Foto: Paulo Slachevsky
De la guerra de los mundos a los mundos de la guerra
I.
“Hoy sabemos que en los primeros años del siglo XX nuestro mundo estaba siendo observado por unos seres más inteligentes que el hombre y, sin embargo, igual de letales”
Con esta sentencia Orson Wells, quien más tarde sería uno de los más paradigmáticos directores de cine del siglo XX,comienza la serie dramática The Mercury Theatre on the air, el 30 de octubre de 1938, a las 9 PM.
Trasmitido en vivo y en directo a través de CBS radio e inspirado en la novela La guerra de los mundos de H.G. Wells, este famoso radio-teatro intentaba recrear una intempestiva invasión extraterrestre que esa noche comenzaba apoderarse de los EEUU. Mediante un conjunto de boletines informativos que de cuando en cuando interrumpían la programación, el relato sobre la supuesta invasión fue generando progresivamente el pánico en gran parte de los auditores. A pesar de las advertencias sobre su carácter ficticio indicadas por locutor al comienzo de la emisión, nada impidió que se transformarse rápidamente en una situación altamente creíble. En gran medida, esto se debió a dos condiciones fundamentales.
Por una parte, Orson Welles tenía plena conciencia de que la información periodística radial representa, en sí misma, un particular modo de dramatización, una específica puesta en escena que, si se cumplen ciertas reglas de composición, es muy previsible que adquiera un tono de veracidad. No podía ser de otra manera si lo que él pretendía era gastarles una broma a sus compatriotas durante la víspera de Halloween.
Por otra parte, la inadvertencia de los auditores de que toda noticia es siempre e inevitablemente un artificio narrativo, permitió generar en ellos la impresión de estar verdaderamente siendo víctimas de un ataque exterior.
De este modo, la capacidad genial de Wells para servirse del recurso de los boletines de último minuto y el candor de los oyentes en su desconocimiento de las reglas que edifican el efecto real de toda noticia, fueron los ingredientes cuya mezcla detonaron el pánico. Si era completamente invisible para los auditores la “forma” de la noticia, era también inevitable que su “contenido” -la inminente invasión- creciera en plausibilidad al extremo de tornarse un hecho innegable.
El espanto se apoderó rápidamente de las calles de Nueva York y Nueva Yersey, justamente los lugares de donde presuntamente eran emitidos los distintos despachos periodísticos. Las comisarías comenzaron a atestarse de atemorizados ciudadanos clamando protección policial. Si hay una invasión, la única manera de enfrentarla es mediante una declaración de guerra que, por definición, solamente un Estado puede consumar.
II.
“Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie”.
Con esta sentencia, el domingo 20 de octubre de 2019, el presidente de la república Sebastián Piñera, rodeado de militares y de la prensa nacional, realiza una de las alocuciones más cuestionadas por la opinión pública durante el estallido social. Por otra parte, ese mismo día y a través de las redes sociales, se filtra un audio de su esposa Cecilia Morel quien, desconcertada, asegura a una amiga que el gobierno está completamente sobrepasado ante la violencia de la revuelta, una violencia que parece provenir de una fuerza desconocida asimilable a una invasión alienígena. Ahora bien, la pregunta que cabe hacer al respecto, es por qué tanto la sentencia del presidente como la metáfora de la primera dama han resonado no sólo como algo inverosímil, sino francamente ridículo. Ello se debe, quizás, a que tales alocuciones constituyen exactamente el sentido inverso de aquellos ingredientes que se dieron cita en el programa radial del ´38.
En efecto, a diferencia de Wells, el presidente creyó ingenuamente utilizar el mecanismo comunicacional más adecuado para enviar un mensaje que deje al país sin ninguna duda sobre su autoridad y decisión ante los acontecimientos. Apelando al clásico recurso mediático de la dictadura, le habló a la población desde el soporte unidireccional y centralizado de la televisión de manera muy similar a la lógica de la “cadena nacional”, sin espacio alguno para la réplica de la prensa.
Por otra parte, y a diferencia de la candorosa audiencia norteamericana de los años ´30, la ciudadanía contemporánea es completamente consciente del carácter eminentemente ritual de la política pues entiende que ella, más que de contenidos, se sustenta en “formas” y “gestos”. Por ello, no le da lo mismo que el presidente hable rodeado de militares un día y, pocos días después, haga anuncios de solución a la crisis en un desayuno en la Moneda, esta vez, rodeado de adultas mayores. A ello habría que agregar el flaco favor que una de ellas le hace al libreto presidencial cuando, al término de sus anuncios, comienza a aplaudir y vitorear al presidente como si se tratase de una ferviente militante de alguno de los partidos oficialistas. Dada la sorprendente impericia comunicacional del gobierno, no sería arriesgado asegurar que la intervención maníaca de aquella señora, lejos de toda espontaneidad, estaba completamente pauteada.
Evidentemente, ni la genialidad de Wells ni la ingenuidad del público se dan cita aquí como los ingredientes necesarios y suficientes para volver plausible una nueva Guerra de los mundos, esta vez, en las vísperas del Halloween criollo de 2019. Por el contrario, y más allá de representar el inverso simétrico de la credulidad obtenida por el programa radial de la CBS, la ciudadanía no sólo descreyó de una supuesta guerra ante un enemigo poderoso con características alienígenas, sino que además se mofó de las sentencias del presidente y de su esposa al considerarlas el signo más evidente de la puerilidad de nuestros gobernantes.
Lo que finalmente desencadenó el mensaje televisivo del 20 de octubre no fue el pánico sino la mofa: el propio engañador -el presidente de la república- ha sido la primera víctima de su bufonada al creer “realmente” que el montaje mediático de aquella noche tendría efectos similares a los de 1938. El presidente creyó manejar a la perfección el formato de su farsa -como Wells-, al mismo tiempo de inadvertir que la ciudadanía concibe a la televisión como un medio altamente manipulable, que la “televisión miente”, como indican miles de pancartas y rayados plasmados durante las jornadas de protesta. Al día siguiente de la transmisión, Wells pidió disculpas públicas frente al temor suscitado por su engaño radial. Tres días después, Pinera se vio obligado a pedir perdón, pero por razones completamente opuestas: lo que dijo fue recibido como una soberana estupidez. Nada hay más patético que el propio estafador sea el único engañado por su inconmovible fe en el éxito de su farsa.
III.
No hay espacio posible para una “guerra de los mundos”, salvo para los alienígenas que están hoy en el poder. Ellos no saben que son la fuente de su propia pesadilla, cuestión que no puede más que generar la risa carnavalesca de todos nosotros, los simples terrícolas. Pero si bien no hay espacio para esa guerra en la medida en que estamos en el inverso simétrico de aquella, sí parece posible en cambio hablar de “los mundos de la guerra”, de una multiplicidad de perspectivas que va forjando una contienda completamente indefinible. Solamente en este sentido parece admisible considerar que, efectivamente, “hay guerra”, aunque por cierto una muy distinta a las declaradas por un Estado o un gobierno. Bajo estas nuevas circunstancias, decir que “hay guerra” es muy similar a decir “llueve”, “está lloviendo” o “hay lluvia para hoy”. Si bien la lluvia parece ser efectivamente “una” no podríamos, sin embargo, decir que ella posee límites definidos, susceptibles de ser trazados clara y definitivamente. Es en este sentido que la lluvia jamás es “una”. Por estar compuesta de incontables gotas, cada una diferente de la otra, tornan imposible el intento de dibujar una frontera que fije completamente su figura y permita, con ello, reconocer su unidad.
Al igual que todo aguacero, “los mundos de la guerra” acaecen hoy como “una” tormenta informe, insubordinada, multiplicada por un régimen de comunicación y acción multidimesional. Si hoy en día Orson Wells quisiera replicar su socarrona invasión extraterrestre en el contexto tempestuoso de las redes sociales, quizás habría recurrido a algo muy similar a la farsa digital, algorítmicamente asistida, de Cambridge Analytica y jamás la candorosa torpeza mediática y obsoleta de Sebastián Piñera.
Por lo mismo, debemos comprender que la multiplicación de los mundos, si bien se asemeja a una lluvia, no ha caído del cielo. Tal multiplicación de realidades es la prolongación natural de la dinámica del mercado, cuyo comportamiento muchas veces ha sido comparado con los devenires del clima.
Aquella ciudadanía que hoy se mofa de la precariedad de los recursos comunicativos de su gobierno, ha sido también conminada por el neoliberalismo durante décadas a navegar en la tormenta permanente del mercado. Obligados a sortearla en solitario y aferrados cada uno al mejor flotador que se pueda adquirir, cada cual, como en un naufragio, trata de apoyarse en su vecino sin importar hundirlo si ello permite la sobrevivencia. Si cada flotador es un mundo, el mercado funciona justamente como la más perfecta “guerra de los mundos”, donde todos figuramos como alienígenas para todos.
Si la tormenta invisible, cotidiana y “normal” de esta guerra -la gran bellum omnia contra omnes– es quien ha forjado la multiplicidad molecular de los mundos individuales, su inverso, los “mundos de la guerra”, debe sostenerse en cambio en la acción conjunta y sin jerarquía de todos sus átomos. La insubordinación que la multitud callejera muestra ante cualquiera que intente dibujar los límites de su manifestación o someterla a los recuentos oficiales de la autoridad, es la misma porfía natural con que la lluvia imposibilita toda intención de delimitarla. Si bien hay multiplicidad de mundos, así como de gotas o de átomos, no podemos olvidar de que, efectivamente, “hay lluvia” y, por lo mismo, “hay guerra”. No obstante, nadie puede apropiarse de su semblante, nadie puede decidir sobre sus bordes o confines. Si el mercado y el capital son in-formes, la guerra contra ellos es indeterminada e inmanente a su propio desenvolvimiento.
Por ello, la mayor lucidez para estos tiempos es aceptar que no dominamos el libreto de la narrativa histórica del mismo modo en que Wells controlaba conscientemente el formato periodístico de su broma radial. Esa lucidez es quien hoy suelta su carcajada callejera ante la pretensión presidencial de repetir la vieja “guerra de los mundos”, como si creyésemos que la autoridad sabe algo que no sabemos, o como si nosotros no supiéramos que la autoridad, en el fondo, nada sabe y mucho teme. Hasta el momento, solo tenemos un punto a nuestro favor:
Hoy sabemos que en los primeros años del siglo XXI nuestros mundos estaban siendo gobernados por unos seres menos inteligentes que nosotros y, sin embargo, mucho más letales.