Foto: Nicolás Slachevsky
Con ocasión de una mesa
Observo la mesa desde la silla en la cabecera. Hubo una ocasión en la que tomando once mi sobrino preguntó por qué se llama mesa la mesa. El debate no fue demasiado largo, finalmente ante el desconocimiento, la respuesta fue: porque se llama así desde siempre. Lo cierto es que ese “desde siempre” es más una respuesta por convención que una certeza. Tan convención como lo es el nombre mismo de la mesa, que se llama table en ingles; tavolina en albanés; tavolo en sueco y maca en búlgaro. Las opciones son tantas como idiomas y comunidades existan, pero la mesa bien podría llamarse gato, camión, guitarra o silla. Todo se trata de convenciones, en algún momento de la Historia, con mayúscula, nos pusimos de acuerdo para nombrar a las cosas. Tal como lo hizo José Arcadio en Macondo, debimos nombrarlas para poder señalarlas ¿Cómo podríamos haber invitado a alguien a compartir nuestra mesa sin tener un nombre con el que designar aquel objeto de madera con una gran superficie lisa sobre cuatro patas igualmente de madera en dónde poner platos, vasos, cartas, piernas y comida? (hoy los materiales pueden variar desde la madera al metal, pasando por el vidrio).
Lo que resulta curioso, es que no existe ninguna relación explicita ni tácita entre el objeto mesa y las formas de llamarla, lo cual habla de nuestra inefable condición creativa. Como evento histórico único nos hemos puesto de acuerdo unánimemente para ponerle nombre a un objeto utilitario. Un espíritu de acuerdos que bien habría solucionado varias guerras, si la necesidad de no asesinarnos hubiera sido tan poderosa como la de nombrar a los objetos con facilidad y de común acuerdo.
Aun con todo lo anterior, no sería ningún crimen que un día cualquiera y sin mayor preámbulo invitemos a nuestros a amigos un domingo a la hora de almuerzo a pasar al gato a compartir la comida, haríamos luego un sobregato, en donde hablaríamos, después de varias copas de vino, sobre como evitar las guerras mundiales o de los diplomados que ofrecen las universidades nacionales hoy en día. Alguien diría como anécdota que ha visto algunos tan peculiares como Diplomado en Escritura Creativa, la mesa entera reiría pensando en qué tipo de personas podría tomar un curso así. Lo cierto es que nadie tendría un buen argumento para impedirnos llamar gato a la mesa o mesa al gato. Esto último nos daría frases tan notables como “la mesa se orinó en mi cama” o “es agosto la mesa está en celo”.
Finalmente, la respuesta que debió recibir mi sobrino en esa ocasión era que la mesa se llama mesa por que José Arcadio nos enseñó que hay que nombrar las cosas para poder señalarlas y porque las guerras mundiales son inevitables y podemos vivir con ellas, pero con cosas sin nombre no.