Dos crónicas de montaña
El Club de la Montaña
Si de un lugar me he de enamorar, es del Valle la Engorda. La muestra perfecta de que las zonas secas producen un gran encanto cuando se está a los pies de un volcán. Corre viento en verano, pero no tanto. En la noche hace frío y las estrellas se muestran sin vergüenza de que alguien las vea. Bailan desde Las tres Marías hasta la Cruz del Sur. Con ese techo es donde uno descubre que mirando al lado no hay más que el vacío. Por el cielo siempre los cometas llueven sin cumplir deseos. Hay tierra, plantas, cabras y cosas, también hay un río sedimentado, montañas y caballos sin nombre que corren por todo el valle como si no fueran más que lo que son. La primera vez me recibió uno negro que corría por toda la amplitud. La tercera vez vi las tripas de una cabra con el abdomen abierto.
El lugar se expande por varios kilómetros, las montañas son hermosas y las rocas se componen de muchas más rocas. Son conglomerados que viven dentro de un mismo sistema, dejándose ver con sus diferentes formas y colores. El aire se llena de sonidos. Susurra a las cosas sin nombre, mientras el río arrastra la tierra cordillerana. Subiendo por las montañas nunca se llega a la cima, pero si dejas de escalar y te echas de espalda, puedes tener la mayor disquisición sobre tu vida.
El Valle la Engorda debería ser patrimonio de la naturaleza: es el único lugar en el que siento que no hay nada, ni si quiera llega señal. Ni siquiera una revelación substancial, solo está el Volcán San José y el fuerte deseo de escalarlo hasta la cima.
Para llegar, hay que conducir hasta donde termina el camino hacia Baños Morales, entrando a la parte donde está Alto Maipo. Ahí se llega a la casa de un arriero que te cuida el auto por dos lucas el día. También vende queso fresco, pan amasado y te puede llevar las mochilas con su caballo. Es difícil que alguien que no conozca llegué al Valle. Por lo general todos prefieren el Embalse del Yeso, el Mirador de Cóndores o algún camping. Por acá suelen venir montañistas y personas que trabajan en la hidroeléctrica. La única condición es no tirar basura. Si lo hacen, me pondré furioso. No solo yo, también se enojarán los conejos, las cabras, los caballos y las aves. Ya mucho tenían los animales con que se haya construido una represa. Aunque algunos expertos digan que no le ha hecho nada a la zona y que todo es por el bien de dar luz a la ciudad, eso no debería estar ahí.
Me enoja cuando veo latas de Báltica, cajas de conservas, o papeles con caca. Siempre que vengan, recuerden no dejar rastro. Caminar entre la tierra como si sus pasos fueran de viento. Al momento en que hagan sus necesidades, caven un hoyo a treinta metros del río y siempre alejado de las carpas. A los animales no les gustan las cosas que no son de ellos. Es importante mantener estos lugares, cuidar los pocos espacios que puedan servir para respirar un poco de aire fresco, sin que vengan los citadinos de siempre a drogarse o a poner su música fuerte. Porque los ruidos molestos también pueden ser la peor contaminación para un aire que solo sabe oírse a sí mismo.
Acá nadie debería hacer nada más que comer y ver. El mejor panorama puede ser hablar un rato con las piedras, mientras se aprecia aquello que se oculta entre las quebradas. Abrazar un poco el aire fresco y sentarse en la orilla del río sin tomar de su agua llena de tierra. A lo mejor se puede investigar el caso de la cabra destripada. Fue hallada al lado de la zona de campamento por el fuerte olor a putrefacción, mirando hacia la cordillera en circunstancias sospechosas. Según el experto forense, es extraño que un macho cabrío se encuentre con el abdomen abierto en una zona así. Nunca quedó claro quién fue el autor, no hay deuda que el Valle no cobre.
En conclusión, creo que este lugar debería ser considerado como santuario y patrimonio natural. Dejemos de rebuscarnos entre tanto cemento, comencemos a acercar la montaña y los bosques a la gente. Difundamos las últimas palabras de todas las cabras destripadas, los caballos negros que corren por el Valle, las rocas silenciosas y el mensaje del volcán.
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Las tripas de la cabra destripada.
Con mi amigo Pablo miramos una cabra partida a la mitad con las vísceras secas y llena de moscas. Está al lado de la roca gigante en donde acampamos, pero si nos movemos a una de las otras caras el olor a podrido no llega.
Ese hedor me recuerda al de los perros aplastados a la mitad de los caminos por la carretera. El problema es que el lugar dónde está esa cabra es donde están las mejores roquitas para sentarse a comer mirando el volcán San José.
—¿Y si la movemos nomás?
—¿Y si nos da una infección?
Tratamos de ignorarla, pero el animal destripado sigue ahí, con el estómago lleno de moscas. Está partida a la mitad de forma sospechosa, ningún animal se muere de esa forma en donde no pasa nada.
De noche cuando me voy a mi carpa, la cabra empieza a balar. Las estrellas siguen ahí, la luna aparece, el volcán esta quieto, el cuerpo del animal sigue junto a sus tripas.
—¿Escuchai eso? —pregunta el Pablo desde su carpa.
—Si, lo escucho —respondo tratando de cerrar los ojos.
En la mañana me despiertan las cabras que salen a pastar al valle. Pasan por el campamento y observan a su amiga caída frente a la roca.
—Beeeeeee
—Beeeeeee beeeee
—Beeeeeeheeeeee beeeee
Preguntan por la cabra destripada. Nos miran como si tuviéramos la culpa, con sus pupilas rectangulares. Se acercan, pero no hacen nada. Con mi amigo Pablo retrocedemos un paso. El olor a vísceras comienza a hacerse fuerte. Las moscas salen volando desde el tajo. Dos cabras comienzan a arrastrar el cuerpo partido a la rivera del río. La cabra destripada se va por la corriente. La multitud se disipa. Parece que vinimos en mala fecha.