Imagen: Fotograma de Cuaderno de Agua, de Felipe Rodriguez Cerda.
Cuaderno de agua. Un murmullo en el fin del continente
Sobre Cuaderno de agua (2022), documental de Felipe Rodriguez Cerda.
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Un antropólogo que escribe poemas. Un poeta que filma documentales. Un documental que puede ser ficción, metraje encontrado, carta visual, testimonio apócrifo de un relegado al sur de Chile o apunte antropológico sobre las formas de habitar un archipiélago. Guiño y tributo al documentalismo que se sirve del found footage y el archivo para construir narrativas que entran lateralmente a la Historia o bien intentan, en su seno, buscar un ingreso poético a un terreno usualmente llano: en Chile, Tiziana Panizza y su Tierra sola. Más lejos en el espacio-tiempo, la dupla Resnais/Marker, los viajes de Mekas, etcétera.
Cuaderno de agua (2022) de Felipe Rodríguez Cerda tuvo su primer estreno en la versión 29 del Festival Internacional de Cine de Valdivia como parte de la selección de Cortometraje Latinoamericano. Aunque pueda parecer ocioso mencionarlo, el trabajo de Rodríguez tiene a mí parecer una deriva orgánica que parte con Estela de cóndores fosforescentes, libro de poemas publicado en 2018 como parte del Premio Nacional Óscar Castro en Rancagua. Allí, los poemas recogen voces y recuerdos de personajes que habitan los intersticios de ciudades intermedias cuyo imaginario invúnchico es armado a partir de las experiencias de la migración campo-ciudad y el slang yanqui del régimen neoliberal de vida del cual somos el primer laboratorio.
Pero el libro además cuenta una expansión interesante: Canto de cóndores fosforescentes, un disco de poco más de quince minutos que mezcla el collage sonoro con las texturas espectrales del vaporwave, la música de videojuegos y la propia voz de Felipe recitando y loopeando algunos versos del libro hasta transformarlos en una muralla de ruido ominoso. Volveré sobre esto último a propósito de un aspecto del documental que merece una especial atención.
Por otro lado, Incidentes en el laboratorio (2019) es una pieza documental que apareció en pequeñas cápsulas durante la revuelta chilena. Acá Rodríguez flirtea con cierta estética VHS que desborda los márgenes del cine de nicho hacia el videoclip: una porción importante de los artistas de hip hop –véase, por ejemplo, “Bicflip” del grupo chileno Rapalapar— y trap –en su versión más deslavada y cínica, “Siempre tropical” de Gianluca; en una clave mucho más interesante, los videos de Sajo— se han servido de estos formatos para sus videos, obligándonos quizá a dejar de mirar esta clase de registros en clave retromaníaca: dudo que exista otro género musical más atrapado en las pulsiones del presente inmediato que las distintas versiones de aquello que también han rotulado como música urbana.
La revuelta –entonces—es registrada por Felipe como una liberación de potencias: hace referencia, por ejemplo, a la ausencia del carnaval como ritual que invierte, aunque sea pasajeramente, las jerarquías y los signos del poder. En paralelo, vemos barricadas, el primer plano de una mano que destruye un cajero, lugar donde tiene lugar la liturgia diaria del capital financiero. O, a la manera de un productor, le baja algunas revoluciones al pitch de sonido y video para filmar a un hombre bailando junto al fuego mientras de fondo escuchamos un lento cacerolazo. La revuelta y su posibilidad de volverse fantasma o mera pesadilla en el concierto de la restauración conservadora que vendría.
Me permito este repaso porque encuentro en Cuaderno de agua algunas claves y guiños internos dentro del propio trabajo que Felipe, jovencísimo, ha desarrollado hasta el momento.
Primero, la cuestión del archivo. Cuaderno de agua está construida a partir de piezas filmadas por otros. Según puedo leer en los créditos finales: Peter Hochhausler, Robert Gertsmann y los viajes de Enrique Hollub. Las imágenes nos sitúan en los paisajes del sur austral, puntualmente en el archipiélago de Melinka. Los planos de los archivos recorren los canales, nos muestran a la gente de la isla, la cordillera que cae de pique al pacífico, las chalupas y otras formas de navegación.
Pero antes que todo eso aparezca frente a nosotros, somos puestos en aviso que en 1980, comienzo de la última década de la dictadura militar, el Ministerio del Interior crea la figura del “relegamiento administrativo” mediante el decreto de ley 3.168. “El mencionado decreto faculta al gobierno para disponer la permanencia obligada y de poca población, a una persona sin necesidad de juicio por un plazo de tres meses”.
Ricardo Larraín se sirvió de este recurso para La frontera (1991), largometraje que cuenta precisamente la historia de un relegado que llega a vivir a un pequeño pueblo cercano a Puerto Saavedra. En Cuaderno de agua las imágenes de archivo nos permiten acceder lateralmente desde el cual la voz protagonista va narrándole epistolarmente sus días a Mariana. La voz que da vida a las cartas avanza pausadamente. No podría ser de otra forma: se trata de una situación extrema, absurda y arbitraria.
Sin embargo –cuestión extraña de la dictadura chilena—el paisaje y su monumentalidad terminan por arrobar la mirada: “¿Te acuerdas cuando conocimos el mar en Cartagena? No tendríamos más de 9 años. Y venir a encontrarme al mar de esta forma. Acá la arena es gris, gruesa y se hunde la cordillera de los Andes en el océano. Difícil imaginar para nosotros, ¿no?”, dice el narrador en la voz de la poeta Isidora Vicencio mientras los archivos nos muestran tomas de las muchas formas del azul distribuyéndose entre el mar, las nubes, el cielo y el cinturón de fuego del Pacífico.
De alguna forma, Felipe se permite interrogar estas imágenes para encontrar en ellas algo más. Si nunca sabemos qué estamos filmando realmente cuando filmamos –las vueltas de la historia pueden revelarnos al fantasma en la imagen—, acá esa pregunta se vuelve procedimiento: estos viajes ilustran fragmentariamente la memoria del relegado.
Quisiera recuperar acá una reflexión de Reinhart Koselleck sobre el estatuto del poema frente a la Historia con una cita de su ensayo Sueño y terror: “Un poeta se puede meter en los ropajes de un historiador de tal modo que su texto no permita ninguna determinación de los límites, que más bien intenta eludir. […] puede dar mejor información sobre situaciones problemáticas o conflictos históricos que la que sería capaz de dar ningún historiador”.
Para el caso de Cuaderno de agua, el relato ficcionado ingresa –con las imágenes—a ciertos claroscuros de nuestra historia reciente: además de la Dictadura, se nos habla solapadamente de la violencia colonial que intentó terminar con las formas de vida de los pueblos australes. Mientras el relegado cuenta esto, vemos las imágenes de unas calaveras encontradas en unas cuevas donde además se adivinan algunos conchales. Felipe nos recuerda también sobre la complejidad del archivo antropológico: no sabemos exactamente en qué condiciones fueron realizadas tales imágenes ni cuáles fueron los propósitos de esos viajeros. Y aun así, de cuando en cuando, se nos aparece el primer plano de un Copihue o una jovencita cuya sonrisa nos sobrecoge. La imagen permite que su rostro permanezca. Le ha permitido prolongar su juventud más allá de los mandatos de su cuerpo.
Poeta que recoge los escombros de otros viajeros, antropólogo que es poseído por la memoria de un militante de izquierda: todo en Cuaderno de agua puede ser leído como el esfuerzo por encontrar una zona liminal donde los materiales puedan dialogar poéticamente y acá decimos poética en el sentido de construcción, pero también de extrañamiento: poética en tanto proposición de una mirada, de un modo de mirar.
Para no extenderme demasiado, quisiera atar un cabo que dejé suelto más arriba. Para quienes pudimos asistir a la primera función del documental en el auditorio de la Universidad Austral, el visionado no fue solo una experiencia con las imágenes sino también con el sonido: el documental comienza con el loop vaporoso de algo así como una campana pequeña que va acoplándose al movimiento de los cuerpos, al movimiento del mar y al movimiento de la cámara que avanza sobre el mar: extraño momento para el ojo que nunca puede decidir si es el mar o la cámara la que avanza o retrocede. Oímos también el canto de los gaviotas, pero su gorjeo parece llegarnos desde lejos, como si fuéramos nosotros unos náufragos encerrados en una cueva. Y pienso: así podrían sonar los cuentos de Francisco Coloane.
Nos envuelven entonces los sonidos espectrales, hipnagógicos, que son probablemente las modulaciones más cercanas al modo en que sonaría un recuerdo si sonara; y nos envuelve también, cómo no, el sonido del mar, esa masa de agua inmensa e informe. Agua, un montón de agua que salpica este cuaderno que Mariana, quizá, leerá algún día en la clandestinidad de la ficción.