Carcajada: Migraciones - Carcaj.cl
31 de enero 2017

Carcajada: Migraciones

Carcaj

“Un estado de carcajada desatada, es la respuesta adecuada a las graves ‘cuestiones’ que se complace en agitar la actualidad. Para comenzar por la más manida: no existe la “cuestión de la inmigración”. ¿Quién todavía crece donde ha nacido? ¿Quién vive donde ha crecido? ¿Quién trabaja donde vive? ¿Quién vive allí donde viven sus ancestros?”

Comité Invisible, La insurrección que viene

Migraciones. No una, sino muchas. No LA migración, sino LAS migraciones, múltiples y diversas. Porque hemos escuchado tanto hablar sobre “el problema” de la migración, como si fuese una “cuestión” que hay resolver, que ya no podemos sino romper a carcajadas cada vez que vuelve a imponerse el lenguaje Estado-Nación, que sólo sabe preguntar: ¿de dónde vienes?, ¿por qué razón te fuiste?, ¿a qué vienes?, ¿qué estudios tienes?
Las carcajadas estallan, se multiplican, van y vienen por todas partes, migran como las aves o las semillas, siguiendo rutas imaginarias e incalculables, y vuelven a surgir cada vez que se invoca la ficción del inmigrante, ya sea policialmente, para denunciar a un enemigo que no existe, jurídicamente, para diferenciarlo del “refugiado”, o culturalmente, para distinguirlo del “extranjero”, porque, como bien sabemos, en Chile inmigrante significa algo muy distinto que extranjero.


El concepto de inmigrante no cesa de remitir a condiciones particulares, a determinadas lenguas, rasgos, colores, cuerpos y pieles, que en conjunto configuran una imagen exótica que despierta tanto el rechazo como el deseo entre los chilenos. Y todo lo que escapa a esa representación puede ser considerado extranjero, y por tanto todavía puede ser tratado como un “amigo”, porque como dice esa horrorosa canción: “Y verás como quieren en Chile al amigo cuando es forastero”.


Por eso, la migración es sobre todo un asunto policial para el Estado, que despliega diversos mecanismos para seleccionar y perseguir a quienes ingresan en su territorio. Pero la policía tiene también el poder de dibujar el perfil de la amenaza que hay que reducir, y que ahora corresponde al inmigrante-delincuente. Todo inmigrante de piel oscura, de esta manera, se transforma en un criminal y subversivo en potencia.


Que el racismo es un rasgo constitutivo de la historia de este país es una cuestión más que sabida. Sin embargo, Chile se empeña en querer disimular su racismo, ocultando su propia historia esclavista, por más que sepamos que los primeros esclavos llegaron con Diego de Almagro y Pedro de Vadivia; que el ejercito libertador de San Martín tenía batallones formados sólo por negros; que la esclavitud duró cerca de 3 siglos, y que luego de su abolición los esclavos negros y mestizos pasaron a convertirse en mano de obra barata, tal como ha seguido siendo hasta hoy en día; que la cueca, nuestro “baile nacional”, viene tanto de la música popular andaluza como de la zamacueca, en un intento de los esclavos africanos por bailar los bailes españoles, ante la prohibición de bailar al ritmo de su propia música.


Tal vez el inmigrante incomoda al chileno al recordarle su pasado esclavista, pero también al evocar su propio origen mestizo, porque todos somos hijos de migraciones, guerras, exilios, catástrofes y desplazamientos masivos. Eso que Freud llamó “el narcisismo de las pequeñas diferencias”, esa “obsesión por diferenciarse de aquello que resulta más familiar y parecido” toma aquí la forma del odio por el negro y el indígena que nos constituyen, y se une al deseo histórico de ser blancos-europeos.
Y sin embargo, habitamos una tierra que no nos pertenece, una tierra de nadie o una tierra de pocos, donde nos sentimos profundamente extranjeros, por haber sido sistemáticamente arrancados de cualquier pertenencia verdadera.


Sin otra herencia que la deuda generalizada, y obligado a vivir en un estado de desposesión total, de exilio permanente, donde sólo puede ser espectador de su propio acabamiento, el chileno tiene que rayar en los muros “fuera inmigrantes” para sentirse un poco más chileno, para no sentirse extranjero en su país, cuando el migrante amenaza con entrar en su propia casa y volverla ajena. Luego tiene que venir alguien más a reemplazar “inmigrantes” por “ignorantes” para volver a reclamar nuestra historia-mestiza, e invocar así el conjunto de las migraciones que nos recorren.


Los migrantes se desplazan, y su desplazamiento suele ser forzado. Eso es algo que solemos olvidar. El viaje del migrante es forzoso; está obligado a irse. Y a veces el migrante tiene que hacerse nómade justamente para no irse, y conseguir ocupar así un territorio que se vuelve inhabitable para él. Por eso el migrante vacila constantemente entre el inmigrante –el que llegó- y el emigrante –el que se fue-. Entre esos dos desplazamientos el migrante no se sabe si está llegando o se está yendo; habita en la impermanencia, está en tránsito, en medio de un proceso migratorio. Tal es su condición intempestiva. Tal es su potencia.


¿Pero no es la impermanencia propia del migrante la huella de una condición más general que también nos afecta a nosotros, supuestos residentes? ¿No debiéramos acaso leer en la figura del migrante la reducción a la que sobre toda tierra hemos sido sometidos; la inminencia de un desarraigo al que todos nos vemos abalanzados? ¿No es la migración la huella de una naturaleza en movimiento que, junto al de plantas y animales, marca el ritmo de nuestro habitar? Porque lo cierto es que viajamos, que nos desplazamos, así como siempre lo hemos hecho; viajamos en manadas, en bandadas, cardúmenes o enjambres. Y la historia de nuestros desplazamientos es la de los pueblos que se movilizan, la historia del habitar y poblar colectivamente esta tierra.

Enero 2017

Revista de arte, literatura y política.

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