libro que presentamos, ocupa un lugar crucial para la comprensión de la crisis y sus posibles salidas. En mi opinión, los principales aportes de Remaking Society son 1) su manera de concebir los problemas ecológicos como arraigados en cuestiones sociales, 2) su marco naturalista y dialéctico para pensar lo social tanto como lo natural, 3) su valoración de la reflexión teórica como una actividad esencialmente orientada a la práctica política y, finalmente, 4) su claro programa estratégico y reconstructivo. El libro es bastante preciso y presenta sus puntos de vista de un modo que no requiere mayor despliegue hermenéutico. En este prólogo quisiera simplemente señalar los aspectos más destacables del pensamiento de la ecología social tal como la formuló Bookchin desde la década de 1960, y en particular aquellos planteamientos que podrían ser útiles en el Chile del siglo XXI.
La tesis principal de la ecología social es que para comprender y enfrentar correctamente los problemas ecológicos debemos arraigarlos en el dominio de lo social, es decir, de las distintas formas que tienen y han tenido las relaciones sociales. Esto significa que para entender no solamente el cómo sino también el por qué de la crisis que enfrentamos, debemos preguntarnos por el tipo de relaciones entre seres humanos que se ubican en la base de nuestra relación con la naturaleza. En primer lugar, este punto de vista pone en cuestión la tradicional noción de que existe un abismo, incluso un antagonismo, entre humanidad y naturaleza, y que por tanto la explicación de la crisis es simplemente que la humanidad ha decidido, por alguna oscura razón, explotar la naturaleza para su propio beneficio. Bookchin fue particularmente crítico de las corrientes ecológicas antihumanistas que entendían a la humanidad (en cuanto especie) como un “cáncer” en el planeta y que no veían ninguna solución específicamente humana a la crisis ecológica, aparte de la sumisión al poder cósmico de una madre tierra a la que había que dejar tranquila. Al mismo tiempo, esta visión nos obliga a combatir con la misma fuerza las corrientes reformistas del ambientalismo que cree que es posible solucionar los problemas ecológicos sin reformular profundamente nuestro modelo de sociedad. Así, en general, este arraigo de lo ecológico en lo social nos lleva a tener en cuenta las relaciones de dominación y explotación que constituyen la base material de la sobreexplotación de la naturaleza entendida como mero recurso. Tanto la reducción de la humanidad a una especie sin distinciones, sin contexto histórico y cultural que permita entender las divisiones reales entre distintos grupos y clases sociales, como la reducción de los problemas ecológicos a cuestiones técnicas y neutras políticamente, se fundamentan en la misma despreocupación por el lugar que dichas relaciones de dominación y explotación ocupan en la crisis. Esta perspectiva invita a ecologistas y revolucionarios a expandir y complejizar sus proyectos, incluyendo unos la dimensión social de la ecología y los otros la dimensión ecológica de lo social.
En segundo lugar, Bookchin desarrolló un marco filosófico que él llamo “naturalismo dialéctico” (2) y que, tomando la herencia teórica de Aristóteles, Hegel, Marx y Kropotkin, presenta un enfoque coherente para responder las preguntas más complejas que puede enfrentar una filosofía de la naturaleza. ¿Cuál es el lugar de la humanidad en la naturaleza? ¿Cómo debemos pensar la relación entre nuestra naturaleza biológica y nuestra naturaleza social? ¿Es posible encontrar un fundamento objetivo para la ética en la evolución natural y social? ¿Es la naturaleza un reino de necesidad, donde opera un estricto determinismo por el que somos simplemente programados genéticamente, y la sociedad un reino de libertad, donde podemos tomar decisiones y ser creativos? Finalmente, ¿cuál es el rol de la humanidad en la evolución natural, si es que tiene uno? Bookchin creyó haber encontrado una teoría que permitiera responder todas estas preguntas, y de ese modo poder fundamentar filosóficamente la ecología social. No es completamente insensato afirmar que si no fueran absolutamente ciertas, sus respuestas al menos elaboran un proyecto teórico muy potente para explicar de forma coherente todos los factores que están en juego en las cuestiones ecológicas, sociopolíticas y éticas. Me interesa mencionar aquí simplemente dos aspectos de su naturalismo dialéctico. Por un lado, Bookchin cree que es absurdo pensar que hay una diferencia cualitativa esencial entre humanidad y naturaleza. La humanidad es producto de un largo proceso evolutivo que comienza con el surgimiento de la vida orgánica y en el que podemos percibir una tendencia inmanente hacia el desarrollo de la complejidad y la subjetividad en las especies que habitan el planeta. La humanidad es la forma más autoconsciente de la naturaleza, pero sigue teniendo ella misma un fundamento biológico natural. Por ello, la sociedad, como fenómeno específicamente humano, no es una especie de invento extraterrestre del que debamos renegar, sino que es una de las formas más elaboradas del despliegue de las potencialidades evolutivas de la humanidad como especie. En términos más estrictamente filosóficos, humanidad y naturaleza existen en un continuo ontológico en el que las diferenciaciones son internas, y su desarrollo tiene la forma de la actualización de potencialidades. No se trata aquí de una teleología determinista, sino de un despliegue de las posibilidades históricas de la materia. Que hayamos llegado a ser lo que somos no estaba inscrito a fuego en nosotros. A medida que la naturaleza adquiere mayor subjetividad, adquiere mayor libertad, y de ese modo la evolución natural comienza a asumir su propio rumbo, de manera más que evidente en las elecciones más o menos racionales tomadas por los seres humanos desde sus orígenes.
Esta visión naturalista dialéctica nos permite al mismo tiempo encontrar una base objetiva para la ética en la evolución natural y social, en otras palabras, una ética ecológica. Si a partir de lo que hemos dicho podemos concluir que la humanidad tiene un rol protagónico en el fomento de una evolución natural que desarrolle plenamente sus potencialidades (y las nuestras), los criterios objetivos para una ética son precisamente el despliegue y la plenitud de las capacidades de los individuos y las comunidades. Vista así, una ética ecológica es una herramienta crítica para reconocer lo inadecuada e injusta que es la sociedad capitalista y estatal a la hora no sólo de satisfacer las necesidades básicas de los individuos y sus comunidades, sino sobre todo de permitir el desarrollo pleno de lo que podemos llegar a ser como seres humanos. Tal como vivimos hoy, la creatividad que nos caracteriza, nuestra capacidad para comunicarnos significativamente y para tener una vida buena, quedan completamente interrumpidas por la explotación a la que viven sometidas las grandes mayorías. A diferencia de una ética de la obligación, como las que hemos conocido con el cristianismo y los moralismos kantianos, y que tiene como consigna “si debemos hacerlo, podemos hacerlo”, podríamos decir que una ética ecológica invierte esta consigna y cree que “si podemos hacerlo, debemos hacerlo” puesto que nuestra principal responsabilidad es con el potencial que tenemos para ser más de lo que somos. Los límites de esta posibilidad son estrictamente históricos: hemos demostrado tener la capacidad para modificar nuestra “naturaleza humana” a lo largo de interminables experimentos sociales, políticos y culturales, y cada vez pareciéramos ser más capaces para trascender los aparentes límites de nuestras naturalezas biológicas, por ejemplo con los avances de la nanotecnología y la neurociencia.
En tercer lugar, Bookchin sentía un compromiso personal con una reflexión teórica muy profunda, que fuera capaz de sintetizar el desarrollo de las ciencias, la historia, la antropología, la filosofía y la teoría política para producir, en conjunto con las tradiciones ideológicas más fuertes de la antigüedad y la modernidad, una perspectiva teórica fuertemente orientada a la práctica concreta de los movimientos sociales y políticos que pretendían una transformación radical de la sociedad agobiada por la explotación capitalista y la dominación política del Estado. Es así como sus obras recorren la historia política de nuestras sociedades, desde las primeras comunidades humanas hasta el monstruo totalitario del estado-nación moderno, en sus variantes más o menos democráticas, más o menos burocráticas. Es así como recorre el pensamiento filosófico desde Aristóteles a Hegel, y lo conecta con las reflexiones críticas de Proudhon, Marx, Bakunin, Kropotkin y la teoría crítica del siglo XX. Bookchin escribe sus principales obras en una época en que la intelectualidad se ha separado trágicamente de los movimientos sociales y se ha recluido en las universidades, fomentando más la reproducción de cánones e ideologías dominantes que la creación de perspectivas críticas útiles para la transformación social, y en la que el sentido común es expresado por una disolvente filosofía así llamada postmoderna que hace de la pluralidad una excusa para el individualismo y de la crítica de lo establecido una excusa para el nihilismo (3). Por ello, Bookchin considera de máxima urgencia para los revolucionarios retomar las profundas reflexiones de la estudiosa tradición socialista (anarquista y marxista) y complementarla con el explosivo crecimiento de investigaciones en todos los ámbitos a lo largo del siglo XX, para comprender y expresar con claridad los problemas a los que nos enfrentamos y las posibles soluciones para ellos. La creación de una teoría revolucionaria que con inteligencia haga conexiones entre distintas tradiciones de pensamiento exige que tengamos un ojo puesto en la coherencia teórica interna que vuelva nuestra perspectiva consistente y convincente, y otro puesto en las estrategias adecuadas para el momento actual. Para Bookchin, las visiones aparentemente utópicas de los pensadores de siglos anteriores cobran hoy un valor inédito: ya no son simples fantasías de un mundo mejor, sino el imperativo de una transformación radical en un sentido libertario y ecológico. En este sentido, es particularmente actual la reivindicación que hace Bookchin de la tradición histórica del anarquismo, desde el modo en que Proudhon y Bakunin le dieron voz a anhelos profundos del proletariado del siglo XIX hasta la arrojada experiencia de los anarquistas rusos y españoles en las revolucionarias primeras cuatro décadas del siglo XX. Resulta muy interesante que los movimientos sociales recuperen, aún cuando no lo expliciten, la antigua tradición libertaria de la democracia directa y la autogestión (4).
En esta orientación activista y militante de su pensamiento, Bookchin también consideró fundamental la constitución de un movimiento ecológico y libertario complejo, que desplegara su potencialidad de transformación social en la forma de instituciones específicamente dedicadas a ese fin. Fundó el Instituto de Ecología Social en Vermont, una serie de publicaciones de mayor o menor alcance, y participó activamente en grupos políticos cuya militancia respondía tanto a la necesidad de formular una perspectiva estratégica coherente para el empoderamiento popular como a la obligación de hacerse parte de las reivindicaciones específicas de estudiantes, trabajadores y ciudadanos en general. Un movimiento ecológico y libertario debía ser capaz de ofrecer soluciones reales en lo inmediato, al mismo tiempo que una visión de las conquistas históricas posibles en el largo plazo para los oprimidos y explotados.
Finalmente, la ecología social, para Bookchin, debía presentar un programa reconstructivo de la sociedad una vez que el movimiento social revolucionario rompiera con el capitalismo y con el Estado. Este programa partía de la base de un marco general donde se extendía el reducido análisis de la izquierda, concentrado sobre todo en un análisis económico y de clase según Bookchin, hacia un análisis más general de la dominación, en el que la cuestión del poder y la jerarquía fuera investigada de forma específica. Para Bookchin esto significaba una crítica al modelo mecánico de cierto marxismo que no se despegaba de la matriz base/superestructura para evaluar, por ejemplo, el problema del Estado o la cultura ideológica del capitalismo. Pero sobre todo implicaba poner los problemas actuales en una perspectiva histórica mucho mayor, que pudiera encontrar tendencias generales en las que se explicaba la emergencia de las jerarquías a partir de las gerontocracias, la emergencia de la explotación de la naturaleza como recurso natural a partir de la dominación entre seres humanos, y la emergencia del Estado a partir del fortalecimiento y sofisticación de las elites dominantes. Esta visión histórica más amplia nos permitiría, al mismo tiempo, conectar las urgencias del presente con los anhelos profundos de la humanidad en tiempos anteriores, para proyectar desde nuestra realidad objetiva y subjetiva las posibilidades de una sociedad radicalmente distinta.
Así, una sociedad ecológica y libertaria debe pensarse a partir de la transformación de las relaciones económicas de producción, en particular de la propiedad comunitaria (no nacional o estatal) de las riquezas producidas por el trabajo, pero también a partir de una profunda reformulación del modo en que se organizan políticamente las comunidades humanas, rescatando las tradiciones democráticas y federales que impulsan un orden político desde abajo y donde la participación efectiva en los asuntos comunitarios es condición de la libertad; de una revisión exhaustiva de los potenciales y los riesgos de la tecnología de modo que fomenten el equilibrio natural y efectivamente tengan como fin la satisfacción de necesidades y deseos humanos generales, y no exclusivamente los de una elite; y, como ya hemos visto, de una ética ecológica fundamentada en nuestro potencial para la libertad, la creatividad, la comunicación y una sensibilidad con el mundo natural y humano, que asuma la realidad actual de los conflictos vivientes de una humanidad dividida, y por lo tanto que no espere ingenuamente una transformación social pacífica, pero que se proyecte hacia una humanidad reconciliada en la que la garantía de la felicidad dependa de la actividad cotidiana de los individuos en sus comunidades, y no de una gran batalla contra poderes que organizan nuestras vidas desde afuera o desde arriba.
Hoy, cuando no parece tan lejana la idea de un Estado y un capitalismo “verdes” que intenten reponerse a la crisis mediante desesperados planes de rescate y de educación pública que permitan disminuir el fuerte impacto de la civilización en el mundo natural, debemos ser capaces de asumir el desafío de desarrollar una perspectiva radical de los problemas ecológicos y sociales así como de organizar un movimiento social que pueda enfrentarlo sin caer en los atolladeros de la burocracia estatal ni en las falsas ilusiones de una humanización del capitalismo. Rehacer la sociedad en un sentido libertario y con métodos revolucionarios parece ser la única forma de solucionar la crisis ecológica y de desplegar plenamente las potencialidades humanas. Esto es lo que está en disputa, esta es la tarea del momento.
NOTAS:
(1) Para una reseña biográfica recomiendo al lector interesado revisar la breve biografía que escribió Janet Biehl, quien fuera la compañera de Bookchin hasta su muerte (puede encontrarse en inglés y en castellano en la página sobre Bookchin en los Anarchist Archives, http://dwardmac.pitzer.edu/Anarchist_Archives/). También es interesante el artículo “Ser un Bookchinita” donde Chuck Morse presenta una profunda visión sobre su experiencia como estudiante en el Instituto de Ecología Social y como militante en el núcleo revolucionario creado por Bookchin (http://www.negations.net/ser-un-bookchinita/).
(2) The Philosophy of Social Ecology, Black Rose Books, Montreal, 1995
(3) La crítica de Bookchin a esta filosofía quedó magistralmente registrada en su artículo “Historia, Civilización y Progreso” publicado en la segunda edición de The Philosophy of Social Ecology. También resulta interesante su crítica al individualismo en Social Anarchism or Lifestyle Anarchism. An Unbridgeable Chasm (Oakland, AK Press, 2001).
(4) En Chile, encontramos evidencia de esto en la indiscutible presencia de la horizontalidad y la organización democrática participativa en el movimiento estudiantil que tanto el 2006 como el 2011 demostró que las luchas son del conjunto del movimiento y que sus dirigentes cumplen un rol exclusivamente de voceros, responsables ante las bases. Igualmente, durante las movilizaciones del 2011, diversas experiencias de colegios autogestionados irrumpieron como muestra de que la íntima conexión entre huelga y expropiación tiene un análogo en la educación (véase Colectivo Diatriba/OPECH/Centro Alerta, Trazas de Utopía, Quimantú, Santiago, 2012). Hoy por hoy, los estudiantes tienen todavía mucho que enseñar.
Santiago de Chile
Otoño, 2012.