Cambiar el mundo sin tomar el poder. Una paradoja para pensar.
Lo primero que habría que decir sobre este libro de John Holloway es que no encierra en sí ninguna fórmula mágica para abrir los candados de la revolución proletaria intergaláctica; tampoco es ―como podría llamar a engaño el título― un manifiesto neo-anarquista ni un manual de supervivencia post hippie. Más inscrito en la tradición del debate marxista que en otro domicilio, Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy es sí una muy buena oportunidad para revisitar críticamente esta tradición y, de entrada, para actualizar viejas preguntas, visualizar nuevos cuestionamientos y sacudirse algunas nocivas certezas que, a estas alturas, se han convertido en lastres para una izquierda ―la chilena, aunque no solo ella― enferma de pesadez y ciega de voluntad transformadora real, sobrepasada en sus análisis y agendas por un movimiento social dinamizado por las luchas de los últimos meses, libre de la gravedad de discusiones autorreferentes que, la mayor parte del tiempo, poco tienen que ver con el devenir social concreto, pues se sitúan fuera de la propia sociedad, a la que analizan, muy a tono con la tradición positivista de la que acaban siendo tributarios, desde la objetivación de los sujetos sociales a los que buscan expresar.
Señala Holloway en el prólogo a esta edición chilena que “la mejor forma de respetar las luchas del pasado es reconocer que fracasaron y que tenemos que explorar otros caminos para cambiar el mundo de forma radical”. Precisamente en torno a esta idea gira el sentido del texto: ponernos en estado de duda, tanto frente a la tradición marxista ―fuertemente delimitada, en casi todas sus variantes, por la impronta leninista y más tarde estalinista de leer a Marx― como frente a la propia realidad y sus crisis, cada vez más agudas en últimas décadas. A este respecto, Holloway despliega una argumentación que, sucintamente, se sostendría sobre tres ejes centrales: (A) la crítica a la tradición del materialismo científico ―en particular a la lectura engelsiana instalada en ella― y la positivización de su método, que se engarza y complementa con la teoría vanguardista de Lenin; (B) el cuestionamiento a la lógica de toma del poder o del control del Estado, que ha alimentado al movimiento revolucionario prácticamente desde sus orígenes, pero de manera definitiva y sustantiva a partir de la oleada de principios del siglo XX, cuyo ethos queda cristalizado en la Revolución Bolchevique; y, (C) por sobre todo, una relectura, un revisitar si se prefiere, en torno al concepto de fetichización desarrollado por Marx en El Capital. Este adquiere para Holloway un carácter de centralidad teórica a lo largo del libro, articulándose como la base de la mirada que se nos ofrece, la que, más allá de la existencia o no de diferencias, no podemos negar que resulta atractiva y que puede contener algunas de las clavijas que nos permitan entender los tiempos que están corriendo y las formas que han elegido para expresarse socialmente.
Para un lector heterodoxo y poco avezado en textos de teoría marxista como yo, Cambiar el mundo… ofrecería, con soltura, algunos elementos que lo hacen interesante, incluso magnético a ratos, si quisiera decirse.
En primer lugar, el intento por configurar un nosotros desde el cual poder hablar, o más bien gritar, si seguimos el hilo propuesto por Holloway; la posibilidad de entender cada acto de insubordinación y no-subordinación al sistema como algo que está más allá ―y más acá también― del puro intento de articulación orgánica de la(s) lucha(s), que se ubica en el plano de la resistencia a la deshumanización que signa nuestra sociedad, y que no entiende estas luchas como situadas en un ellos objetivado al que un nosotros iluminado da cauce y conducción. Ahí la crítica de Holloway a la tradición científica del marxismo, y en particular a la forma en que se entiende esta cientificidad, ofrece la posibilidad de entender la revolución como algo de mayor densidad y complejidad que las ofrecidas hasta ahora por las tesis heroicas de la revolución, que acaban, necesariamente, por suponer la urgencia de un deus ex machina que dé salida a la contradicción de unas masas demasiado enajenadas para construir su auto-emancipación. A este respecto, la solución propuesta no es otra que la de abocarse a buscar colectivamente las preguntas, pues “ni siquiera sabemos si existe una respuesta. Necesitamos pensar colectivamente porque no hay un camino correcto que pueda ser aprendido” (1). Holloway, en este sentido, no se abstrae del problema, no lo sitúa fuera de nosotros; por el contrario, nos expone en lo que somos, seres deshumanizados, míseros, imbuidos ―en tanto productos y productores― de las propias lógicas del capitalismo, de sus contradicciones, que es, precisamente, desde donde podriamos extraer la esperanza para enfrentar y modificar el estado de cosas. Es porque hacemos el capitalismo que podemos pensar en destruirlo, pues en esa contradicción, en ese antagonismo ubicado en el capitalismo ―nosotros y nuestro rechazo, nuestra propia contradicción con el modo de vida que llevamos― se encuentra el germen de su propia extinción.
Imbricado con lo anterior, y quizás en lo que sea la principal provocación al sentido común de las izquierdas, Holloway subraya su distancia respecto de los planteos que presuponen la necesidad de la toma del poder para la realización del proyecto revolucionario, siempre desde la perspectiva de dinamizar el debate, como señala en el prefacio de 2010. Aquí, indica que “el objetivo del libro no es solo convencer a la gente de que el cambio social radical no pasa por el Estado, sino también seducir a las personas a entablar una discusión sobre el significado de la revolución […]. El argumento en contra del Estado es un argumento en contra de la política del monólogo. La oposición anticapitalista es y debe ser polimorfa, polifónica, polilógica, necesariamente discordante: un nosotras/nosotros que discute consigo mismo, y que se constituye en nosotras/nosotros a través de la discusión” (2).
¿Un nuevo concepto de revolución?
Holloway afirma que “Si el paradigma estatal fue el vehículo de esperanza durante gran parte del siglo, se convirtió cada vez más en el verdugo de la esperanza a medida que el siglo avanzaba. La imposibilidad de la revolución a comienzos del siglo veintiuno refleja, en realidad, el fracaso histórico de un concepto particular de revolución: el que la identifica con el control del Estado” (3), añadiendo que aquellas experiencias revolucionarias consideradas como exitosas y paradigmáticas durante el siglo XX (URSS, China) “hicieron poco por crear una sociedad autodeterminada o por promover el reino de la libertad que siempre ha sido central en la aspiración comunista” (4); y centra su crítica en la inconsistencia entre el control del Estado para fines revolucionarios y el carácter mismo del Estado, al que “se le atribuye una autonomía de acción que de hecho no tiene. En realidad, lo que el Estado hace está limitado y condicionado por el hecho de que existe solo como un nodo en una red de relaciones sociales. Esta red de relaciones sociales se centra, de manera crucial, en la forma en que el trabajo está organizado. El hecho de que el trabajo esté organizado sobre una base capitalista, significa que lo que el Estado hace y puede hacer está limitado y condicionado por la necesidad de mantener el sistema de organización capitalista del que es parte” (5). Mismo derrotero sigue el cuestionamiento a la lógica del “socialismo en un solo país”, tan caro al estalinismo, que en cierto sentido subyace a la idea de que es posible sostener y desarrollar, toma del poder mediante, el proyecto revolucionario, independientemente de que la realidad del Estado-Nación obedece a la necesidad de fragmentación y control del trabajo por medio de gobiernos locales, mientras el capital se expresa y desarrolla globalmente y sin fronteras. El debate a este respecto es demasiado lato para lograr, siquiera apretadamente, expresarlo acá; esto no obsta, sin embargo, poner de relieve la necesidad de debate que expresan los planteos de Holloway, máxime en un contexto de auge de las luchas sociales a escala mundial, panorama que, independientemente de mantenerse o no, obliga a generar preguntas en torno al modus operandi de las izquierdas, ya no solo en relación a las formas de construir o copar espacios de poder, sino a la funcionalidad real de la instrumentalización de formas y expresiones propias del capitalismo como espacios o herramientas capaces de no desnaturalizar el sentido del proyecto revolucionario.
La visión de una sociedad futura
En la misma línea se ubica el debate que plantea Cambiar el mundo… con las lecturas de autores tanto de la tradición marxista clásica como dentro de lo que podríamos identificar como postmarxismo (desde el propio Marx a Foucault, pasando por Benjamin, Negri, Lenin, Marcuse, Adorno y Luxemburgo, entre otros). Las líneas principales de la crítica de Holloway transitan por la tendencia objetivizante y positivista instalada en el marxismo, por un lado, y en la representación de fuerzas en pugna exentas de contradicciones y antagonismos internos, lo que genera una imagen fija, carente de dinámica, no constituida contradictoriamente, plano en el que discute, centralmente, con los planteos que Negri y Hardt plasman en Imperio, particularmente en lo relativo a los conceptos de imperio y multitud ahí expuestos. En este sentido, la propuesta es trabajar con categorías abiertas, entendidas como procesos en desarrollo, no estáticos, sino expresión de los antagonismos y luchas en curso, así como la superación ―a todas luces necesaria― de la falsa dicotomía entre lo económico y lo político, a lo que cabe agregar la también artificial separación entre lo social y lo político, tan cara no solo a los gremialismos de derecha, sino también a los instrumentalismos de izquierda.
La lectura que hace Holloway del concepto de fetichización, sobre el cual monta el armazón de su discurso, refresca un elemento que resulta central en los planteamientos de Marx, y que ha sido injustamente relegado a un segundo plano por la tradición marxista clásica, siendo su tratamiento en el libro una razón suficiente como para iniciar su lectura. Esto pese a que, como tiende a suceder en textos de esta naturaleza, a ratos queda la sensación de una innecesaria “oscuridad” en el tratamiento del tema, que puede desanimar fácilmente. Sin embargo, es aquí donde se despliega realmente la propuesta de Holloway, en la ruptura del flujo social del hacer, como él mismo plantea, que es donde se encierran, en definitiva, las tensiones y antagonismos que encierran la potencial bancarrota del capitalismo.
Sin dejar descansar en términos absolutos la resolución de nuestra contradicción con el capital en ello, Holloway sí pone, de momento, el énfasis en el grito, en un aparentemente simple decir no que, en ocasiones “se manifiesta de manera tan personal (tiñéndose el pelo de verde, suicidándose, enloqueciendo) que parece ser incapaz de tener cualquier resonancia política. A menudo el no es violento o bárbaro (el vandalismo, el hooliganismo, el terrorismo): las depredaciones del capital son tan intensas que provocan un grito-contra, un no que está casi completamente desprovisto de potencial emancipatorio, un no tan desnudo que meramente reproduce aquello contra lo que se grita” (6), constituyendo una “respuesta que, aunque bastante comprensible, meramente reproduce las relaciones de poder que busca destruir. Y aún así ese es el punto de partida: no un considerado rechazo al capitalismo como modo de organización, no la construcción militante de alternativas al capitalismo. Ambos llegan más tarde (o pueden hacerlo). El punto de partida es el grito, el peligroso y a menudo bárbaro no” (7). Aun sin proponer una salida ―que nunca se prometió, en todo caso―, lo que Holloway abre es la puerta al debate, al cuestionamiento profundo de la realidad y a su relectura; lo suyo es una oposición tenaz a que sigamos naturalizando el capitalismo, reproduciéndolo en nuestros propios haceres y saberes, concibiéndolo como lo que hay sin más y, al hacerlo, fijándolo como realidad inalterable en nuestros horizontes. La apuesta es, hasta cierto punto, prefigurar en las luchas del presente la sociedad futura (8), subvirtiendo las lógicas relacionales de poder del capitalismo por nuevos tipos de interacción, basados en la dignidad y el respeto por el hacer humano, poniendo el acento no solo en el logro inmediato, sino en el propio aprendizaje contenido en estas formas del hacer que se expresan en las luchas sociales.
Holloway no resuelve, ni de lejos, la complejidad de la lucha revolucionaria y su inestable relación con el tema del poder, pero entrega sí la posibilidad de aproximarse críticamente, sin las anteojeras del texto aprendido de memoria y recitado hasta el hartazgo, a uno de los nodos de un debate que hoy, en tiempos de movilización y construcción diaria de nuevos sentidos, se hace tan necesario como siempre, aunque tal vez más urgente.
NOTAS:
(1) Holloway, John. Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy. LOM Ediciones, Santiago de Chile (2011:15).
(2) Holloway (2011:14).
(3) Ídem, 30.
(4) Ibídem.
(5) Ib ibídem.
(6) Ídem, 244.
(7) Ídem, 245.
(8) Al respecto, cfr. intervención de Carlos Ruiz, dirigente nacional de la Surda, en seminario del Instituto Paulo Freire en 2001. Revista Surda, marzo-abril 2001 (28: 23-30).
* Para seguir parte del debate generado por este libro se puede visitar http://www.herramienta.com.ar/debate-sobre-cambiar-el-mundo/presentacion-e-indice-de-articulos