Foto: @pauloslachevsky
Crónica de una masacre
A los cuerpos sufrientes de un ominoso país llamado Chile.
Estamos en un páramo. No hay nadie en este lugar. No se puede salir. Nadie te escucha al llorar. Afuera hay una ruma de ruinas amontonadas, en una ciudad vigilada que, abandonada a su suerte, pereció en la potencia de muerte de la peste que la asediaba.
Recuerdo algunas bibliotecas donde la soledad de la lectura se acompañaba de un silencio cómplice tan acogedor. Terapia cognitiva para olvidar el gusto amargo y la anestesia amordazante de los psicofármacos. Cualquiera busca escribiendo la causa de sus dolencias. Cualquiera busca leyendo evadir el concierto de las imágenes que circulan por las pantallas, o el hilarante zumbido del espectáculo y el estruendo de los motores en las carrocerías.
Pero ahora estamos realmente solos y no queremos estar aquí. La imaginación se hermana con la tristeza. Por ejemplo, cada viernes me conecto a una clase, un ritual telemático donde es imposible conversar. Un usuario, que soy yo mismo, ocupa mi lugar. Soy una retícula, un dato, mi vida universitaria es una deuda, una abstracción.
He agotado los dos permisos semanales y de tanto luchar por no contagiarme, ahora padezco una terrible obsesión. En este desierto uno lo percibe todo y no está seguro de nada. En eso consiste la libertad asegurada. Siento mis latidos y mi respiración como dos huéspedes inquietantes que ahora confiscan toda mi atención.
Ahí están sin fluir, porque si no los controlo ya no podré vivir. Soy el sujeto de mi propia objetivación. No existe un solo lugar donde ir para poder olvidar este vicio maldito, esta adicción por mantenerse vivo creyendo cada día que voy a morir.
¿Qué ha ocurrido conmigo que de un nosotros se ha extraviado? El aislamiento a uno lo daña tanto como el trabajo. No hay nada más que hacer en un país donde todo se parece al dinero.
Las bibliotecas y los bares fueron convertidos en sitios eriazos por la gestión política de un despotismo biomédico, cuyo poder ilimitado amenaza hasta la más nimia de las libertades: ¿qué tiene esto de sanitario?
Por la salud ya no podemos hacer salud. No se puede caminar tranquilo en una ciudad sitiada por los que marchitan las primaveras. Por eso nos violenta la quietud de los que pudiendo hacer algo, en cambio esperan. En el privilegio de la oscura negociación esconden todas sus miserias, calmando esta rabia histórica con el ansiolítico del 10%.
El modelo familiar es otra burda estrategia, porque esta filosofía barata no es una madre protectora, porque no es del padre la revuelta ni es de una abuela la revolución.
Haremos el mundo de nuevo con los mendigos, con los desempleados, con los insolventes endeudados, con los que se insolenten con el poder, con las que trabajan sin que les paguen, también con los ignorados, con los encarcelados derribaremos los grises muros de la prisión.
Tanto tiempo ha pasado y uno ya no sabe qué decir. Solo puedo escribir desesperado porque tengo el intenso deseo de un porvenir, porque nos están masacrando los esbirros del capital financiero, porque ahora lo que importa es ser sincero en vez de presumir.
La violencia neoliberal nos ha robado hasta la noche, como un ladrón se ha metido a nuestras casas, no nos deja soñar tranquilos, no nos deja despertar en calma.
La usan para matar y para esconder a los muertos. Estoy respirando, pero no estoy viviendo ¿esa es la vida que nos prometieron conservar? ¿Vale la pena así vivir? A eso le llama “vida” el poder, y como esa es la causa de todos nuestros males, entonces resistir significa que nunca más tenemos que obedecer.
(Porque solo la lucha nos hará libres).