Foto: Martín Bonnefoy V. (@mbonnef)
Contra la estampida
Tenía cáncer, lo sabía hacía una semana.
No era que se diera por vencida, pero quería hacer una pausa, darse permiso para no ser racional, hacer justo lo que no debía.
Había puesto en la maleta ropa, que quizás después de ese viaje, no usaría más, era su viaje al fin del mundo, el de su propio mundo.
En el taxi leyó al descuido la portada del diario que insinuaba la proximidad de la pandemia.
Lo dejó y fijó su atención en la calle, los últimos meses habían dejado huella en los muros, una primera ola que había remecido la ciudad desde la movilización de la gente, la ola que venía era invisible pero la sentía en la piel.
El aeropuerto estaba medio vacío, el vuelo lo habían pasado a un avión más pequeño y sintió el miedo de siempre en el estómago.
Sin embargo no era momento de cobardías, se sentía como un animal que corre en sentido contrario en una estampida, y así y todo quería hacerlo.
Él estaba ahí parado en el hall con su maleta, esa complicidad íntima en este momento de locura.
Mientras todos pasaban cubiertos con mascarillas se besaron como siempre. Ella sabía que era el último viaje.
Se lo merecía, ni por buena ni por ningún mérito, solo porque quería seguir viva, viva a su manera hasta el final.
Las turbulencias parecían eternas, él, cariñoso, trataba de calmarla, continuaron incluso cuando la ciudad ya se veía por la ventanilla.
La gente caminaba relajada por el borde de la playa, salieron del hotel y se dirigieron al mar de inmediato, con esa urgencia que se había instalado en todo.
Al caer la noche se quedaron ahí sentados, con la ilusión de que nada podía perturbarlos.
Hacer el viaje era también hacer la romería habitual por lo lugares de rigor, pasaron ese primer día tomando fotos, sonriendo, jugando a la normalidad.
Al atardecer como en cuento de hadas y brujas un vendedor les comento que cerrarían las playas al día siguiente.
Había querido estar con él en algún lugar que tuviera aún aroma a vida, así al día siguiente fueron a una playa aislada.
El mar, las sonrisas, una caricia en el pelo de él y había valido la pena.
En el celular entra un mensaje de la línea aérea, anticipan el vuelo de vuelta, así sin más en tres días, acepta, llena el formulario y vuelven a la ciudad, ahí ya la gente no es la misma.
Esta vez el paraíso no es suficiente escudo, no hay blindaje.
Comen en uno de los pocos lugares que siguen abiertos, ella mira sus ojos y sabe que la vida es hermosa, aún en medio de todo.
Los vendedores pasan y los turistas ya no compran recuerdos, el miedo a no tener futuro.
La última noche se sientan en un lugar frente a la playa, los dos sienten la presencia del otro, ella sabe que hace años que no tendría vida sin él, simple y directo.
Como una película que se rebobina vuelven al aeropuerto, esta vez está casi vacío, salvo por un grupo que protesta, porque no tiene vuelo para dejar el paraíso y volver a su país.
Por primera vez ella ve el riesgo, más bien ve que para él no es justo quedar en el limbo, que él merece ver los capítulos siguientes y que para eso tienen que volver.
El aeropuerto fantasma se los va tragando, llegan a una puerta de embarque en que se agolpan los únicos viajeros de ese día, pasan las horas y el vuelo se atrasa.
A ella le parece que es tarde para pedirle perdón por llevarlo al borde de la nada.
Llega un grupo grande de pilotos y azafatas, muchos más que los necesarios para ese vuelo, embarcan con ellos, van de pasajeros, el capitán saluda, informa que es el último vuelo que saldrá, ahí quedan como aves gigantes los aviones abandonados.
Ellos se abrazan, se besan, ella llora y descubre que tiene ganas de seguir, de pasar por esto y seguir con él el resto de su vida aunque eso no sabe cuánto
será.
Quedan cuatro horas para llegar a Santiago y a lo que llaman realidad.