Chilenos en la calle: coyuntura de movimientos sociales y crisis de ligitimidad
En las últimas semanas, se suceden las demandas a la autoridad política para que autorice la realización de manifestaciones públicas por el centro de Santiago y algunas capitales de provincias. Primero, fueron las marchas de rechazo al proyecto de HidroAysen (unas espontáneas, otras más organizadas, en mayo y junio), y luego las marchas estudiantiles (entre 12 de mayo y 16 fines de junio, ya van tres marchas y se anuncia una más para esta semana). Lo sorprendente de estas movilizaciones es que han llevado a muchas personas a sumarse a la expresión pública del descontento. Las marchas en contra de HydroAysen llegaron a convocar a 50 mil personas y la primera marcha estudiantil sumó a 20 mil mientras que sobre la última se discute si fueron 100 mil o más. Sorprendente: ¡los chilenos vuelven a la calle!
En realidad, la sorpresa es doble, por una parte, hacía mucho tiempo que no se veían en Santiago de Chile, manifestaciones de esta magnitud (distinto era en los años sesenta, que nos acostumbramos a marchas de 200 mil, 500 mil y hasta un millón de personas); por otra parte, muchos sostienen que en estas marchas se está expresando no solo el descontento, sino la pérdida de credibilidad en el actual gobierno (de hecho, las encuestas refuerzan este último argumento, la popularidad del presidente cae especialmente porque la gente cada día cree menos en sus dichos).
a) Desde la teoría de los movimientos sociales, aparentemente no es tan sorpresiva la emergencia pública de los movimientos sociales, ya que estos, podríamos afirmar, tienen su propia temporalidad, que no es la misma que la de la actividad política. Mientras esta última esta regulada por las coyunturas electorales o ciertos ritos institucionales, la temporalidad de los movimientos sociales se relaciona más bien con el carácter y la naturaleza de sus demandas. Por ejemplo, los estudiantes se manifestaron el 2000 en el denominado “mochilazo”; en el 2006, en la “revolución pingüina”; y, hoy en 2011, por la defensa de la “educación pública”. En las tres coyunturas, bajo distintos gobiernos, hay demandas que evolucionan o se reiteran de nuevas maneras. Pero, se trata del mismo movimiento, que se desenvuelve o desarrolla, en su propia temporalidad.
b) Desde la teoría política, la cuestión de la credibilidad en el gobierno y más ampliamente en el sistema político, es más complejo, ya que nos introduce necesariamente en la cuestión de legitimidad. ¿Cuál es la legitimidad del sistema político chileno, que surge de una Constitución heredada de la dictadura y débilmente modificada en el contexto de una transición pactada en las alturas?, ¿qué legitimidad puede tener el sistema binominal que solo hace posible la expresión de grandes bloques políticos y niega la posibilidad de expresión de las minorías en el sistema político? Y finalmente, ¿en qué medida pueden gozar de prestigio los políticos chilenos que han constituido su acción en un asunto mediático y retórico separado de las dificultades de la vida de la gente común?
Pues bien, en la actual coyuntura, pareciera que ambos problemas se acercan y superponen: los movimientos sociales adquieren nuevos desarrollos y mayor visibilidad y paralelamente el sistema político, alejado y sordo de la vida de los ciudadanos, pierde legitimidad, y es entonces progresivamente horadado por el “sentir ciudadano”.
Estamos, al menos inicialmente, en medio de una coyuntura particular, que hace visible el doble fenómeno: En primer lugar, la revalorización de la acción colectiva de los ciudadanos o de grupos sociales en temas con ya cierta antigüedad (la educación, al menos desde los años 80) y otros más nuevos (la ecología, al menos desde los 90). Podríamos agregar las demandas de los mapuches, que tienen la dificultad que no alcanzan expresión pública de grupos organizados en Santiago, pero ahí están persistentemente desde el inicio de la Transición, cuando más de alguien pensaba o sostenía que el fin de la historia era también el fin de los movimientos sociales.
En segundo lugar, la crisis de “la política” en sus formas institucionales actuales, se manifiesta como “crisis de credibilidad” en el gobierno y el actual presidente, pero hay que admitir también que es refractaria de una crisis anterior, la de la Concertación, que no solo pierde la elección presidencial, sino que no logra remontar el desanimo de los ciudadanos con relación a sus propuestas y sus liderazgos (ni siquiera alcanza, en la actualidad, para ser una oposición efectiva en medio del desastre del gobierno).
¿Que se vayan todos?
Lamentablemente no somos “argentinos” para salir a las calles y gritar “que se vayan todos” como lo hicieron nuestros hermanos trasandinos en el año 2001; tampoco somos egipcios para instalarnos en la plaza hasta hacer caer al gobierno, como aconteció en el verano pasado. ¡No!, y no hay que exagerar con la coyuntura, pero además, hay que admitir que “somos chilenos”. ¿Qué puede significar esta última afirmación? A falta de una buena sociología histórica –de la que somos deficitarios– solo se pueden formular hipótesis. Algunas de ellas podrían ser las siguientes: a) En Chile, la “acción colectiva”, pero más precisamente, la expresión pública del descontento se produce cuando se ha acumulado suficiente desencanto o frustración (dicho en chileno, cuando el agua nos comienza a llegar al cuello); b) Los movimientos sociales (movimiento obrero, campesino, pobladores, mujeres, etc.) se han desplegado en los tiempos largos de la historia, en ciclos de movilización, dependiendo de sus propias fuerzas (capacidades asociativas) y de la “oportunidades políticas” que se les presentan (mayor porosidad del Estado, espacios de participación, aliados, declinación o moderación de la represión etc.); c) El sistema político, como expresión de una forma constitucional, habitualmente se impone a la sociedad –Constituciones de 1833, de 1925 y 1980– de tal manera que la historia política que sigue a la imposición de la Carta Fundamental es el tiempo de sus sucesivas reformas, para ajustar las relaciones de poder en la elite (siglo XIX); para asegurar un mínimo de responsabilidad económica y social del Estado (desarrollismo y procesos de democratización, entre 1930 y 1973); para asegurar la “gobernabilidad post-dictatorial” (transición y “democracia de los acuerdos” entre los bloques en el poder).
Pero, en cada etapa de “reformas a la Constitución” concurren diversos actores sociales y políticos, con variadas direcciones y efectos: 1) las disputas en la elite para ajustar sus propias relaciones de poder; 2) la convocatoria al pueblo para dirimir algunos de los conflictos que dividen a la elite; 3) la autonomización de lo popular o la sociedad civil, habida cuenta de su propia historicidad (los movimientos sociales), que pueden desembocar en represión, cooptación, reformismo atenuado o, en plazos largos, crisis de legitimidad; 4) nuevos ciclos de gobernabilidad con baja legitimidad; 5) crisis global del sistema, que impone una nueva coyuntura constitucional.
Me parece que la actual crisis de credibilidad (y legitimidad) de la política chilena y el mayor protagonismo de los movimientos sociales pueden inscribirse en la alternativa 3, de autonomización de la sociedad civil, pero no sabemos de su eventual curso. Puede resolverse con un endurecimiento de la gestión estatal (nuevas formas de represión); juegos de cooptación, pero también, con más tiempo de maduración, devenir en “crisis política” que implique reformas mayores a la constitución, recolocando la cuestión de la “soberanía” como salida democrática a la crisis (puede tratarse, en este caso desde el fin del sistema binominal hasta el retorno de la “responsabilidad” del Estado en los asuntos económicos y sociales, como a salud, la educación, la inversión productiva, etc.).
La cuestión es, sin embargo, si estamos preparados para la democracia, concebida como “proceso histórico de creciente democratización de la vida social” que hace posible: a) el reconocimiento de las diferencias, pero sobre todo del “conflicto” como un componente inherente a la vida social y a la política (sin conflicto, no hay política, hay gobernabilidad); b) la legitimidad de una diversidad de actores –no solo los partidos, sino que sobre todo los actores sociales- que tienen derecho a participar e influir en el campo de “lo público”, es decir, de lo político; c) que las disputas por el poder no suponen la “eliminación” o el “exterminio” del otro, es decir, que los DDHH representan un aprendizaje y un fundamento para la acción política; d) que los derechos políticos y civiles son inviables sin derechos económicos y sociales (en Chile y América Latina, ello implica necesariamente enfrentar las enormes desigualdades) .
Santiago, 20 de junio de 2011.