Foto: Martín Bonnefoy V. (@mbonnef)
Crónica de la desobediencia: «Cuando hay hambre, no hay miedo»
Con la generalización de la consigna #quédateencasa como sentido común de nuestra época, los llamados a la delación por parte de las autoridades y la responsabilización hipócrita de la población ante la crisis sanitaria que viven nuestros países, el debate sobre la posibilidad de desobedecer ante las normas de confinamiento parece haber sido finalmente vedado con una facilidad que no deja de sorprender. Más allá del debate, sin embargo, la realidad en nuestro continente, donde más de la mitad de la población vive de un trabajo informal, es muchas veces la de ni siquiera poder hacerse la pregunta. Porque, como dice Yola Mamani, “cuando hay hambre, no hay miedo”, ni siquiera miedo a la pandemia; y salir a trabajar, que es una necesidad de sobrevivencia, se convierte entonces un acto de resistencia, enfrentado a las imposiciones de un estado clasista y racista que desconoce la realidad de su población. Así pudimos verlo recientemente, en Temuco, con la violencia desmedida de la policía impidiéndole a las hortaliceras mapuche vender sus productos.
La siguiente crónica fue publicada originalmente en el sitio del goethe.de. Lo reproducimos aquí con la autorización de la autora.
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Rosa Mamani le tiene miedo al encierro y a ser inútil; pero a sus 78 años no le teme al COVID-19. Su hija Carmen, de 55 años, teme por el futuro de su hijo con discapacidad; se cuida del coronavirus, pero sin susto. Con esos miedos a cuestas y en plena cuarentena decretada en Bolivia, ambas caminan más de 10 kilómetros tres veces por semana para generar ingresos.
Son cuidadoras de un depósito que les sirve de casa en Callapa, barrio que se encuentra en el sector este de la ciudad de La Paz, a más de cinco kilómetros de los puestos de venta callejera que tienen en el centro. El 20 de abril caminé con ellas.
DE “SIRVIENTA” A FRUTERA
Rosa Mamani vende fruta desde hace 50 años en Sopocachi. Es chola como yo, aymara que viste pollera y lleva largas trenzas. Fue trabajadora asalariada del hogar, como yo; no es mi pariente, pese al apellido, pero ahora es mi amiga. Su posesión más preciada es su kiosco.
Nos encontramos a las 11:20 de la mañana y durante cuatro horas fluye el aymara, nuestro idioma materno. Rosa tomó bien la advertencia de las autoridades bolivianas: todas y todos nos contagiaremos. No piensa encerrarse, pero se cuida: usa barbijo y guantes para vender y consume frutas, verduras y mates calientes.
A su ritmo, llegamos a Miraflores y en media hora me entero de muchas cosas sobre ella. Nació en la provincia Camacho y emigró a sus 15 años. Se convirtió en trabajadora asalariada del hogar cuando nos llamaban sirvientas, sufrió explotación, pudo ahorrar y a los 28 años compró el kiosco del que vive.
LA VULNERABILIDAD DE LA VEJEZ
Rosa Mamani sale de Callapa a las tres y media de la mañana y demora unas cuatro horas para llegar al tambo de fruta a comprarles a las productoras. Con unos 10 kilos en la espalda, camina 20 cuadras hasta su puesto. “Cuando hay hambre, no hay miedo”.
Ella pasaba unas ocho horas diarias en la calle y, por eso, más que a la enfermedad le teme al encierro. También tiene miedo cuando llueve. El 26 de febrero del 2011, su barrio y otros desaparecieron cuando los cerros se vinieron abajo. El llamado megadeslizamiento afectó a más de seis mil personas y a pesar de las obras persisten las rajaduras en los suelos.
La caminata es entretenida por las historias que cuentan y los paisajes que cambian. Carmen también es chola, es la hija que le queda a Rosa de siete que tuvo. Tiene tres hijas de 22, 18 y 13 años, y un niño de ocho que demanda mucho cuidado por su discapacidad. Tiene una pareja violenta que “odia” a su mamá y que las insulta y las humilla a ambas.
Al inicio de la cuarentena, algunos conductores con permiso las llevaban, pero ya nadie lo hace por miedo a las multas. Carmen le quita el bulto a Rosa, está cansada. Ser inútil es otro miedo de la frutera y todo lo que escucha del COVID-19 apunta a la vulnerabilidad de la vejez; protesta mucho por eso.
SIN AGUA Y SIN BAÑO
Llegamos a Villa Armonía. Es la 1:45 de la tarde y las tiendas están abiertas, aunque deberían haber cerrado a las 12. Tras una hora de caminata entramos a Alto Kupini, donde pareciera que las casas “cuelgan” de la montaña. Hay muchos perros callejeros y me da miedo. Hace un tiempo tuve un tratamiento antirrábico por una mordida.
Son las 3:20 de la tarde. En Callapa nos recibe el polvo y la bulla de niñas y niños. Nos detenemos en un garaje donde hay piezas de tractores, al fondo se ven dos habitaciones y un pequeño cultivo. Es su casa. No tienen baño ni agua potable. Nos despedimos. Carmen tiene miedo de que su pareja me vea.
Al regresar me encuentro solo con hombres: de un taller me silban. De un carro un hombre grita “¿amiga, te llevo?”. Los trabajadores que desinfectan aceras me echan agua, reniego, pero los ignoro. Camino alerta, rápido, quiero llegar a casa con la luz del día. Me encuentro con cuatro técnicos que reparan la conexión de la televisión por cable, uno de los servicios más requeridos por la población confinada. Tras una corta entrevista, me ofrecen llevarme.
Pienso en que me falta más de una hora de caminata por solitarias y oscuras calles, y en las jaurías de perros que se forman en las noches. Pienso en lo que me dijo Rosa, que no temía caminar de noche porque ya no la iban a violar por vieja. Respiro profundo, por Whatsapp le aviso a mi amiga y subo al carro, 15 minutos después llego a casa y recién mi ajayu, mi alma, vuelve al cuerpo.