(...) como hermanos huérfanos, abandonados al oleaje de la vida - Carcaj.cl

Foto: Lee Busel

25 de noviembre 2019

(…) como hermanos huérfanos, abandonados al oleaje de la vida

Erika Natalia Molina García

Reguero de ideas sobre el fin de año 2019 en Chile.

maremoto

por alguna razón que no entendemos

–la razón es corta–

esa magnífica producción

deslizada y publicitada en la cresta de la ola

en trajes de marca siempre a la medida

en uno de sus tantos vaivenes

se balsea a pique

Elvira Hernández, Un fantasma recorre el mundo, p.9[1]

Distante, es difícil pensar. El silencio, la pausa, son condiciones del pensamiento, pero lejos, muy de lejos, es difícil pensar. El solo gesto de pensar parece redoblar el insulto de esta lejanía, de este permanecer lejos, ahora, precisamente ahora, ahora que ocurre. Que ocurre… ¿qué, au juste? Que ocurre la magnitud de los acontecimientos, las vidas perdidas o para siempre modificadas.

Mi madre me dice que ‘me aterrice’, me envía videos para ese efecto: los golpes, los disparos, las reacciones completamente desproporcionadas e injustificadas de personas armadas, blindadas, protegidas hasta los ojos, de tanques y leyes especiales, de una moral paralela que parece ignorar que es frágil, que parece no saber que es un invento, y que esas personas pueden también despertar del sonambulismo institucional, de esa subordinación, de esa deshumanización. Las imágenes que conocemos tan bien vuelven, ese verde fango, esos ojos vacíos, esas sonrisas sádicas, esas amenazas y esa violencia, esa indolencia que horroriza tanto, que no entendemos y que parecen imposibles, irreproducibles, ahí están otra vez. Son de nuevo jóvenes, de nuevo entrenados no para proteger, ni para organizar, ni mucho menos para calmar ni harmonizar, sino que para aterrorizar y destruir, todo lo que se pueda lo más rápido que se pueda: normalización por traumatismo y eliminación.

Y junto con ello también la belleza: el movimiento, los cantos, las sonrisas sinceras de complicidad, entre desconocidos reencontrados como si fuesen de una misma familia en esos marchar juntos, exigir y esperar juntos las cosas más simples, salud, aire, libertad, dignidad, respeto.

Incluso si Chile nos ha dado la oportunidad a todos de vivir estos movimientos en persona, de vivir nuestras revoluciones en casa, e incluso si este tipo de acontecimientos, tanto en lo positivo como en lo negativo, tanto en el soñar juntos como en la represión, en realidad nunca han cesado de ser, a pesar de todo ello, en este momento algo ocurre, algo distinto, algo que con toda certeza rechaza y rechazará los métodos de disipación habituales.

Desde lejos, pensar esta novedad se vive como un torbellino en el que la idea salvaje, la ilusión improbable del cambio definitivo, del replanteo total y consciente de nuestros modos de vida en la perspectiva de un vivir-juntos justo, empático y pacífico, no cesa de imponerse como un maremoto. Los ¿desde dónde? y ¿hacia dónde?, los ¿por qué? y ¿para qué?, la comprensión y la planificación parecen infinitos y un tanto absurdos, impuestos frente a este mar de gente.

Las imágenes acuáticas no dejan de venir y confundir lo bueno y lo malo, lo añorado y el horror, los chorros tóxicos lanzados al rostro por los camiones policiales, los ríos vaciados del vital elemento vendido, el Pacífico, el agua que aclara la garganta, que calma la sed, que lava la sangre.

Establezcamos un orden, aunque sea precario, gracias a dos motivos a doble cara:

Bifaz 1: la unidad.

“Es como si considerárais ya una gran suerte el que os dejen tan sólo la mitad de vuestros bienes, de vuestras familias y de vuestras vidas. Y tanto desastre, tanta desgracia, tanta ruina no proviene de muchos enemigos, sino de un único enemigo, aquel a quien vosotros mismos habéis convertido en lo que es (…) No obstante, ese amo no tiene más que dos ojos, dos manos, un cuerpo, nada que no tenga el último de los hombres que habitan el infinito número de nuestras ciudades. De lo único que dispone además de los otros seres humanos es de un corazón desleal y de los medios que vosotros mismos le brindáis para destruiros. ¿De dónde ha sacado tantos ojos para espiaros si no es de vosotros mismos? (…) ¿Qué mal podría causaros si no contara con vuestro acuerdo? (…) Sembráis vuestros campos para que él los arrase (…), alimentáis a vuestros hijos para que él los convierta en soldados (y aún deberán alegrarse de ello) destinados a la carnicería de la guerra, o bien para convertirlos en ministros de su codicia o en ejecutores de sus venganzas. Os matáis de fatiga para que él pueda remilgarse en sus riquezas y arrellanarse en sus sucios y viles placeres. Os debilitáis para que él sea más fuerte y más duro, así como para que os mantenga a raya más fácilmente. Podríais liberaros de semejantes humillaciones –que ni los animales soportarían– sin siquiera intentar hacerlo, únicamente queriendo hacerlo. Decidíos, pues, a dejar de servir, y seréis hombres libres. No pretendo que os enfrentéis a él, o que lo tambaleéis, sino simplemente que dejéis de sostenerlo. Entonces veréis cómo, cual un gran coloso privado de la base que lo sostiene, se desplomará y se romperá por sí solo.[2]

Sin proyecto las luchas se juntaron. No hizo falta una decisión premeditada por parte de las organizaciones políticas o sociales tradicionales, establecidas, para que poco a poco, y luego de golpe, la invitación a la evasión del pago del billete de metro terminara por constituir las más importantes marchas de los últimos tiempos. Importantes, me parece, no sólo en su magnitud, sino que en la multiplicidad de sus afluentes. Están todos en las calles: las mujeres, los niños, los jubilados, los enfermos, las minorías de todas clases, los trabajadores, los jóvenes que rechazan ser soldados.

Entre los debates acerca de la naturaleza o la esencia de estos movimientos, si se trata de una razón política que se despliega o de un océano de pulsiones que estalla, quisiéramos simplemente subrayar y alentar en esta primera parte un gesto: esa decisión que cada uno tomó y toma al salir a manifestar pacíficamente la voluntad de cese. Ese no más.

Atrás quedó el tiempo del doloroso ¿hasta cuándo? de Estela Ortiz.

De rehenes silenciados y sobrevivientes suplicando respuestas nacieron generaciones pacíficas de una paz que nada tiene que ver con un acuerdo.

Y digo pacíficas no porque pretenda profundizar la grieta calumniosa entre manifestantes más o menos violentos. Digo pacíficamente no solo porque considere que la paz -idea añeja quizás, y surgida de proyectos teológico-políticos cosmopolitas que poca consciencia tienen de la miseria en silencio vivida, de la necesidad del exabrupto y del conflicto- sea todavía relevante. Hablo de paz sobre todo porque esa decisión, ese gesto es ante todo una suspensión, una pausa: No pretendo que os enfrentéis a él (…) sino simplemente que dejéis de sostenerlo.

Evasión, dejar, pausa, cese, paz.

Inversamente a lo que ocurre en una reacción en cadena, donde a partir de una sola acción, una serie de ramificaciones se libera, dando paso a un enjambre teóricamente infinito de reacciones, de reacciones de reacciones que sin control se multiplican, el llamado a la evasión, a la suspensión, al cese de la acción, interrumpe el crecimiento de la cadena, devolviéndola a lo que es: un conjunto discreto de acciones y reacciones sostenidas en su interdependencia, unas por otras.

Si la imagen de la reacción en cadena enfatiza sobre todo el avance unidireccional, la horizontalidad, la velocidad y la inevitabilidad del tiempo, la interrupción, la ruptura de la cadena la devuelve a su verticalidad y la hace caer de todo su peso.

Quizás si una sola acción cesa la interrupción a la cadena no sea significativa.

Mera necrosis parcial.

El número, o más bien la proporción de interrupciones, de inacciones, cuántos, cuánto dejamos de pagar, cuántos salimos a marchar, cuántos días, cuántos meses, cuántas décadas de resistencia relativa, mínima, en la medida de lo posible, en la medida en que no tenemos hijos todavía o que la memoria no nos falla, y luego vuelve, o que no tenemos demasiadas deudas, etc. Estos números en todo caso, respecto de las reacciones totales que constituyen la cadena, entonces, cuentan.

Cuenta también su localización probablemente, en el caso de que la cadena sea como un cuerpo, organizado, donde vale más parar, interrumpir ahí donde su vida se activa o se reproduce, la bolsa de valores, la escuela.

Eventualmente, sin embargo, la invitación a evadir, a cesar, y nuestra decisión, nuestra respuesta positiva, nuestra voluntad de suspender la acción y resistir a los muchos mecanismos que nos implican, que nos obligan a participar de una cadena de reacciones que acaba por constituir un cierto modelo, aparentemente inacabable, rápido e inagotable de sociedad, eventualmente, tendrán resultado: Entonces veréis cómo, cual un gran coloso privado de la base que lo sostiene, se desplomará y se romperá por sí solo.

Interrumpir la reacción en cadena del modelo económico, político y social, perforar en ese milimétrico espacio que es el de nuestra acción la unidad sólida del cuerpo aberrante que se sostiene de nuestros pies, se alimenta de nuestras manos, y de las manos de nuestras madres y abuelas antes de las nuestras, nos deja una enseñanza, una herramienta, un motivo a doble cara, peligroso, difícil, pero necesario y revelador, quizás incluso crucial, para el futuro que intentamos pensar: la unidad misma y la importancia de que, a pesar del regocijo del pueblo unido, nunca construyamos de nuevo un cuerpo tan uno, tan pesado, tan cerrado, tan infinitamente tramposo en su solidez y su estabilidad, que sofoque la vida como éste lo ha hecho.

Bifaz 2: la empatía.

Cuando los demás son testigos del testimonio de un delito, comparten la responsabilidad de restaurar la justicia.[3]

La responsabilidad viene de la respuesta, de la escena de encuentro que es la respuesta: doy cuenta de mis acciones y alguien me escucha, atiende mi narración, o bien alguien me interroga, me reclama explicaciones. Más allá o antes de las interpretaciones sobre la naturaleza humana, somos responsables porque estamos constantemente inmersos en estas escenas, respondiendo, explicando, si no ante otro, ante la alteridad o alteridades imaginarias en nosotros mismos, que nos preparan como en sueños para saber cómo enfrentar ciertas circunstancias. ¿Qué haríamos? ¿qué hacemos? Existo, luego respondo, por otros, por mí, por nuestros actos.

La responsabilidad sobrepasa sin embargo la idea de respuesta en su carácter de compromiso, de un compromiso más allá de lo voluntario, la condición inalienable de nuestra existencia moral. Pues incluso si elijo no responder, no explicar mis actos, no asumir sus consecuencias, soy responsable, más allá de mi decisión. No necesariamente o no únicamente porque existe un sistema exterior a mí que me enjuicia y que me hace, que me vuelve responsable (un sistema de valores, una comunidad, un sistema jurídico, etc.), sino que simplemente porque he cometido, he actuado, he hecho: he estado al origen de una acción o una omisión que no habría existido sin mí, y de sus consecuencias. O bien, como en el caso de la cita con la que comenzamos esta parte: he visto, he escuchado, he sido testigo. Luego, soy responsable de mis acciones en cuanto ellas ignoren o asuman mi haber presenciado, y busquen, no necesariamente reestablecer una justicia jurídica o de otro tipo, sino que al menos busquen parar, hacer cesar el daño de cuya narración he sido testigo.  

No obstante, esta noción de responsabilidad y otras, que tenemos la convicción de que existe para muchos, en muchas circunstancias, incluso en las más difíciles, que creemos que puede volverse un virtuoso hábito que contraintuitivamente haría la vida más ligera de lo que es, y que nos gustaría por un milagroso descubrimiento científico, fisiológico o histórico, encontrar como una constante o al menos un fenómeno frecuente, esta responsabilidad parece más bien un ideal bastante utopista.

Hoy lo que hemos observado, al contrario, es la repetición de la historia, de esa suerte de alienación institucional tan conocida, donde lo mucho o poco que las personas hayan podido desarrollar de ética a lo largo de sus vidas desaparece en un segundo, en pos del cumplimiento de un rol, político, policial, militar, administrativo, industrial o comercial. Misera sociedad nuestra, donde todos los roles repartidos contienen la impronta de la guerra y el empobrecimiento de la vida.

¿Cuántos de esos policías que envían los balines al cuerpo o al rostro, cuántos de esos que dicen corre o te mato, corre o te disparo, son realmente sádicos torturadores y asesinos más allá del tiempo en que llevan uniforme? Probablemente muy pocos.

Debatir sobre la transformación de nuestra vida en común debe ir mucho más allá de cuándo, cómo y hasta dónde son transformadas las instituciones legales existentes, o cuándo y cómo son ellas derogadas, anuladas o remplazadas. Los movimientos sociales en Chile han propagado la importancia y la amplitud de este debate desde hace años, desde hace décadas, y podríamos decir incluso más de un siglo.

No podemos aquí sino recordar y subrayar la necesidad de transformar la totalidad de nuestras instituciones en sus bases, sus fundamentos e instancias reproductivas (la familia, la escuela).

Si bien los aparentes avances legislativos que han tenido lugar estas últimas semanas son resultado de grandes esfuerzos, de muertos, heridos y movilizaciones duramente combatidas, no hay que olvidar que mientras las narraciones fundacionales de nuestro pacto social no sean expuestas, explicitadas, explicadas clara y masivamente, y mientras no discutamos sobre narraciones alternativas, sobre los posibles fundamentos sociales mínimos que podríamos llegar a darnos de manera consensuada, esos avances aparentes, tarde o temprano, ya ni siquiera serán tales. Cuando la base del pacto social es el miedo y el mito de la violencia de los individuos entre ellos en ausencia de un principio regente, del Estado u otro soberano regulador, esta entidad soberana no necesita verdaderamente otra legitimación más allá del mito. Incluso si parece que lo que se está logrando actualmente es una legitimación democrática para un texto constituyente u otras instancias de la institucionalidad legal, esta apariencia, más fundada en la importancia comercial de simular un país en calma que con otra cosa, puede con toda facilidad difuminarse como el espejismo que es, pues a un Estado fundado sobre el mito de la violencia de todos contra todos, siempre le bastará provocar algo que parezca ser esa violencia, falsificarla, darnos la impresión de que existe.

Pareciera incluso que es aquello lo que se pretende (y en todo caso lo que se logra) cuando durante años las diferentes instancias armadas son entrenadas para traumatizar y matar, en lugar de para contener conflictos y perseguir delitos. Pues a pesar de que son fuerzas del Estado y que los delitos que ellos cometen son por ello no comunes, sino que violaciones a los derechos humanos, sabemos que cada uno de esos efectivos son también civiles, personas corrientes, cuyos ojos vemos detrás de sus antiparras. En cada violación a los derechos humanos cometida por agentes del Estado es imposible abstraerse absolutamente al hecho de que son también personas, semejantes. De ahí que, como consecuencia colateral, subrepticiamente, el mito de la violencia de todos contra todos, y la necesidad de un Estado controlador totalizante, se vea reforzado. En consecuencia, al daño físico que una agresión policial deja, no hay sólo que agregar el daño moral y psicológico del hecho que la agresión suceda en tal desigualdad y desproporción, realizada por agentes del Estado cuyo sentido de existencia debiese ser precisamente el de proteger y resguardar la seguridad de las personas, sino que también un daño que podríamos llamar simbólico, ideológico, cuyos efectos se perpetúan mucho más allá del individuo afectado.

Además de las medidas concretas que desde ya todos adoptamos o podemos adoptar para educar y educarnos en la responsabilidad ética, y de la divulgación de la necesidad de educar todas las instancias institucionales existentes y por existir en esa responsabilidad, los mitos fundacionales deben ser destruidos, quizás ni siquiera reemplazados, pero al menos desmantelados.

Si pudiéramos permitirnos pensar, si no en un remplazo del mito de la violencia de todos contra todos, al menos en una narración alternativa sobre los posibles fundamentos sociales mínimos a darnos, valdría la pena pensar en esta responsabilidad, en la posibilidad de que de algún modo todos fuéramos capaces de adquirir o mejorar esta consciencia de nuestra interdependencia y de nuestro rol, no en las mortíferas instituciones, sino que en la vida de los otros. Una noción parece clave en esta reflexión: la empatía. Lejos de la compasión egoístamente gratificante y de la simpatía tan superficialmente implicada en los estados de ánimo cambiantes de los otros, la empatía parece ser una capacidad innata de comprensión de los demás, un real atributo de nuestra aparentemente tan defectuosa constitución humana. Sin embargo, ni siquiera entonces la sospecha nos abandona, y la empatía misma parece tener una doble cara:

“La suposición de que la empatía debe estar dirigida hacia los que la merecen moralmente, que es necesariamente transformadora y que esta transformación es benéfica tanto para el individuo como para la sociedad en su conjunto, está claramente enraizada en las ideas y teorías estéticas del siglo XVIII. El término estético alemán Einfühlung (literalmente sentimiento dentro) fue utilizado por Robert Vischer (1873) y luego promovido por Theodor Lipps para describir una respuesta al arte que investía los objetos de sentimientos humanos, dándoles vida. En esta etapa del concepto, Einfühlung era sobre todo una proyección de los sentimientos de las personas sobre otra persona o sobre una cosa. Por el contrario, en la sociedad capitalista actual, la empatía se percibe como una habilidad para leer con precisión los sentimientos de alguien más y poder sentirlos genuinamente. Esto se considera parte de la tan importante inteligencia emocional, calificación clave en la industria moderna de servicios, fomentada y alentada, entre otras cosas, para mejorar la eficiencia económica de las personas.[4]

¿Cómo pensar la responsabilidad si la empatía misma aparece también bajo esta luz, la misma luz nauseabunda que ilumina la noción de paz en la idea de pacificación y tantas otras, que pudiendo nombrar un elemento de lo que esperamos lograr, acaba por revelarse completamente absorbible, recuperable y fácilmente al servicio de lo que queremos parar?

¿Cómo pensar la responsabilidad si la indiferencia parece ser el contexto cotidiano de nuestra existencia?

Los abusos, las torturas, más o menos evidentes, más o menos soportables, más o menos intensificadas, más o menos sistemáticas, extendidas, conscientemente decididas, los actos de crueldad, incluso los más graves, nunca dejan de existir para ciertos individuos en toda sociedad. Individuos de ciertos estratos sociales en un país desigual y clasista, de ciertas identidades de género en una sociedad machista y sexista, de ciertas minorías indígenas en un contexto racista. Nuestras diversas sociedades mezclan en relativamente diversas proporciones estas violencias, pero siempre todas están presentes.

El día a día, la vida misma, pareciera obligarnos, o al menos permitirnos continuar el ritmo diario sin reparar en esos actos ni en el dolor de sus víctimas, incluso cuando esas víctimas somos nosotros mismos.

Hay que vivir: paradojalmente, ese parece ser el motor tanto de la mayor indiferencia y de la mayor quietud, como del movimiento social, cuando los ciudadanos son privados de las condiciones mínimas de vida[5].

Sin respuestas, que un poema nos permita, como empezamos, terminar este escrito inacabado:

gente sin situación

¿conocen el principio ultrafísico

todo se paga en la vida?

contables de punta a rabo

sin cicatrización

inextinguibles

un signo de caín

un karma sin redención

salvavidas agujereados

perdonazo inalcanzable

la escoba sobre la escoria

la ollada del desperdicio

llega a interpretación de mercado

la oferta de caminos es más que un sembradío de espinas

territorio fértil en gases disuasivos y

vallas papales[6]



[1] Disponible en http://cuadrodetiza.cl/wp-content/uploads/2017/11/elvira-herna%CC%81ndez-un-fantasma-recorre-el-mundo.pdf

[2] Etienne de La Boétie. El discurso de la servidumbre voluntaria. La Plata: Terramar, Buenos Aires, 2008, pp.49-50.

[3] Judith Lewis Herman Trauma and Recovery: The Aftermath of Violence — from Domestic Abuse to Political Terror, Judith Lewis Herman. New York: Basic Books, 2015, p.210. When others bear witness to the testimony of a crime, others share the responsibility for restoring justice.

[4] Silke Arnold-de Simine. Mediating Memory in the Museum: Trauma, Empathy, Nostalgia. Londres: Palgrave Macmillan Memory Studies, 2013, p.45. The assumption that empathy must be directed towards the morally deserving, that it is necessarily transformative and that this transformation is beneficial to the individual as well as society as a whole is clearly rooted in eighteenth-century ideas and aesthetic theories. The German aesthetic term ‘Einfühlung’ (literally ‘feeling into’) was used by Robert Vischer (1873) and later promoted by Theodor Lipps to describe a response to art which invested objects with human feelings, bringing them to life. At this stage ‘Einfühlung’ was more a projection of people’s own feelings onto somebody or something else. In contrast, in late capitalist society empathy is perceived as a skill of reading somebody else’s feelings accurately and being able to genuinely feel for them. This is considered part of the all-important emotional intelligence which is a key qualification in the modern service industry, fostered and encouraged not least to enhance people’s economic efficiency.

[5] y no hablamos ni siquiera de vida digna o de un estándar de vida particular, sino que simplemente del hecho de vivir, de sobrevivir, de poder nutrirse adecuadamente, de no morir en las listas de espera por la atención en el sistema de salud pública, de no morir por una enfermedad a causa del agua, el aire o la tierra contaminados por las industrias, por un “accidente” o por la explotación extrema en el trabajo.

[6] Elvira Hernández, Un fantasma recorre el mundo, Ed. Cit. p.13.

Doctora en Filosofía de la Universidad de Toulouse II Jean-Jaurès y de la Universidad Carolina de Praga. Profesora del curso Análisis de regímenes de textualidad: filosofía y documentación, grupo 3 Filosofía y Religión, en la Universidad de Toulouse II. Contacto: aruthmos@gmail.com

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