Detalle de "El crítico de arte" (Raoul Hausmann, 1920)
Crítica sin pensamiento y pensamiento crítico del arte o cómo escribir sobre arte en tiempo de crisis
“Los connoisseurs, por regla general, pretenden impedir que
la experiencia artística recorra su curso completo y aspiran a
detenerla en el punto más elevado de su espontaneidad”.
(Edgar Wind)
“Nunca la justicia acontece en un juicio”.
(W. Thayer)
Crítica y policía
Hacia 1918, Walter Benjamin presentaba su disertación sobre el concepto de crítica en el romanticismo temprano de Jena. Uno de los objetivos centrales de Benjamin consistía en separar el concepto de crítica de su relación con la idea de raigambre kantiana de “juicio de gusto”, lo cual implicaba la producción de un nuevo concepto de crítica inmanente al arte, cuyo fundamento fuera la obra misma y no el subjetivismo imperante anclado en la figura del crítico-juez[1]. Cien años más tarde, asistimos a la profundización de ese subjetivismo de la crítica de arte que Benjamin quiso dejar atrás. Actualmente, esta forma de la crítica ya no se limita a una relación interna con el orden jurídico moderno, sino que también, ha devenido un dispositivo discursivo abiertamente policial: en su nueva relación con los medios y redes sociales del capital, su función ya no se resume en el moderno juicio de gusto, pues actualmente busca además detener y despotenciar las obras que escapan a su régimen institucional y sus convenciones conceptuales[2]. A partir de la creencia en un saber seguro y zanjado institucionalmente, la crítica de arte se atribuye, en definitiva, una función pública correctiva sobre las obras, buscando determinar a priori qué y cómo debería ser el arte y de qué manera deberíamos entender su política.
Contra este régimen comisarial de la crítica, nos preguntamos por cómo vincular escritura, crítica y arte sin recaer en el subjetivismo jurídico moderno ni en su figura actualizada en la crítica de carácter policial y virtual, que ha tomado una nueva función de orden público respecto de las obras. El contexto de la revuelta y los modos de producción y experimentación estética, a veces sujetos a los criterios tradicionales del arte, pero otras veces no, pueden ofrecernos un cierto escenario para repensar esta tarea.
Sin embargo, para que ello sea efectivo, es necesario interrogar una serie de categorías y enclaves metafísico-subjetivos que la crítica correctiva ha retomado y enarbola como su arsenal policiaco actual. A esta crítica la llamaremos “crítica sin pensamiento”, en la medida en que su efectividad depende siempre de la imposición incuestionada de la superioridad de un sujeto (crítico) sobre un objeto (arte), que se presupone pasivo, ingenuo o erróneo. A saber: una crítica que no piensa el trasfondo material, institucional y teórico que sostiene su propio discurso y el ejercicio de su poder mediático.
El crítico cónsul
El crítico, como agente central del discurso crítico del arte, se desea soberano. No obstante, su potestad no es más que la de un cónsul. Su poder de decisión y de corrección sobre las obras constituye una autoridad derivada de una institución rectora a la cual el crítico representa en la escena pública, al integrarse en los medios de comunicación. Quisiéramos tomar por caso la presentación que el crítico de arte Diego Parra realizó del libro Estéticas de la posdemocracia y, junto con ella, la extensa “crítica” que llevó a cabo en dicha presentación contra uno de los proyectos artísticos centrales analizados en el texto: la Yeguada latinoamericana.
El mayor problema del libro, según señaló Parra, consiste en que padece una “indefinición” conceptual respecto de lo artístico[3]. Esta indefinición, siguiendo su argumento, no permite “analizar profundamente lo que una obra puede o no puede en el contexto de precarización de la vida”. Pero este error, según sus palabras, es una constante del pensamiento filosófico: “[Una] estrategia tan común en la especulación filosófica”, a partir de la cual incurrimos en la falta de exigir a las obras “más de la cuenta en términos estrictamente políticos”[4] para “instrumentalizarlas de acuerdo a nuestras necesidades discursivas” y caemos, de este modo, en “un exceso retórico” que pone erróneamente al arte al mismo nivel que la protesta pública callejera.
El primer punto discutible de este juicio es el que señala a este libro como un texto de filosofía. Nadie que lea este ensayo con atención mínima podría caracterizarlo como un texto filosófico, y esto es así, justamente, porque el libro no hace lo que el crítico Parra le exige, a saber: una determinación técnico-conceptual que permita una serie de distinciones a priori sobre el arte[5]. Por un lado, Parra acusa al libro de ser filosófico, pero, por otro, paradójicamente, lo acusa también de no hacer lo que la filosofía debe hacer: zanjar, separar y distinguir conceptualmente una esfera de otra (lo artístico de lo no artístico, lo estético de lo político[6]). Sin embargo, tiene razón en un punto: el texto no se articula sobre una demarcación conceptual predeterminada, y debemos añadir que el argumento del libro tampoco está sujeto a las categorías historicistas y los binomios conceptuales que gobiernan el análisis “crítico” de Parra (el antes y el después de la revuelta, el adentro y el afuera del campo, lo propio y lo impropio la política y el arte). Por el contrario, el ensayo se propone el despliegue de un pensamiento que busca otro modo de relación con la pensativita inherente a las propias obras y con sus modos múltiples de intervención contingente en el ámbito estético-político, tanto anteriores como contemporáneas a la revuelta[7] —es decir, ese modo a partir del cual las obras portan una potencia crítica inmanente contra el régimen de dominación, que en el texto se denomina posdemocracia y sus políticas de terror—.
De esta manera, vemos con mayor claridad aquello que esconde la intención “crítica” de Parra al acusar a este libro de filosófico y, en la misma línea, acusar también a la filosofía en general de ser un campo de conocimiento que comúnmente recae en una serie de vicios cuando se vincula al pensamiento del arte. Su intención (la de Parra), es en realidad un asunto que pertenece más a las prácticas de pasillo de las facultades de arte chilenas que a un problema estético, político o epistemológico. Este problema no es otro que la mezquindad de la lucha gremial por hegemonizar los discursos del campo del arte. Posicionamiento de poder que, por lo demás, no tenemos intención de disputar con nuestro trabajo.
Aquí es donde comienza a perfilarse claramente la figura y el poder consular del crítico de arte, cuya potestad emana no de su autonomía y distancia subjetiva, sino de la reproducción y el reforzamiento del nudo indisoluble entre su función de resguardo del orden público del arte y el trasfondo institucional que lo produce y respalda en cuanto sujeto de enunciación crítica. En pocos lugares esta cuestión se ha planteado con mayor claridad como en el libro de Willy Thayer Tecnologías de la crítica: de acuerdo con su argumento, la crítica queda capturada en lo que Heidegger llamó habladuría, una reafirmación del yo autónomo que bracea desesperado en el mar de voces por sonar un poco más polémico que el resto, pero que en definitiva no es más que el registro fantasmal que pronto se difumina en el horizonte sin medida de los medios del capital. Su poder sería consular, no soberano. El crítico es un cónsul de la institución, no puede criticarla sin afirmarla y a la vez afirmar su función[8].
A partir de esto también quedan en evidencia las estrategias de corte y confección que Parra quiere trazar entre campos y esferas, y la nula comprensión sobre lo siguiente: el potencial crítico siempre pertenece a las obras y no al sujeto “crítico” ni a la institución que lo produce. Cuando esta cuestión se invierte, es decir, cuando creemos míticamente que el sujeto es el fundamento de la crítica y no las obras en su condición material y contingente, imaginamos poseer la capacidad de determinar a priori y categorialmente “qué puede o no puede una obra”, qué es “estrictamente político” en el arte, incluso fantaseamos con poder definir qué es lo “estrictamente político” en general. Frente a esta fantasía comisarial, que resguarda los límites de lo “posible”, hay una constatación inevitable sobre el vínculo entre arte y política, de la cual el fundamento del sujeto como centro de la determinación crítica queda excluido: las obras, performances e intervenciones artísticas, sobre todo en un contexto de revuelta política, son siempre singularidades no consagradas, a saber, su relación con la política depende de la topicalidad radical de su potencia estética, que nunca responde a una determinación previa ni sobre el concepto institucional del arte ni respecto de una definición sobre qué es lo “estrictamente político”.
El experto y la mercancía
En una famosa conferencia sobre la noción de “autor”, Foucault señalaba, hacia el final de su lectura, que pensar la relación histórica entre el discurso y la función-autor podría permitir “reexaminar los privilegios del sujeto”[9]. Esto último implicaría plantear la pregunta sobre “¿cómo, según qué condiciones y bajo qué formas algo como un sujeto puede aparecer en el orden de los discursos? (…) En resumen, se trata de quitarle al sujeto [crítico] (…) su rol de fundamento originario, y analizarlo como una función variable y compleja del discurso”[10]. Ahora bien, con la penetración profunda del régimen neoliberal en los campos universitarios de las humanidades y las ciencias, la función-autor que interesaba a Foucault ha resultado en buena medida desplazada por una nueva configuración histórica del discurso del saber, que establece las condiciones de emergencia de una nueva función del sujeto de conocimiento: la función del experto. A diferencia del autor y su relación moderna con la obra, el experto, por el contrario, no necesita producir obra, sino indicadores de eficacia, circulación mediática y un tipo de privatización del saber y de los objetos de conocimiento. La función del crítico de arte actual no es sino una extensión contemporánea y virtual de la nueva función-experto y su acople neoliberal. Esta última cuestión se revela con claridad en la medida en que la función del crítico opera como núcleo de los procesos de privatización del arte al otorgar o restar valor a determinadas obras mediante la presuposición de un saber experto. Aquella producción artística encumbrada por el discurso del crítico-experto deviene objeto de consumo cultural y mercantil; en cambio, aquello que es depreciado por su saber queda fuera del mercado.
El sujeto de saber, en su nueva configuración neoliberal sigue siendo, entonces, el fetiche del discurso crítico. Al masificar su discurso a través de las redes virtuales, el sujeto crítico-experto disfruta de sus clichés y reitera los estereotipos bajo la ilusión de su crítica, afirmando su posición histórica y su privilegio discursivo sobre las obras.
Esto es lo que ocurrió también en la “crítica” que llevó a cabo Diego Parra contra las obras de la Yeguada latinoamericana. El crítico-experto comienza su intervención rechazando enfáticamente los “moralismos propios de cierto ‘arte político’ ”[11] para posicionarse enseguida, él mismo, como el defensor moral de la pureza de las “víctimas” de la historia: la Yeguada, señala Parra con tono escandalizado, incurre en una “de las mayores perversiones de cierto arte de la performance” al ubicarse “impune y narcisistamente (…) en la vereda de los oprimidos desde la simulación”[12]. Este posicionamiento frente a la Yeguada tiene poco o nada de estético o político, y constituye más bien una clara corrección moral. Así, Parra critica el fetiche moralista, pero enseguida lo encarna y reproduce en su propio discurso correctivo, situándose como el acreedor de los valores morales y el defensor de las “víctimas” contra un arte supuestamente “estetizante”.
Pero más importante que lo anterior —cuya resonancia no compone sino un moralismo trasnochado en la medida en que inevitablemente instala una diferencia entre víctimas verdaderas y víctimas falsas— es lo que señala el crítico Parra sobre las acciones de la Yeguada durante la revuelta y su supuesta pretensión de confundirse con la “realidad”. Tanto la artista creadora de la Yeguada, Cheril Linett, como el libro Estéticas de la posdemocracia, según Parra, confundirían la condición artística de las intervenciones de la Yeguada con “la vida cotidiana”[13]. La Yeguada se habría apropiado de las formas espontáneas de las protestas callejeras para montar una provocación y, a partir de ella, invisibilizar la verdadera protesta. Así el crítico quiere trazar una demarcación y demostrar que, al interior del contexto de la revuelta, la diferencia entre la performance artística, entendida en sus palabras como “teatro” o como una “falsa idea de ser una forma idéntica a la realidad cotidiana”, invisibiliza “las acciones autogestionadas por la gente”.
Este juicio del crítico Parra es posible solo sobre la base de una omisión clave que lo lleva a una confusión muy evidente. El discurso del sujeto crítico —que acusa a la performance de buscar fundirse con la protesta callejera “auténtica”— no acusó recibo de la magnitud del acontecimiento del estallido social y de sus efectos desarticuladores sobre el tiempo, las jerarquías sociales y las determinaciones conceptuales que gobiernan la vida bajo la lógica económico-política neoliberal. Es decir, solo aquel sujeto que se sitúa exteriormente y al resguardo de los intramuros institucionales querría insistir en tales distinciones esencialistas en un momento de crisis radical como la revuelta que comenzó en octubre de 2019. Lo cierto es que las intervenciones de la Yeguada no buscaron ni buscan tal fusión con “la vida cotidiana”, y esto es claro en la medida en que todos sus trabajos anteriores y posteriores a la revuelta han sido reconocidos como obrasartísticas por derecho propio por la misma institución del arte, de la cual Parra se arroga la autoridad de representación consular en este caso en particular.
La omisión que Parra parece imposibilitado de percibir y pensar consiste en que este juego de distinciones y tensiones de fuerza entre la autonomía del arte y su devenir vida (dicotomía esencialista que por lo demás ha sido cuestionada por un buen número de pensadores durante el siglo XX y XXI)[14] resulta indefectiblemente revocado en la revuelta. La potencia de la revuelta implica tanto una suspensión del tiempo histórico del capital que rige la existencia cotidiana, así como de las categorías institucionales que organizan las jerarquías de la comunidad policial, y esto, sin duda, afectó también las distinciones conceptuales que sostienen los discursos institucionales del arte, en la medida en que todo lo que se hace en la revuelta, como señala Furio Jesi, tiene valor en sí mismo, desactivando la distancia metafísica entre teoría y práctica[15]. De esta manera, las prácticas artísticas de la revuelta quedan liberadas de las determinaciones institucionales que buscan enmarcarlas y predeterminar sus fines, y se emancipan asimismo de las atribuciones de valor inherentes al discurso del crítico-experto y su acople neoliberal.
Si las acciones de la Yeguada tienden a confundirse con los medios “propios” de la “verdadera” protesta, a los ojos de Parra, es porque el crítico-experto busca imponer una distinción que ha resultado completamente inoperante en ese contexto, por cuanto en medio de la potencia del estallido no existe tal distancia entre lo propio y lo impropio de la política, del arte o de la comunidad en resistencia. Como ha señalado Rancière, el concepto de “lo propio” es el “atolladero de la política”[16], y, añade enseguida, “si la política difiere de la policía, no puede descansar sobre tal identificación [de lo propio]”[17]. En este sentido, atrapado el crítico-experto en la función policial de reeditar tales distinciones esencialistas, resulta comprensible su posición reactiva, ya que a partir de su función comisarial no puede aproximarse a la complejidad del vínculo entre arte y revuelta sin frustración. Las reacciones violentas contra las intervenciones de la Yeguada en estos espíritus conservadores son evidente. Las miembras de la Yeguada no solo han debido resistir el encono de algunos agentes del campo y del mercado del arte, como las críticas-consulares de Parra, sino que, junto con ello, también debieron resistir las amenazas virtuales y físicas de los extremistas de derecha que las acosaron con violencia durante la revuelta con el fin de obligarlas, a través de miedo, a frenar sus intervenciones[18].
Pensamiento crítico del arte y democracia
“No hay hechos, solo interpretaciones” señaló Parra en su mentada presentación citando a Nietzsche, y podemos agregar con Bloom, después de Nietzsche, que “[n]o hay interpretaciones sino solamente malas interpretaciones”, y en este sentido “toda crítica no es más que poesía en prosa”[19]. Enseguida Parra se pregunta: “¿[E]s que realmente la revuelta necesitaba del arte para que le diera soporte a lo ocurrido?”[20], la respuesta del crítico es por supuesto negativa, y en eso tal vez tiene razón, pues como dijimos antes no existe finalidad para el arte en la revuelta, y en ningún punto las intervenciones de la Yeguada se plantean de manera contraria. Sin embargo, a la inversa, el campo del arte chileno sí necesitó de la potencia de la revuelta para evidenciar la pobreza de las interpretaciones vigentes basadas en discursos consulares y expertos, que resultaron impotentes para pensar los desplazamientos anárquicos del arte en el momento de la crisis institucional generalizada. El nombre de esta anarquía, en la que el arte participa de manera central en la reconfiguración estética del mundo común, no es otro que democracia.
En el marco de esta comprensión radical de la democracia, bajo el cual la “democracia equivale a anarquía”[21], es donde podemos comprender la afinidad profunda entre las prácticas del arte en su singularidad y las prácticas estéticas de la revuelta en general (conjunción o montaje de prácticas estéticas, “artísticas” y no artísticas, imposible de desanudar). Así, como la comunidad política de la revuelta se levantó contra la determinación desigual y mercantil de la política institucional (posdemocrática), el arte de la revuelta “se retuerce en el esfuerzo por dar a luz formas que él mismo querría ver excedidas con respecto a todas las formas de lo que se llama [institucionalmente] ‘arte’ y a la forma o la idea misma de ‘arte’ ”[22]. De manera que, “[t]al como el arte resiste a las definiciones simples que las políticas culturales, estatales o mercantiles entregan sobre sus productos, así también la democracia excede las definiciones que la reducen a cualquier mecanismo representacional o forma de gobierno más o menos ‘pluralista’ ”[23]. Lo que interesa pensar en definitiva sobre el vínculo entre arte y política de la revuelta no es su posible reinscripción en un nuevo aparato conceptual normativo, sino su exceso respecto de tales marcos y su potencial crítico inmanente, material y contingente.
Para cerrar estas páginas quisiéramos entregar solo un par de definiciones (para dar el gusto, aunque sea por un segundo, al crítico-experto). La primera consiste, como señalamos al principio, en la heterogeneidad entre una “crítica sin pensamiento” y un “pensamiento crítico del arte”. El primer caso (ya lo dijimos) es la forma de la crítica que no interroga las condiciones materiales, institucionales ni conceptuales de su poder, por lo cual deviene inevitablemente un dispositivo policial. Este dispositivo funciona a partir de la enunciación de un sujeto crítico que, desde de un discurso experto y consular, establece a la vez el orden público y moral del arte, así como su sistema de privatización y valor de mercado. Por el contrario, el “pensamiento crítico del arte” implica una relación indisoluble entre los dos sentidos del genitivo, esto es, una desjerarquización entre el sentido subjetivo y el objetivo. Por un lado, un pensamiento respecto del exceso democrático del arte y su ruptura con las determinaciones posdemocráticas de la política y, por otro lado, la pensatividad inherente a las obras, cuya potencialidad inmanente resiste las capturas institucionales de su sentido y sus fines, permitiendo “preservar rigurosamente la ausencia de la arquía puesta, expuesta e impuesta”[24]. De esta manera, siguiendo a Deleuze, quien por su parte sigue a Malraux, hemos señalado en Estéticas de la posdemocracia que “[e]l arte eslo que resiste”. Pero a su vez hemos ampliado esta formulación crucial del siguiente modo: el arte es lo que resiste y es aquello que nos auxilia en nuestras múltiples formas de resistir[25].
Como vemos, finalmente, esta definición (si es que la podemos llamar así), sigue siendo precaria y abierta en tanto que no busca determinar una nueva definición institucional y consular sobre el arte y su política, sino que, por el contrario, simplemente señala el campo múltiple de afinidades fundamentales entre el arte y los actos de aquellos que resisten (artistas y no-artistas), esto es, entre la política-estética del arte y la estética irreductible de todo evento, gesto y acción política. “Existe una afinidad fundamental entre la obra de arte y el acto de resistencia” –señala Deleuze en la famosa conferencia antes mencionada– “(…) de ahí la relación tan estrecha entre la resistencia y el arte (…). Todo acto de resistencia no es una obra de arte, aunque lo sea de algún modo. Toda obra de arte no es un acto de resistencia y por tanto de cierta manera lo es”. ¿Cómo escribir, entonces, sobre este vínculo fundamental en un nuevo escenario político-social, donde la revuelta ha sido pacificada y el nuevo progresismo busca simplemente administrar la catástrofe neoliberal posdemocrática, dejando de lado todo gesto de resistencia? ¿Cómo referir desde la escritura y el pensamiento a esta afinidad fundamental sin convertirnos en críticos-juece y cónsules institucionales que buscan imponer nuevas determinaciones normativas sobre el arte y su política? Esa es la tarea que nos convoca a seguir pensando en-común.
Notas
[1] Para una lectura reciente y muy bien informada al respecto, véase Diego Fernández, La justa medida de una distancia. Benjamin y el romanticismo de Jena, (Santiago: Orjikh, 2021).
[2] Por supuesto, en este texto no defenderemos una posición antiintelectual o antiteórica, sino que, más bien buscamos plantear la pregunta sobre si este tipo de trabajo implica de suyo una posición estrictamente normativa y enjuiciadora frente a las obras. Nuestra propuesta, de manera diferente, persigue una comprensión del trabajo teórico desde un borde experimental y creativo, en sintonía con la pensatividad inherente a las obras mismas, en la medida en que, como argumentaremos, el trabajo del pensamiento mismo está entramado por una cierta idea de arte. En este sentido, el trabajo teórico o filosófico sobre el arte entraña más bien un encuentro desjerarquizado entre “haceres” (diría Jean-Luc Nancy en Señales sensibles), en lugar de una transmisión jerárquica de un saber o la imposición de un régimen conceptual que exija a las obras alinearse con sus decretos normativos.
[3] https://www.youtube.com/watch?v=w81Dbhd1IEc.
[4] Todos los énfasis son nuestros.
[5] Veremos la importancia que tiene para Parra esta insistencia por asignar identificaciones de campo a un ensayo que no responde a tales determinaciones.
[6] Esta última distinción, que se encuentra sin duda en el discurso de Parra, actualmente resulta tan
cuestionable como la de aquellos críticos que solían distinguir entre la forma y el contenido de las obras. No
tenemos aquí la cantidad suficiente de páginas para abordarlo.
[7] La pensatividad de la imagen refiere, para Rancière, a una zona de indeterminación entre las imágenes comprendidas comúnmente como el doble de una cosa y la imagen como operación de un arte. De esta manera, la pensatividad es un estado de indeterminación entre arte y no-arte, entre pasividad y actividad, que resiste tanto al pensamiento y el comando de aquel que produjo la imagen como de aquellos que buscan inscribirla e identificarla al interior de un régimen específico. Poner de relieve la pensatividad inherente a las obras implica comprender que la potencialidad de las prácticas artísticas actuales se juega, en buena medida, en la dificultad de identificarlas de manera transparente en definiciones, regímenes o campos específicos. Así concluye Ranciére: “Se comprende entonces por qué el mismo juego de distancias [de la pensatividad] se ofrece igualmente en el arte y fuera de él (…) y cómo las operaciones artísticas pueden construir esas formas de pensatividad por donde el arte escapa a sí mismo” (El espectador emancipado, 127).
[8] Véase, Willy Thayer, Tecnologías de la crítica. Entre Walter Benjamin y Gilles Deleuze (Santiago: Metales Pesados, 2010).
[9] Michel Foucault, ¿Qué es un autor? (Córdoba: Cuento de Plata, 2010), 40.
[10] Michel Foucault, ¿Qué es un autor?, 41 (Cita levemente modificada).
[11] https://www.youtube.com/watch?v=w81Dbhd1IEc.
[12] Ibid. (Énfasis nuestro).
[13] Dada la exigencia hipercrítica de Parra de distinciones conceptuales que permitan separar esferas, llama la atención la pobreza y, a la vez, la generalidad de las definiciones sobre el arte que él mismo nos entrega. La artisticidad del arte, señala en su presentación, estaría determinada por su “condición de artificio del lenguaje”. Algo similar ocurre con su definición de la política del arte: “[U]na obra de arte es un fenómeno de carácter social y, por lo tanto, político”, afirma Parra. La primera definición es, a la vez pobre y general, en tanto que un sinnúmero de objetos culturales puede ser caracterizado como “artificio del lenguaje”, sin por ello constituir “arte”, incluyendo la propia presentación “crítica” de Parra y el presente ensayo. En este sentido, es una definición pobre, al no decir nada que permita pensar la especificidad del arte que él defiende y, es general, en la medida en que la lista de objetos culturales que caben bajo el paraguas ambiguo de su definición se puede multiplicar exponencialmente, sin la necesidad de que todos los elementos listados posean realmente un grado de “artisticidad”–en lo términos que el crítico quiere plantear–. En el segundo caso, “la política del arte como un fenómeno de carácter social”, no es más que un sociologismo que imposibilita pensar la potencia estético-política de las obras en su singularidad. Así, más allá de la pura exigencia hipercrítica, queda clara la pobreza y la limitación que encuentra el crítico al momento de proponer su propio marco teórico.
[14] Así escribe con toda lucidez Jacques Rancière: “La política del arte en el régimen estético del arte está determinada por esta paradoja fundadora: el arte es arte a pesar de que es también no-arte, una cosa distinta al arte. No necesitamos por tanto imaginar ningún fin patético de la modernidad o explosión de la posmodernidad, que ponga fin a la gran aventura moderna de la autonomía del arte y de la emancipación por el arte. (…) Hay una contradicción originaria continuamente en marcha. La soledad de la obra contiene una promesa de emancipación. Pero el cumplimiento de la promesa consiste en la supresión del arte como realidad aparte, en su transformación en una forma de vida”. Sobre políticas estéticas (Barcelona: Servi de Publicacions de la Universitat Autónoma de Barcelona), 25.
[15] Véase Sergio Villalobos-Ruminott, “May ’68 and the Crisis of Philosophy of History: Georges Bataille, Furio Jesi, and Latin America”, en David R. Castillo, Jean-Jacques Thomas, and Ewa Plonowska Ziarek, Continental Theory Buffalo. Transatlantic Crossroads of a Critical Insurrection (New York: SUNY Press, 2021).
[16] Véase, Jacques Rancière, Política, polícía, democracia (Santiago: Lom Ediciones, 2006), 18-19.
[17] Rancière, Política, polícía, democracia,19.
[18] Incluso circuló un videojuego en que se podía disparar y cazar a las miembras de la Yeguada latinoamericana en las calles virtuales de Santiago. Es justo contra este tipo de violencias y de masificación del terror reactivo que la singularidad de estas obras y performance nos ayuda a resistir y continuar pensando.
[19] Harold Bloom, La cábala y la crítica (Caracas: Monte Ávila, 1992), 111.
[20] https://www.youtube.com/watch?v=w81Dbhd1IEc.
[21] Jean-Luc Nancy, La verdad de la democracia (Madrid: Amorrortu, 2009), 54.
[22] Jean-Luc Nancy, La verdad de la democracia, 49 (cita levemente modificada).
[23] Rudy Pradenas y Débora Fernández Cárcamo, Estéticas de la posdemocracia. Apuntes sobre arte y terror de Estado a partir de la revuelta chilena (Santiago: Ediciones escaparate, 2022), 73.
[24] Jean-Luc Nancy, La verdad de la democracia, 54.
[25] Véase Pradenas y Fernández Cárcamo, Estéticas de la posdemocracia, 75.
Bibliografía
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