Foto: Paulo Slachevsky
Cuando el mundo sí existe
Atardecer y amanecer son dos polos históricos de incertidumbre. Encierran la separación del día y la noche, del recambio de funciones en la vida cotidiana. La noche considera, en general, el espacio donde se duerme, donde se yace en indefensión. La modernidad formó esa consciencia occidental de dormir tranquilos, de ir a la cama confiados y confiando en el contenido del día siguiente. La seguridad, en este caso, política, viene de un soberano que protege. Esa seguridad se afirmó por largo tiempo en la confianza y paulatinamente ha incorporado a su acervo conceptos de un campo semántico cercano al lenguaje de la economía. Por ejemplo, justicia social, estabilidad laboral, desarrollo, ganancias, producción, consumidor racional, decisión racional, gestión de la información, entre otras. El índice onomástico puede irse de las manos de este ejercicio de amplificación o, si se prefiere, opinión.
Estos días, pasa en Santiago, como en otras ciudades (para no decir comunas) de Chile que al caer y al levantarse el sol, vienen y cambian las preguntas. Al anochecer: ¿cuántos más van a ser parte de la historia de la extinción? ¿Cuánto que ya no tenemos miedo? Ese miedo que tenían los que vinieron antes, los que vemos agotados por un modelo que los ensambló. Al amanecer, el reinicio del día anterior. ¿Cuántos van a salir a la calle hoy? ¿Cuántos están en esto que puede ser histórico? El manejo de la información parece serlo todo. De pronto, uno ya está en Plaza Italia haciéndose presente en la concentración que abre la acotada alameda de Santiago. O está en el núcleo de otra ciudad, en la Plaza de los Héroes en Rancagua; o está en el tránsito entre dos ciudades, yendo de Valparaíso a Viña del Mar. Por variar el caso capitalino.
En 2013 el filósofo alemán Markus Gabriel publicó el libro ¿por qué el mundo no existe? cuyo planteamiento base radica en que el mundo ya no existe, sino que hay infinitos mundos que se traslapan en parte, pero que, parcialmente, son independientes entre sí en cada aspecto. Con esta tesis, que va más allá de la reafirmación mental metafísica (soy yo en un espacio-tiempo), habría una suerte de percepción compartida de ámbitos que integran un orden de cosas. Una relativización de los aspectos del mundo en torno a una configuración de hechos que guardan similitudes. Esto es lo que se llama un “campo de sentido”. Lo que nos hace sentido. Nos hace sentido una lectura de las conductas a partir del set de valores que encarnan las personas. O como esperamos que se vayan a comportar. De ahí la seguridad frente al otro. No solo de estar protegido, sino de saber cuál es el contenido para llenar el recipiente de la esperanza. Y en lo que esperamos está la posibilidad de frustración. No nos hacen sentido las cosas que escapan a nuestra lógica. Nos desconcierta el estado de excepción. Acto seguido, viene la premura por una explicación o una descripción. Para llegar a una especie de paz conceptual que, en el mejor de los casos, se acompaña del diálogo que consiente en ciertos mínimos sobre el “campo de sentido”. O piénsese en un hilo conductor invisible de las columnas y estados en redes sociales que empiezan con “qué está pasando en Chile”.
La seguridad, esta vez, económica es una esperanza que se llena cada día. Una esperanza que empleó Sebastián Piñera en su campaña, en el imaginario de su labor como presidente. Y que ha sido utilizada como bastión propagandístico de ida y regreso en los procesos electorales en Latinoamérica. El hambre versus la prosperidad. La manutención de la estabilidad laboral, mejores oportunidades, mejores empleos. O en el reverso: la crisis económica vista en variables silenciosas. He visto marchar a niños, estudiantes, cesantes, jubilados, huelguistas (por contingencia), trabajadores de uber jobs (accesibles por medio de una plataforma), trabajadores part-time o con jornadas flexibles. En general, es una gran masa de un sector escasa o derechamente no productivo y que puede presentarse en ciudades grandes. Tal vez, una clave del descontento a través del desempleo. Un rasgo común que genera pertenencia a un movimiento. “Formar parte de algo” es probable que pueda ser una fortaleza del primer peldaño de estas manifestaciones. Su aumento, deseablemente, espera convocados a partir de otro tipo de organizaciones: ongs, gremios, sindicatos, centrales, asociaciones de funcionarios.
También es un tema de información. Formando parte de esa masa que sale a manifestarse, la información se vuelve menos asimétrica en algún sentido. Con esa información, se decide estar afuera. Las razones coinciden. La gente, igual. Cuando el mundo sí existe, los pequeños otros mundos se condensan en uno solo. La lucha se identifica en la falta de identificación. Lo que llama la atención de incautos y confianzudos que recetan el ansiolítico contra la violencia. Lo cierto es que la organización –no la identidad- converge en la calle, en la depresión con origen en las políticas públicas (e intervenciones mediáticas) que registra la administración Piñera.
O si se quiere llegar más lejos, el malestar con la mezquindad organizada, con el lumpenfascismo, y la metástasis de la impunidad. Este set conceptual, propuesto por Lucy Oporto, resume el actuar de la derecha. Por otra parte, pienso al neoliberalismo como una estructura semiótica, más allá de sus versiones económica, política y social. El lenguaje es un caleidoscopio. Un ciberespacio. Un zoom. Las dimensiones posibles de un fenómeno son reductibles al sentido y la significación de las definiciones y discursos con los cuales permanece. No solo en lo práctico que resulta identificar el individualismo y el consumismo, sino en la producción de contenidos. O quizás, las noticias y los testimonios del futuro. Censores y filtros de la posverdad desde el teléfono versus la eterna consigna de la ignorancia de la gente. La subestimación que la clase ilustrada hace para segmentar y desdeñar. La traición de la complejidad en manos de los traficantes de lucidez como Carlos Peña y Patricio Navia.
Con todo, me parece problemático el lenguaje con el que se leen estas jornadas de protesta, so pretexto de no dar un nombre que resuma no solo los acontecimientos ocurridos con posterioridad a las evasiones masivas del metro, sino una serie de protestas por separado y verificadas, con un aumento considerable, en la década que ya culmina. El lenguaje de la economía es el eje de la administración Piñera. La intervención con el paquete de medidas, agenda social, no hace más que desvelar la lectura del conflicto como una huelga de empresa. Un cambio de preguntas, dijo. No es un cambio de preguntas, es una falta de blanco. Leámoslo así, pese a que no hay con quién ni qué negociar, no es un asunto de mejoras contingentes y continúas. Al gobierno le urge recuperar la confianza perdida. O la pérdida del desarrollo, en la idea de Alain Peyrefitte. A estas alturas, ya no es posible.
Me inquieta el uso de anacronismos como “cacerolazo”, “toque de queda” o “pueblo”. Esto demuestra que el lenguaje de la coyuntura y del futuro no quiere volar del nido de la guerra fría. Y por cada reproducción, echar aún más raíces. Una salida de emergencia de la posdictadura y un sueño dogmático del cual despertar ya. Un teatro cuya siguiente función podría ser el estiramiento del espectro político. Resulta curioso que esta década las calles hayan coreado “el pueblo unido jamás será vencido” y “el pueblo unido avanza sin partido”. O lejos de la calle, en la tinta del chiste, el aforismo de Nicanor Parra: “izquierda y derecha unidas jamás serán vencidas”. Esta parece ser una caricatura de guerra. La violencia es una confianza traicionada.
“Estado de excepción” también tiene una retórica empapada del siglo pasado. Un poco por su sustrato teórico en las tesis de juristas y filósofos como Carl Schmitt y Giorgio Agamben. Otro poco por su constitucionalización a través de la reforma introducida por la Ley N° 18.415, de 1985 (donde no figura el término “toque de queda”). La tesis del estado de excepción vino a rellenar conceptualmente el vacío legal y político en que se transitó de un sistema jurídico vigente hasta el golpe, las actas constitucionales y la constitución parida al alero de la comisión Ortúzar. Una tesis que vino a justificar el botón para resetear las circunstancias políticas de una sociedad. Y que sigue justificándola una y otra vez. La protesta no es excepción. Tampoco es normalidad. Escapa a esos ciclos de fluctuación normativa. La clasificación de la protesta en alguna taxonomía no hace más que dar prevalencia a la ley. El gobierno quiere decirnos que la protesta, esta protesta es excepción por eso la minimiza y reprime. Parece una guerra. No estamos en guerra. Si así fuese, ¿no correspondería aplicar el “estado de sitio” del artículo 40 de la Constitución? No atiendas al mensaje, atiende a sus golpes. Estamos bajo el terrorismo del Estado a través de sus fuerzas de orden y seguridad y de su parrilla multimedia.
Los términos referidos anteriormente confunden los datos y gestionan el shock. Al lado de la estación Baquedano, ayer vi una pegatina que decía “2019 = 1973”. Como si esto fuera una vendetta o un segundo round con la dictadura. No, no lo es. Que el oficialismo sea heredero político de Pinochet, que varios nombres se repitan en la administración (rápido: a las dos fotos que muestran a Chadwick al lado de Pinochet y al lado de Piñera), no quiere decir que la dictadura sigue, sino habla de la tensión que quedó de la polarización ideológica y de lo atrapados que estamos en un ciclo institucional que debió terminar hace décadas. Una transición que sigue transitándonos. El día de la marmota o la política chilena. Ahora bien, el desafío no viene dado por una nueva constitución, pero ésta sí permitiría una actualización de términos y condiciones legales de cara a una nueva década y por qué no, a un nuevo ciclo de posibilidades políticas y sociales. Y no hablo de más opciones en la papeleta como el Frente Amplio y el neopinochetismo. La gente no teme ni se deja engañar.
No estamos en guerra. Ellos están en guerra. Ellos ponen estado de sitio de facto. Nosotros, estamos unidos. Y no como quisiera ese liberalismo farsante como sujetos predecibles, sino unidos en el mundo, en la pelea. No olvidemos que el mundo, el porvenir no será lo que quedó atrás, sino una reconstrucción compuesta por lo que hacemos, lo que somos y lo que soñamos.
Santiago, 23 de octubre de 2019