(Des)formación de ciudadanía y fracaso democrático en el Chile de la postdictadura
Grínor Rojo es uno de los intelectuales más activos y vigentes en nuestra escena cultural. Sus agudos análisis, comentarios, prólogos y conferencias concitan el interés de estudiantes, académicos y los no tan especializados, ya que si existe una constante en su trabajo, es hacer visible e inteligible lo que el lector medio de la realidad social, política, literaria y filosófica, en ocasiones pasa por alto o bien omite, por concesiones, obsecuencias y acomodos. Rojo hace todo lo contrario, bregar a contracorriente y lanzar sus dardos o caricias desde una trinchera imprescindible para cualquier lector atento de la realidad chilena y latinoamericana. Este año LOM ha querido compilar algunas de sus últimas intervenciones, bajo el categórico título: Discrepancias de Bicentenario. “Discrepancias –dice Grínor– con lo que está sucediendo en nuestro país cuando, después de habernos visto en la desdichada situación de soportar una larga noche de oscurantismo económico, político, social, cultural y moral, que se extendió durante diecisiete años nada menos, me resulta evidente que en los veinte que les siguen nuestra existencia colectiva ha transcurrido a media luz. Augusto Pinochet está aún con nosotros, reconozcámoslo”, concluye en las líneas introductorias.
El texto que entregamos de forma íntegra en Carcaj, “(Des)formación de ciudadanía y fracaso democrático en el Chile de la postdictadura”, es una conferencia leída en las IX Jornadas de Literatura Latinoamericana (Niterói, Brasil) a comienzos del 2010.
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Puedo empezar esta crítica parafraseando el célebre dictamen de Radomiro Tomic. Se recordará que él decía que “cuando se gana con la derecha, la derecha es la que gana”. Reformulo yo ahora ese dictamen de la siguiente manera: “Cuando se gobierna con políticas de derecha, la derecha es la que gana”. Esto, y no otra cosa, es lo que a mi juicio explica –puede que no completa, pero sí predominantemente– lo ocurrido en Chile con el cambio de gobierno, en 2010, cuando la Concertación de Partidos por la Democracia perdió la elección presidencial. La perdió porque más, mucho más consistente con lo que se venía haciendo en nuestro país desde el eclipse pinochetista –esto es, con el neocapitalismo económico, con las políticas democrático-restrictivas, con los paliativos sociales de diversa naturaleza (muchos de ellos estimables, lo admito) y con una orientación cultural que ha hecho de la banalidad carnavalesca el epicentro de sus preocupaciones–, era que fuese la derecha misma la que empuñara “las riendas del poder”. Puede que “no diera lo mismo” votar por uno u otro de los dos candidatos finalistas, como muchos nos lo advirtieron hasta el punto de la majadería, pero así es como “la gente” lo sintió (no lo pensó, “lo sintió”). Sintió que, puesto que las expectativas de gobierno de la Concertación eran en lo sustancial expectativas conmutables con las de la derecha, mucho más lógico era que fuese la derecha quien se encargara de aplicarlas. Y, en esas condiciones, ¿por qué no votar por la antiConcertación? Si las políticas que se iban a implementar, fuese quien fuese el elegido, no se sentían muy diferentes las unas de las otras, si no obstante la monserga repetida hasta la náusea a los electores nadie les había enseñado a medir y a apreciar la diferencia, ¿por qué no darle a la derecha la oportunidad que tanto deseaba? Por supuesto, la Concertación de Partidos por la Democracia perdió también la elección presidencial del 2010 por otras razones, por el añejamiento de sus líderes, por la pobreza de su programa, por un candidato pésimo y por una campaña electoral llena de torpezas y ambigüedades, pero más importante que todo eso, en la gran catástrofe política del Bicentenario, creo yo que fue el tipo de conducción que se le estaba dando al país hasta entonces y del cual los políticos del conglomerado concertacionista eran protagonistas y responsables. No perdieron ahora, empezaron a perder desde el día mismo en que asumieron el gobierno, al poner en ejercicio una plataforma basada en la negociación y la componenda con lo que todavía estaba vivo, y muy vivo, del statu quo pinochetista y parapinochetista.
En el área chica, las políticas educacionales y culturales de la Concertación de Partidos por la Democracia no solo no contrarrestaron los peligros de ese tipo de liderazgo, que mantenía en vigencia los planes y programas del gobierno anterior, sino que se pusieron a su servicio. Los aparatos educacionales y culturales de Estado chileno fueron, durante veinte años, caninamente obsecuentes con respecto a los objetivos de la postura estratégica principal: la aceptación (realista, se dijo), de la validez de mucho de lo obrado por el régimen de facto y su prolongación con morigeraciones. Eso se constituyó en materia de sentido común, de sensatez reconocida e inobjetable, y sus consecuencias fueron nefastas. Porque lo cierto es que a una política económica
neocapitalista, a una política de democracia restrictiva y a una política social de corte asistencialista (beneficiosa en muchos aspectos, ya lo he dicho, en cosas tales como la salud, la vivienda, el trabajo, etc.) no les hacen falta ciudadanos enteros y activos. En otras palabras: esas son políticas que no requieren (y a las que más bien les estorban) los sujetos con conciencias despiertas, los que se ponen las pilas respecto de todo cuanto sucede en torno suyo, informados, reflexivos y ansiosos de participar. Por el contrario, lo deseable para quienes las hacen suyas son las personalidades anómicas, es decir los individuos en estado de aislamiento, sin una conciencia definida respecto de sí mismos y de su papel en el mundo.
Todo para el pueblo, pero sin el pueblo. No es que quienes nos gobernaron entre 1989 y 1999 no le hayan tenido amor al pueblo, por lo tanto. Pensar de ese modo sería acusarlos de cinismo. No hay tal. Yo no tengo dudas de que ellos, sinceramente, querían darle al pueblo de Chile una “vida mejor”. El problema es que no creyeron en que también era preciso abastecer a ese pueblo al que ellos tanto querían con los elementos que le iban a permitir pensar y actuar por su propia cuenta.
Entre tanto, la “modernización” neocapitalista puesta en marcha por los asesores económicos de Pinochet, y continuada y perfeccionada durante los gobiernos de la Concertación, estaba cambiándole la cara al país. Una nueva especie de sujetos había entrado en el escenario histórico, y a esos sujetos la política en su sentido más profundo, que es el de la práctica de la ciudadanía, entendida ésta como el despliegue de una vida activa al interior de la polis, como la participación que cada uno de sus habitantes puede y debe tener deliberando y decidiendo acerca de los asuntos que conciernen a su comunidad, les importaba un comino. Mucho más les importaba ganarse, a codazo limpio y sucio, un lugar prominente en el mundo. En las poblaciones los jóvenes que no tenían acceso a lo que a través de la publicidad la maquinaria consumista les decía que estaba al alcance de todos, daban a conocer sus frustraciones con el resentimiento y la ira que bien conocemos. En los “barrios buenos”, donde viven los “otros jóvenes”, los que sí tenían acceso a aquello que a los de las poblaciones les estaba vedado, ésos decían no estar “ni ahí”.
Se habló de “reencantarlos”, como si fueran culebras necesitadas de un fakir. Pero lo concreto es que las condiciones objetivas en el país de los “emprendedores” los alejaban de la política y que tampoco a los políticos les interesaba que ellos metieran la nariz en su negocio. En cambio, como bien lo supieron los romanos, una dosis generosa de circo ayudaba a sobrellevar tales tristezas.
En proporción directa al ahondamiento de la brecha entre los empoderados y los desapoderados, el circo multiplicaba sus actividades. Circo contemporáneo, claro está. Es decir, el de unos medios de comunicación que atienden mucho más a los enredos amorosos de las modelos y actrices de las teleseries que a mantener informados a sus receptores, el de una televisión que debe autofi nanciarse (hablo de la TV pública, que por eso mismo no tiene nada de pública) y para la cual los números del rating son la primera de sus prioridades, por lo que se ve obligada a apuntar, indefectiblemente, cuanto más bajo mejor; de una cultura pública entendida como una sola e interminable kermese; y, en general, del predominio de una cultura del “entretenimiento”, es decir, de la “distracción”. Llenarles su cabeza a los habitantes de Chile con banalidades a cambio o en vez de darles las herramientas que les hubieran permitido crecer como personas. De acuerdo, yo reconozco el ensayo de algunas iniciativas de un “vuelo” más alto, como fue el establecimiento de un Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, en 1993, durante el gobierno de Aylwin, y la creación del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, en el 2003, en el sexenio de Lagos, o incluso de otras ideas de vuelo menor y algo pueril, como ocurre con el “maletín literario” de Michelle Bachelet. Pero esas fueron iniciativas que nunca estuvieron a la altura de lo que prometían. Nada de eso bastó para compensar por lo que en el país estaba faltando y cuya puesta en ejercicio constituye una tarea de la que los gobiernos responsables no pueden prescindir: una formación ciudadana y democrática. Si es verdad que en los veinte años pasados mejoraron en Chile las condiciones de vida de la población, si la pobreza disminuyó, si hubo vivienda para los sin casa, redes de protección social para los sin trabajo y si se amplió la salud pública y se incrementaron las pensiones, también es verdad que en materia educacional y cultural hubo un descuido suicida. Por las razones que sean, o porque el ideologismo neoliberal estaba convencido de que la autoridad no debía inmiscuirse en la vida privada de las personas o porque la desmovilización social produce estabilidad (o, como proclaman los burócratas a cargo de estos temas, “gobernabilidad”) o porque una ideología tecnocrática obtusa juzgó que el pueblo era inepto irremediablemente o porque había intereses de por medio que se consideraron intocables, se optó por no incluir en la agenda de gobierno una cultura y una educación destinada a convertir a quienes la adquirían en sujetos pensantes y políticamente eficaces. Como esos sujetos no existían, ni tampoco se deseaba que existieran, las “reformas”, que las hubo, se hicieron siempre desde arriba. Por ejemplo, la reforma educacional, la reforma de la salud y la reforma de las pensiones. Como escribí en otra parte, todas ellas se hicieron a medias (y a veces ni siquiera a medias, como ocurrió en el caso de la educación, donde la maraña de intereses creados es tal que no hay político que se atreva a meter las manos), entre otras cosas porque los directamente afectados nada o muy poco pudieron decir a su respecto. Y, por último, aunque de suma importancia, también Lagos modificó la “ley de las leyes”, la Constitución que Pinochet se mandó a hacer en 1980 y que es la que todavía nos rige, pero no la cambió. No llamó a una asamblea constituyente, porque en este aspecto como en los otros, o en este aspecto con más convicción aún que en los otros, él estimó innecesario hacer lo que un manual democrático mínimo hubiese recomendado.
De ahí que los habitantes de nuestro país adolezcan hoy de un déficit ciudadano y democrático que creíamos haber dejado atrás hace años y que estemos pagando las amargas consecuencias de ese déficit con un retorno del pinochetismo al poder. No hay entre nosotros cultura ciudadana y democrática o la que hay es patéticamente insuficiente. Michelle Bachelet ha tenido un altísimo nivel de aprobación, como todo el mundo sabe, pero que no fue traspasable al candidato de la Concertación y no por una esquizofrenia de los electores sino porque ese nivel de aprobación era suyo y nada más que suyo, era el producto de su carisma personal. Los que se pirraban y se pirran por ella lo hacen no por su política, que puede ser más o menos lúcida, sino por su simpatía y calidez. Y es gracias a la falta de raciocinio político de los chilenos que la derecha hace su mejor recogida. Porque la derecha, que no cree por principio en la capacidad que el pueblo tiene para gobernarse a sí mismo, sí cree en que el pueblo puede ser manipulado. La Iglesia Católica tiene siglos de experiencia en el tema, a lo que hoy se añade la potencia persuasiva de unos medios de comunicación cuya fortaleza tecnológica se dobla y redobla de año en año y que solo sirven en proporción al dinero que en ellos se invierte. La derecha chilena ha sabido sacarle partido a todo eso. Ellos son los dueños de más del noventa por ciento de la prensa escrita que se publica en el país, de buena parte de las radios y de casi todos los canales de televisión. Manejan las grandes editoriales, los colegios y las universidades privados.
Proporcionalmente al número de los habitantes de Chile, el Opus Dei y los Legionarios de Cristo tienen más escuelas y universidades entre nosotros que en cualquier otra parte del mundo, todo ello mientras que el sector público de la educación retrocede no solo en calidad (lo que es notorio y lo demuestran docenas de documentos oficiales), sino también en tamaño (40% del alumnado en los colegios públicos existentes en este Bicentenario contra 60% en los privados, y conste que hace diez años, la proporción era inversa). El resultado es que la Unión Demócrata Independiente, que se autodefine como un partido “popular”, siguiendo el modelo de la derecha española postfranquista, es, y no por casualidad, el partido más votado del país. El pueblo chileno vota por la derecha e incluso por la extrema derecha, aunque idolatre a Bachelet. Esa es la realidad, y los índices de aprobación de Bachelet son los índices de aprobación de Bachelet y nada más. Entre tanto, el centro y la izquierda siguen pensando que “la mejor política comunicacional es no tener política comunicacional”. Y eso no es cierto. Porque no somos dueños de nuestra conciencia hasta que alguien nos enseña cómo darle el uso que más nos conviene. La ciudadanía y la democracia no están inscritas en nuestro código genético. No nacemos con ellas adentro sino que las añadimos a lo que somos en la medida en que forjamos culturalmente nuestra identidad individual y colectiva. Los viejos partidos de la izquierda sabían esto muy bien y por eso se pensaban además como escuelas. ¿Por qué abandonaron esa línea de trabajo? Yo me temo que por temor al “adoctrinamiento”, o sea por la introducción en la conducta de esos partidos de un pudor liberal ingenuo según el cual enseñarle a sus miembros a pensar equivalía a enseñarles a creer en la existencia de Dios y en la sacralidad de su iglesia. Cierto, hubo sectores de la izquierda que asumieron la función pedagógico-partidaria de esa manera. Fueron los dogmáticos furiosos, ellos también comportándose como si las políticas de izquierda fuesen una nueva religión.
Rigidizaron de ese modo tanto los programas como las orgánicas de sus partidos, convirtiendo a los primeros en breviarios y a las segundas en destacamentos de creyentes a cuya cabeza los secretarios generales eran cardenales y los locales obispos. La reacción contra eso, indispensable sin la menor duda, fue cambiarse de casa, mudarse a la vereda contraria. Olvidarse de la función pedagógica. Ni unos ni otros entendieron el significado profundo del “en sí” y el “para sí” hegeliano y lukacsiano. Los renovadores se quedaron con el “en sí”, en tanto que respecto del “para sí”, esto es, respecto del trabajo que tiene que hacerse ineludiblemente con vistas a la construcción cultural de las identidades ciudadanas, él les pareció sospechoso porque implicaba entrometerse en la vida íntima del prójimo. Actuaron al cabo como los malos maestros chasquilla: lo ignoraron. La consecuencia fue una militancia ineducada y, por extensión, el término de la labor pedagógica del partido en el mundo.
Por eso perdieron. Por eso perdió la Concertación de Partidos por la Democracia la elección presidencial chilena de 2010, y poniendo una vez más a nuestra democracia en peligro. Porque de nuevo, como en los tiempos de la Unidad Popular, con la ingenuidad del marxismote escuela primaria, se pensó que un buen manejo de las estructuras iba a producir como por encanto la activación de la superestructura. Creyeron que el pueblo chileno los iba a querer porque ellos le estaban regalando una vida mejor.
No pasó así, porque no podía pasar así. Sin educación y sin cultura la democracia se muere. Sin unos colegios públicos de calidad, en los que la educación cívica constituye un componente sustancial del currículo, sin unas universidades públicas de calidad, que entienden que antes que la de formar profesionales su misión es formar personas, y sin una cultura pública de calidad, que estimule el pensamiento y dé alas a la imaginación, sin que todo eso esté presente, no hay democracia posible.
¿Qué podemos esperar ahora? Yo creo que dos cosas, obedeciendo a las dos almas de la derecha y que, pese a todos los esfuerzos de Jaime Guzmán por unirlas, continúan siendo dos, aun cuando también sea cierto que en un régimen de entente cordiale y con una compartimentalización de funciones más o menos clara. De un lado, están los neoliberales de los que sabemos bien lo que se puede esperar: la puja por promover una mayor acumulación capitalista, a través de nuevas privatizaciones de los medios productivos (a la luz del día o encubiertas. En este último caso, incorporando capital privado en la Corporación del Cobre, pero sin que Corporación del Cobre deje de ser propiedad del Estado, por ejemplo), y de un “mejor” aprovechamiento tanto del gasto social como de la fuerza de trabajo (reducción o privatización del gasto, con el pretexto de darle un uso más eficiente a los recursos del Estado, retroceso en materia de leyes sindicales, flexibilización laboral, etc.); y, en segundo lugar, desregulando a diestra y siniestra y abriendo el país, más aún de lo que ya está, a la inversión extranjera (garantías de diverso tipo a los capitales provenientes del exterior en desmedro de la preferencia que tendría que dárseles a las empresas locales).
Del otro lado, están los conservadores católicos, los de pasado franquista o neofranquista. Éstos van a tratar de quedarse con los ministerios sociales y los de educación y cultura, porque es ahí donde consiguen lo que les depara la satisfacción mayor. Mientras los neoliberales meten o tratan de meter en su cintura (en la de ellos, por supuesto) a los trabajadores, por la fuerza o dorándoles la píldora con un uso millonario de los mass-media, los conservadores serán los que se encarguen de “asistirlos” material y espiritualmente. Producirán el bálsamo con el que se suavizan las tropelías de los otros. Su misión consistirá, en este sentido, en desactivar los conflictos, en convencer al pueblo acerca de las bondades del sacrificio o, si es que el sacrificio es mucho, en aminorarlo con “obsequios” periódicos (“bonos” o “beneficios” directos). Pero no solo eso. Como son conservadores católicos, que andan trayendo la verdad en el bolso y a los que no detienen las inhibiciones cuando se trata de adoctrinar a los paganos, se encargarán también de “llevársela” a los pobres que carecen de ella. Expandirán así su campaña proselitista en las poblaciones, en las escuelas, en los centros sociales y culturales de toda índole, propagandizando su “agenda valórica” y teniendo como meta la próxima elección presidencial. Sebastián Piñera se puede consumir en los infiernos, pero ellos no. Ellos serán los hombres buenos, los hombres de iglesia y familia, que están a salvo de culpas y listos para asumir el poder cuando les llegue la hora y para sumirnos entonces, a todos los demás, en una nueva era de oscuridad medieval.
¿Es ése nuestro destino inevitable? No, pero es nuestro destino posible. A menos que quienes ahora están siendo opositores se percaten por fi n de que una educación y una cultura públicas, que estén al servicio de la ciudadanía y la democracia, no son la quinta rueda del carro. Me refi ero a una educación y una cultura para las que no existen verdades absolutas y que por lo tanto no obligan a las personas a la adopción a ciegas de un cierto tipo de pensamiento. En cambio, proveen a esas personas con los medios para pensar por su propia cuenta, para saber en qué mundo viven y llegar a sus propias conclusiones, en el entendido de que esas son conclusiones que podrán criticarse y modifi carse cuando nuevos elementos de juicio se hayan agregado a los que ya existen y la sana razón haya demostrado que ellos son atendibles. No otro debiera ser el aprendizaje de la Concertación en la hora de su ignominiosa derrota. Ni los encantamientos hinduistas, ni los líderes carismáticos, ni la promesa de un segundo o un tercer televisor en el living room de la casa pueden suplir la ausencia de esta clase de autocrítica. ¿Asimilarán el centro y la izquierda chilenos la lección? ¿Tendrán la valentía de mirarse al espejo y
de evaluar objetiva y sinceramente lo que han sido y lo que son? Yo tengo mis dudas.
2 de febrero de 2010
P.S. del 5 de marzo de 2010, días después del terremoto del 27 de febrero. En el 2010, Sebastián Piñera podrá contar con:
1. La reactivación, por más insuficiente y lenta que ella sea, de la economía mundial. Chile, que basa el grueso de su economía en la exportación de recursos primarios (la mayor parte no renovables, recuérdese), tiene mucho que ganar con esta circunstancia.
2. Los “ahorros” del último ministro de Hacienda de la Concertación, Andrés Velasco.
3. El buen crédito internacional del país.
4. Una justificación inobjetable, el terremoto del 27 de febrero, para una “reasignación” de los “ítems” del presupuesto nacional. Y, claro está, una excusa, no menos inobjetable, para no dar cumplimiento a las promesas de campaña.
5. La demanda fresca por bienes y servicios y, por consiguiente, los puestos de trabajo que se generarán necesariamente durante el proceso de la reconstrucción (de paso, las empresas inmobiliarias, sometidas a toda clase de impugnaciones después del cataclismo, también harán su agosto a causa de esto).
6. La natural buena disposición que tendrán los chilenos, como consecuencia de la catástrofe, para el ensayo de un espíritu de unidad nacional. Y, basado en eso mismo, el surgimiento de una mística movilizadora, de una “causa”, algo que tanta falta nos ha hecho en los últimos años, sobre
todo a los más jóvenes.
7. Por último, la más que probable autoinhibición de los partidos opositores, por una parte (la derecha de la Concertación ya ha empezado a hablar de una “democracia de los acuerdos”), y por otra, de los sindicatos, federaciones de estudiantes, etc., los que tenderán a contener o morigerar sus reclamos para no crearle problemas al quehacer reconstructor…
* Leído originalmente en Niterói, Brasil, en las IX Jornadas de Literatura Latinoamericana. JALLA 2010. “América Latina: integraçao e interlocuçao”, 2 a 6 de agosto de 2010. Aparecido en Grínor, Rojo: Discrepancias de Bicentenario. LOM Ediciones, 2010. Págs. X – X.
1 comentario
Tuve la fortuna de estar presente en la lectura de esta ponencia en la Universidad Federal Fluminense. Y además de reiterar mi acuerdo con Rojo en su agudo análisis y crítica del estado actual de pauperización ciudadana en que nos encontramos, acuerdo que le hice saber personalmente al autor en su momento, quisiera comentar brevemente las reacciones que suscitó dicha lectura.
En el público figuraban diversos intelectuales y gente ligada al mundo acádemico procedentes de Chile, Brasil y Argentina. Y entre los oyentes no chilenos, impactó y sorprendió el análisis, pues la imagen de Chile hacia el exterior sigue siendo aquella del jaguar latinoamericano o de los ingleses de sudamérica: un país con una administración estatal ordenada y eficiente, una economía que avanza rápidamente hacia el desarrollo y que es vista como caso cuasi ejemplar al interior del cono sur. Mucho sorprendió el análisis sobre la situación lamentable de nuestra educación básica, media y superior, y fue evidente para mí y para otros y otras oyentes chilenos/as cómo existe una peligrosa primacía de la ideología neoliberal en el Cono Sur, una primacia muchas veces inconsciente, que aparece entre personas que se declaran críticas y de izquierda, pero que alparecer poseen puntos ciegos que es necesario detectar, develando el lado oscuro de nuestros últimos 20 años de «democracia». Saludo a Grínor Rojo porque esta conferencia y el libro del cual forma parte avanzan decididamente hacia ese develamiento.