Foto: N.S.
Copia
1
—Copia, imítanos. Pon atención en cada uno de nuestros gestos, oye nuestra forma de respirar. Nada que hayas heredado te sirve. Todo lo que requieres está en nosotros. Míranos y sabrás.
Pero él se decía: Hay una mejor copia. La copia del ángel. He calcado al ángel, ahora nada me importa.
2
Me dejé caer en el oscuro abismo hasta que vi una estrella, me acerqué y vi que no era una estrella sino una vela encendida contra la más pesada de las noches. Cuando me hube acercado, vi que a la luz de esa estrella o mejor dicho de esa vela había un hombre que recitaba unas palabras antiguas, unas que creo haber dictado alguna vez a los hombres como él. Las decía con dificultad, acaso con ignorancia, porque a medida que las decía… iba recordándolas y me parecía que no sabía lo que decía. Pero lo decía.
3
Algo me habían dicho los pájaros superiores, cuyos rostros no conozco, acerca de éste… Siempre descanso y duermo aguardando una misión. Aunque es muy pequeña por fuera, la corte es muy grande por dentro. Nunca he entrado en ella. No sabría tocar a sus puertas, sus grandes puertas, tan pequeñas que nadie puede traspasarlas.
4
Sus ojos estaban tan abiertos que me hicieron creer que me miraban. Abrí los míos frente a los suyos. No sabría decir por qué hablaba tanto y con tanta seguridad acerca del que tampoco había nunca visto. Pero me gustó que estuviera tan loco.
Me asusté cuando comenzó a hablarme como si estuviera seguro de que realmente estaba ahí frente a él y me dio risa que hablara como si fuera el que nunca he visto.
Parece que intentaba emular viejas prácticas que alguna vez había observado a los hombres en los desiertos remotos. Pero no las sabía bien. Era como si las inventase para su propia casa. Quise corregirlo, pero recordé que no estaba ahí.
5
—Son muchos los de mi pueblo que hay en aquellas latitudes, pero han preferido olvidarlo. Envían a sus mujeres a los conventos para que no subsista ningún rastro de nuestra sangre que corre por savia materna. Sus nombres y apellidos son todos de Sefarad. Muchos Espinozas, entre ellos, tantos que no se saben parientes entre sí.
Pero ¿a quién hablaba así? Ya no permanecía frente a sus jueces. Me reí de él a carcajadas. También se rio. Parece que la risa es lo único que los ángeles contagiamos a los hombres, pero cuando se ríen solos sin saber a cuenta de qué. Reí de nuevo, forzando una risa atronadora, pero él no se rio.
6
Volví a verlo otra vez. Ahora había como siete estrellas posadas en las siete ramas de un árbol. Era un árbol sin raíz que se erguía sobre la mesa: La luz de las siete estrellas abría los libros dispuestos sobre la mesa. Cientos de libros que se reverenciaban ante la luz. Parecían los platos de un banquete. Después comió.
7
Esa noche irrumpieron tres mujeres.
—¿Nos quieres matar a todas?
—Deborah —dijo él.
—¡María! —gritó ella.
—Sarah —dijo él.
—¡Ana! —grito ella.
—Esther —dijo él.
—¡Magdalena! —gritó ella.
María, Ana y Magdalena cerraron los libros. La luz ya no pudo reflejarse en ninguna parte.
—¡Anatema! —gruñó él.
Las tres soplaron la menorá. Todo quedó a oscuras, pero seguí viéndolas. Afuera llovía a cantaros y sin viento.
8
A la mañana siguiente, acompañé a las tres hermanas que fueron improvisando un sendero entre las pozas de agua que hundían las calles.
Saltaban de allá para acá, como los niños también después de la lluvia. Pero ellas parecían no jugar, pues me iba riendo, para lograr hacerlas olvidar, y así devolverlas a la casa, mas en las tres no se dibujó ninguna de esas heridas que no sangran y que llaman sonrisa.
9
—Se ha recibido, en esta ciudad de la Santísima Trinidad, una denuncia contra un judío judaizante.
La historia pasó tanto de boca en boca que comenzó a rimar. Los niños hicieron una ronda inmensa, tan grande que rodeaba la iglesia:
—El perro judío… Eso te pasa por atrevio —cantaban, mientras el hombre era llevado por las calles, y le lanzaban cuescos, nueces, hasta un gato negro que voló sobre su cabeza.
10
Los niños habían sido como siempre los primeros en enterarse. Apenas se supo, comenzaron todas las lenguas a repicar. La ciudad se puso silenciosa, pero escuchaba cientos de pequeños campanarios, al interior de cada casa contar la buenanueva. Dejaban constancia en el aire, que lo condenasen los murmullos, todos los grillos de la noche eran pocos. Uno menos, alimento para la muerte, que quede saciada por ahora, y que se sepa que ya no quedan entre nos otros devotos de Moisés, de esa ley asquienta. Nosotros, en cambio, no nos damos asco, somos todos hermanos, somos una gran familia, primero de espíritu, luego de sangre, más tarde carnal. Quedan entre nosotros obstinados, hermanos de sangre, pero no de aliento, asquientos solitarios que nos odian. Estos pueden extirparse de nuestra carne sin dolores. Nadie los extrañará. Son un sacrificio simulado. Los padres en Lima no lo saben. Su látigo nunca nos toca. Hagamos cuenta que lo lamentamos, roguemos, hagamos cuenta que rezamos. Dios nunca nos escucha, pero el diablo nos mira, y cree más que nosotros. Salgamos a la romería, lloremos, arrastrémonos, volvamos a sorber estas sopas. ¿Qué será de ese tonto en su celda? Él, un gran señor, un soltero, un asquiento, un judío. ¿Irá ya de camino a Lima? ¿Va en una carreta, despierto de noche? Ladran los perros en su honor. ¿Es que no deja de pasar por aquí, por la puerta de nuestras casas? Tal vez Dios lo vengue esta noche y todos amanezcamos ciegos, sordos, mudos, tullidos o muertos. O quizá brille el sol mañana y sea señal de contento.
Le dijimos que viniera a la iglesia, que al menos se quedase en la puerta, haciendo como que miraba hacia dentro. Le dijimos que aceptase el pan, que es un pan inofensivo, que un gesto como ese… Una madre duerme tranquila sabiendo que sus hijos han comido. ¿Para qué abrirle los ojos a esta madre celosa, a esta madre tan santa? ¿Por qué ir a despertarla y gritarle en la cara que no se ha comido de su sagrada sémola?
Viejo maldito y estúpido. Tu orgullo te volvió loco. Ahora muere con dolores peores que de nacimiento.
11
—¿Qué es Dios? Es una cebolla. Los teólogos que lo estudiaron supieron que cada cosa es una capa de él, primero están las piedras, las plantas, después los insectos, luego los primates, entre ellos los humanos, después los fantasmas, más allá, los ángeles, los arcángeles, hasta llegar a lo profundo de la cebolla, hasta que desaparece por completo… la cebolla.
Así le hablaba al oído, en la celda, uno de esos viejos ángeles que están celosos de los hombres y se dedican a su perdición. Cuando me vio entrar alcancé a ver sus ojos rojos que alguna vez habían sido azules, y se escabulló en la forma de un ratón, por un agujero, como suelen hacer.
12
—Todos estos relucientes instrumentos del tormento y de la humillación, este potro inmóvil, estos cilicios dentados, estas tenazas y sogas, estos sambenitos y velas verdes, no son tanto para ti. ¿No entiendes por qué debes pasar por este recinto si ya has confesado tus secretos? Que no entiendas no importa, pues no son para ti. Estas infringidas contorciones de parto que ahogan, aturden, rompen huesos, empujan a autoasfixiarse con un paño y colgarse de un clavo, tampoco son para ti ni tus hijos. Tus hijos ya están condenados por tu culpa, existan o no. Serán desheredados, reducidos a la condición más inferior, en la que perecerán prematuramente. Acaso dejen una descendencia que, miserable, ignorará las ocultas doctrinas pertinaces que la sumieron en una condición tan deplorable y, para ella, completamente natural. No, todo esto es para nosotros. Para nuestros nietos, bisnietos, tataranietos, y toda descendencia numerosa como las estrellas. Ellos no sabrán el por qué, pero sabrán, sin mayores explicaciones, qué no decir, qué callar, qué no pensar. Sabrán censurar con el silencio, la risa, el llanto, y hasta con el insulto todo aquello que ha desfallecido en estas cámaras en las que se ha conferido una sombra indeleble a la eternidad. Esta fuerza terrible es una impresión que perdurará hasta en el cielo. La mismísima rebelión contra esta forma, sean revueltas absurdas, sea en su más alto refinamiento, será con otra voz, con otros ojos, pero siempre con un alma, ella misma. Esta es la verdadera y única impresión. Los ejemplares no podrán variar en nada. Todas las letras, tarde o temprano, se ajustarán a las de este ejemplar. Este sí que es un libro pues no puede leerse por ningún hombre, pues se lee a sí mismo sin reclamar ninguna realidad. Todas nuestras madres o son nodrizas o aborteras. La Inquisición es nuestra única y verdadera madre. Nuestro padre del Cielo deja esta casa a su cuidado, y no vuelve, porque se ha ido para siempre.
13
Pero me iba acordando de él y lo iba viendo. En la celda, en la carreta. El viaje era tan largo que la noche y el día ya no cerraban ni abrían sus ojos.
A veces caminaba junto a su carro, otras, lo esperaba en un punto del camino. Ningún mensaje para él y él no enviaba ningún mensaje a nadie. Parecía estar muerto, o tal vez otro, uno más alto, de esos que no me está permitido mirar a los ojos, se los recibía. ¿Qué era lo que murmuraba? ¿Acaso era en la lengua de los hebreos?
14
Los inquisidores, los pueblos y ciudades, todos con sus hábitos, sus crucifijos, sus cilicios, sus látigos, en la luz de un bello día, con los pájaros cantando en las ventanas, todos ellos le decían, como a través mío, como en una mirada común, con una sonrisa benefactora: ¡copia! ¡copia! —parecían decirle en la oscuridad del Tribunal— ¡Haz como nosotros! ¡Copia! Y una voz gravísima, que pretendía ser la de Dios, que tal vez sí lo era, porque ni los ángeles saben tanto, atronadora, musical, como si la expeliera el gran órgano del universo, también se lo decía: ¡Copia!
Pero él dijo:
—Soy un hijo de Israel. De Jacob, de José, de Moisés, de Josué, de David.
Y los tres padres inquisidores, desde sus estrados, con sus miradas beatíficas, le dijeron en una sola voz:
—Nosotros también lo fuimos.
Y como que los tres eran uno y ese uno tenía tres rostros alrededor de la cabeza, y tres narices y tres ojos y tres bocas en total.
Y las tres bocas hablaban casi al unísono, pero no, como si se imitasen ellas mismas.
—Cópianos —le dijeron los tres.
15
Aquella noche ardió la hoguera. La dulzura de la carne asada dilató todas las fosas nasales, humedeció todas las bocas, pero era una carne incomible.
Salté sobre una leva de perros y me abalancé sobre la carne quemada. La devoré apenas, por una veintena de bocas.
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Me indigesté, casi muero, pero los ángeles no mueren sino junto con Dios, si es que existe.
Qué pena que nunca haya existido y que este hombre haya vivido y muerto tan solo.
16
Aquella noche antes de la hoguera, escuché su voz decirme algo. El resto de tiempo, no sé cuenta con nosotros, pero a estas llamadas acudimos.
Decía algo sobre la justicia, sobre sus acusadores.
Me hice dentro de él y acompañé sus ruegos.
Y dije, como hartado:
—Que arda. Que arda. Que arda la iglesia en que a esta misma hora todos se inclinan ante los ídolos de Egipto, de Babilonia y de Roma, portados en andas hasta este extremo mundo, prolongación inaudita de la tierra, el mar y el viento.
Que ardan en ella mis hermanas, Deborah, Sarah y Esther, que repiten a esta hora letanías bajo los nombres falsos de Magdalena, María y Ana. Que en fuego flameen sus mantos cristianos.
Que ardan los curas y las monjas, los sacristanes, los obispos, la Capilla Sixtina, que dicen es la puerta del cielo.
Que ardan todos esos niños que saben lo que hacen. Y sus padres, sus tíos, sus abuelos, sus madrinas y padrinos.
Que ardan sus perros y gatos, aves de corral, vacas, cerdos, el resto del ganado de pezuña entera y dividida.
Y mientras así decía, iba él a contrapunto:
—Pero que no arda… Daniel, que a pesar de no mantener la ley de Moisés, en secreto hasta de los mismos judíos sí la mantiene. Ni su mujer cristiana, Josefa, que guarda las verdades, ni sus siete hijos, ni sus mujeres, todas discretas y clementes. Ni allí arda tampoco Anselmo, que no ha probado cerdo nunca —no sé sabe por qué, pues no se ha dicho que sea nuestro—, como tampoco sus hijos y nietos. Que arda, pero qué no ardan, la alta dama Eloísa, que ha sido liberal con nos, y sorbiendo muchas verdades las ha cuidado en su corazón sin devolverlas por su devota boca. Ni arda José, Juan, Diego, Matilde, ni Ricardo, Pancracia, Rigoberto, Efraín, Lucila, Pérez todos.
Y así seguía, ofreciendo excepciones, una tras otra, recordándose todos los nombres, y diciéndose que eran, en el fondo, regidos por la ley de Moisés, que participaban de la misa porque en ella, el crucificado les recordaba el odio contra ellos, puesto que debía sobrevivir Israel, y nada hay como la verdad que viene a lucirse ante nuestros ojos sin quemarnos.
Y sabía de memoria las viejas genealogías de todos los que a esa hora se persignaban en su contra, y todos eran, en el fondo, hermanos suyos, y si la Iglesia ardía, no podían arder tantos, que ni los mismos curas debían arder, y por eso, aquella noche, la iglesia no ardió y todos volvieron a casa somnolientos, pero vivos.
Y él, de tanto salvarlos, se fue quedando dormido, y puesto que no duermo, quedé de pie ya fuera de él.
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