Cuando el circo termina
Constructor, consecuente hasta la muerte, del mito de sí mismo. Autor torrencial y multifacético. Tanto la vida como la obra de Alfonso Alcalde han alcanzado, para sus lectores atentos, dimensiones épicas. Justificadamente, creo. Su tentativa humana y creativa merece ser considerada una de las más ambiciosas y radicales de la literatura chilena, hasta el día de hoy. Sobre todo en cuanto a convertirse, vital y poéticamente, en un escritor chileno. De vivir el país, los avatares de la supervivencia que la inmensa mayoría enfrenta día a día, como la fuente de una identidad profunda, personal y estéticamente hablando: Soy uno de ellos. Puedo estar en cualquier parte como en mi casa, con cualquiera de ellos, que son los más marginados de todos los marginados escribe en La consagración de la pobreza.
Nosotros nos instalamos en un sector popular como era el subproletariado: los marginados, los aurigas, los cesantes, los payasos pobres y yo viví buena parte de mi vida entre ellos. Contrabandista, empleado de funerarias, minero, panificador, ayudante de la mujer de goma, biógrafo fantasma de la vida de Mario Kreutzberger, entre otros trabajos. La innumerable y fabulosa serie de oficios desempeñados durante su existencia fueron su principal escuela literaria. Una escuela mucho más dura, pero muchísimo más real, que los apacibles pasillos de cualquier academia. Su literatura, la expresión de un aventurero o un buscavidas por vocación, antes que la de un intelectual. La experiencia de ser pueblo como un programa que, a contrapelo del pretendido cosmopolitismo de la generación del cincuenta, compartió con escritores como José Miguel Varas o Franklin Quevedo. Alcalde es el inventor de un lenguaje popular que no proviene de ninguna búsqueda erudita, sino de los bares más tristes y los inviernos más húmedos de Tomé, Curanilahue, Concepción, Lota o Talcahuano, dirá el mismo Varas.
Alcalde a la vuelta del exilio, el 79: He salido otra vez a encontrar al pueblo, sintiendo una fuerza natural para incorporarme a él: es una de las condiciones para un escritor popular. Ese es el planteamiento nuestro, pretendemos interpretar a ciertos sectores populares por estar dentro, no como una curiosidad. Salir a encontrar al pueblo. Entrar en él. Escribir desde adentro. Convertirse en un escritor popular. Definiciones que parecen anacrónicas en un país culturalmente tan colonizado como el actual. Donde la identidad popular parece absorbida o definitivamente disuelta por la igualación artificial del consumo y el espectáculo. Su asignación de roles y deseos ficticios. Las fantasías de su narrativa uniformadora.
Poeta mayor, escritor de una obra vasta y polifónica emprendida como una investigación de alcance antropológico, sus libros se han convertido en claves del conocimiento del hombre de Chile, como escribió Gonzalo Rojas. Un conocimiento construido a partir de la vinculación de la llamada alta cultura y la cultura popular. O mejor, de la anulación de esa falsa diferencia.
Otros ángulos de su quehacer reafirman la coherencia del proyecto de Alfonso Alcalde.
Desde luego, me parece significativa su estrecha amistad con Pablo de Rokha, otro gran explorador del alma nacional. Una relación sentimental y literaria, compartida con escritores como Carlos Droguett, que define cierta estirpe al interior del panorama de las letras chilenas. La de aquellos escritores cuyo material fue la vida cotidiana de los más carenciados, vista desde el ángulo contrario. Justamente, no como una carencia, sino como una épica protagonizada por el hombre común y desarrollada en los espacios ignorados de la vida cotidiana. El ejercicio permanente de inventar y reinventar ese cotidiano, aún en la frontera de la necesidad o la abyección. Esa vivencia mayoritaria como centro de una literatura cuyos pasos se pierden en la muchedumbre, como diría Michel de Certeau.
El periodismo, hasta hoy día, me nutrió de materia prima constante, de seres reales, directos, aliterarios. Alfonso Alcalde ejerció el periodismo como una indagación sobre la vida real, lejos de la comodidad de las redacciones. Su trabajo en la prensa, la radio y la televisión fue una forma de contacto, de primera mano y en terreno, con la gente común y corriente. Su mundo, sus historias. En el mismo sentido, frecuentó géneros menores o desdeñados por la cultura académica como el libreto, el folletín, la crónica o el melodrama. Un escritor más terrestre que celeste, cuya preocupación fue comprender y comunicar antes que acceder a la posteridad o el reconocimiento.
En cuanto a la relevancia de su larga trayectoria como editor, bastaría mencionar la colección Nosotros los chilenos editada por Quimantú. Con tirajes de varias decenas de miles de ejemplares, esta colección creada y dirigida por Alcalde constituye un completo catálogo de la vida y la creatividad popular. Un catálogo construido sobre la base de testimonios directos recogidos en un país, hasta ese momento, sumergido y menospreciado. El país invisible de los humildes y los trabajadores.
A quien no le gustaría que el país que somos, tuviera un buen escritor de esa parte desconocida, distante, horrible y que constituye más de la mitad de los habitantes. La vida conciente de pobreza y locura, los mundos peligrosos, escribió hace algunos años el poeta José Ángel Cuevas. Todas esas entrepieles no las toma nadie, se pierden. La conciencia que nos guía y da luz es la publicidad, ese estilo, ser, tener. Por eso interesa Alfonso Alcalde. Me parece que estas palabras definen bien lo que parece, hoy por hoy, la imposibilidad absoluta de una literatura como la de Alcalde en este país. Un país cuya historia reciente está marcada por la progresiva degradación del Pueblo. Por la suplantación de su identidad colectiva. En vez de Pueblo, sólo Gente. Meros espectadores y consumidores dispersos, sin rostro ni memoria. Seguramente, la potencia de esa luz, la publicidad, ese estilo, ser, tener, es mucho mayor que cuando estas palabras de Cuevas sobre Alcalde fueron escritas.
Alcalde sobre el circo, uno de sus motivos recurrentes: Parte de mi trabajo es sobre el circo, pero no ocurre dentro del circo. No están los payasos haciendo su número, ni la mujer de goma el suyo. Mi obra empieza cuando el circo termina. Porque el circo entronca con una simbología de la vida, no hay acrobacias ni chistes de payasos, el chiste lo hacen con la vida.
Creo que, aún en medio del encandilamiento, de los efectos especiales instalados para impedir que este país pueda reconocerse a sí mismo, la poesía debe ser capaz de hacer justamente eso. Decir, con la mayor claridad de que sea capaz, cuando el circo termina y empieza la vida.
Valparaíso. Julio de 2011