Droguett frente a sí mismo: Trazos de una poética
Nadie puede escribir sobre Carlos Droguett mejor que él mismo. Él lo sabía. Las palabras faltan, se hacen insuficientes, nunca alcanzan a decir lo que él logra con ellas. De fraseos inagotables, infinitos, inimitables —para muchos, inentendibles—; inunda la hoja en blanco sin dejar espacio ni respiro, escribe de margen a margen, minando el texto de comas y puntos seguidos. Sobre todo, comas. Droguett es un maestro de la lengua, para él la palabra es una explosión, construcciones que son reflejo de un pensamiento complejo, así como obsesivo. Leer a Droguett es acercarse un poco a ese imaginario estético. Y leer sus Diálogos con Alberto Romero —publicado en 1984 en la revista Literatura Chilena, creación y crítica— nos enfrenta, entre otras cosas, a desentrañar su poética.
Hablar de otros, a veces, es hablar de sí mismo. En 1983, Enrique Lihn publicó Sobre el antiestructuralismo de José Miguel Ibáñez Langlois, un texto en que analiza la reciente publicación del cura Valente: el libro Sobre el estructuralismo. Lihn describe e ironiza sobre la pobre lectura que hace el crítico acerca de esta corriente de pensamiento. Pero lo interesante no es la lectura que hace Lihn de este libro, sino el despliegue de un aparato crítico y estético que, en oposición a lo planteado por Valente, deriva en una poética en que el poeta funda su propia obra.
Asimismo, Carlos Droguett, en su texto “Diálogos con Alberto Romero” —escrito en memoria del narrador fallecido en 1981, precursor de la literatura social, senda por la cual transitaría la generación del ’38, y a quien consideraba su maestro— revive aquellos encuentros con el escritor, y reproduce los diálogos (¿reales o imaginarios?), en que se desprende una mirada sobre el deber ser del trabajo literario.
Pero el texto no gira solo en torno a Romero, sino que aprovecha de hacer un repaso acucioso de su propia vida, desde la infancia hasta el momento presente, dando cuenta de sus lecturas e influencias. Los locos burocráticos, inolvidables y contagiosos de Poe, Maupassant y Chejov me habían otorgado oportunamente su cuota de desquiciamiento para que me buscara en las tinieblas de mí mismo y en la soledad, esa enfermedad social.
Pero no se queda en las lecturas extranjeras, también se define a partir de las marcas dejadas por Baldomero Lillo y el propio Romero. En ambos había un mundo desolado, castigado, implacable para el débil, el pobre, el solo, el enfermo. Sí, no eran alegres, no producían sueño sino insomnio, no dejaban tranquilo ni apacible sino odioso, furioso, se sobreentendía, al recorrer sus páginas, al releer sus pasajes más conmovedores, que lo que contaban no lo habían inventado sino mirado, eran distintos pero eran iguales, una misma atmósfera de inmovilidad, de maldad establecida rodeaba a sus criaturas, impidiéndoles vivir en paz, morir en paz. Y ese mismo insomnio es el que vive también Droguett y lo traspasa a su literatura, de manera febril, como un torrente. Romero y Droguett, distintos, pero iguales.
Sin embargo, los libros no bastan y busca enfrentarse a la realidad con sus propios ojos y no con el lente deformante de la literatura. Conocer la vida a través de la poca gente que pasaba viva por la vereda o entraba viva por la puerta. Desconfiado, era un desconfiado irresoluto. En este texto, Droguett construye su poética ocupando a Romero como reflejo. Pues esa desconfianza de la imaginación literaria que subyace a la necesidad de ver la realidad, creyó leerla en sus obras. Y para su sorpresa, Romero también pareciera haberlo visto en el joven Droguett. Porque fue el único escritor que se dio por enterado del recibo de su primer libro, Los asesinados del Seguro Obrero. Después de leerlo, lo contactó y lo invitó a reunirse para conversar sobre ese y tantos otros temas. Ese fue el comienzo. Del resto de la edición de su primer libro, Droguett cuenta que cuando algún domingo cogía el primer expreso a Valparaíso para ir a pololear a mi futura esposa [Isabel Lazo], iba disparando ejemplares por la ventana, entre las rocas, entre los yuyos y, al hacerlo, me sentía angustiado y divertido, como si estuviera suicidando y salvando, viajando y echando raíces.
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Mientras en Chile, la dictadura de Pinochet había borrado la lectura de algunos autores, entre ellos Droguett; en Francia, al alero de la Universidad de Poitiers y bajo la dirección de Alain Sicard, en 1981 se organizaba el Coloquio Internacional sobre su obra. En ese encuentro, la académica Soledad Bianchi, en una lectura absolutamente precursora, desentrañaba la poética del autor en un texto titulado “La negación del olvido: hacia una poética de Carlos Droguett”.
La lectura propuesta por Bianchi se debatía entre la memoria y la imaginación. Recogiendo las palabras del autor en novelas, crónicas y entrevistas, articula una poética que busca documentar la historia para no olvidar, pero Bianchi recalca el valor de la imaginación en Droguett, en tanto construcción de personajes y situaciones, “porque necesita mostrar vivos hasta a los animales y los muertos”, es decir, su indudable valor estético. Esta disquisición entre registro documental e imaginación como objeto de la literatura, también se ve desarrollado en los “Diálogos…”, —texto que no alcanza a figurar en la lectura de Bianchi, porque su publicación es posterior—pero que suma nuevas reflexiones teniendo como punto de partida la obra de Romero.
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Una idea central que se desprende de los “Diálogos…” es justamente la reflexión que supone en torno a la estructura textual. Diálogos que en la práctica terminan siendo un monólogo compartido, en que le pasa la voz a Romero y después de nuevo la toma él, y se van alternando la palabra hasta difuminar los límites de quién habla, voces imposibles de identificar. Y ese estilo tan droguettiano de lanzarse impulsivamente a la palabra termina igualando el análisis que hace de la obra del maestro con su propia obra. Y lo que dice Romero —o más bien, pone en voz del autor— perfectamente podría decirlo él.
En estos diálogos monotonales, profundiza sobre el tema de la ficción y el papel de la imaginación en la obra literaria. En su primer encuentro Droguett le pregunta a Alberto Romero por Eufrasia Morales, ese complejo y bello personaje que es La viuda del conventillo. Quiere saber de dónde sale, porque le es imposible concebirlo como un invento, quiere asegurarse de que no es el único que está con los ojos y la escritura volcada a la realidad que nos azota de forma ineludible. Yo no invento… Carlos, no tengo imaginación, solo alguna capacidad de selección y reflexión, solo registro y verifico, abro los ojos y miro, acerco las manos y toco, absorbo una cuota de ambiente como una esponja, no, y no lo lamento, no tengo imaginación, no hay que tenerla antes de descubrir el mundo visible. Carlos respira aliviado, Romero le confirma sus sospechas. Pero se reservaría la verdad sobre el personaje de su novela hasta el último encuentro, donde Romero le confesaría que Eufrasia fue la cocinera en la casa familiar. De niño, se escondía detrás de las puertas y escuchaba, observaba y retenía en la memoria retazos de vida para construir esa realidad que lo inquietaba.
¿Hay que inventar o solo mirar? ¿Qué es más importante? ¿Armar chascarros campesinos o prostibularios o recordar desgracias, injusticias y desventuras? ¿Es necesaria y fatal la imaginación o no existe o es solo un flujo y una luz de la memoria, otro matiz, otro estado, otro reflejo de ella?
Droguett no inventa, cuenta lo que ve, lo que vive. Por sus textos desfilan sus compañeros de universidad muertos en el Seguro Obrero, su mujer, sus miedos y obsesiones. No es necesario inventar para escribir la gran literatura, nos demuestra Droguett. Su estilo único, las frases interminables como un flujo hipnótico: esa es su literatura.
Además, se da el lujo de dar lecciones de estilo, —y de alguna forma diferenciarse de su maestro— al cuestionar los títulos de los artículos de Romero sobre su experiencia de la guerra civil española. Porque le enrostra con cariño su prudencia y sencillez al titular: “España está un poco mal”, denotando una mansa filosofía, dándole esperanzas al pueblo martirizado y dándoselas también a sí mismo, no menos martirizado pero más secreto. O más bien reprochándose sus propios excesos al proponer “El infierno fascista en España”, o “España apuñalada por la espalda” o más delirante aún “España de rodillas se desangra de pie sobre Europa”, como lo habría hecho un “desorbitado Droguett”, como se calificó él mismo.
Por último, rescatar lo que una y otra vez Droguett vociferó en cada entrevista que le hicieron, en cada registro de sus palabras, que el ser debe entregarse a la literatura, que el arte es su tabla de salvación. Escribir para conmover, para poner furioso o lamentable; para dejar sin dormir, para que te des cuenta quién eres si no eres nada, para preguntarte si estás vivo estando muerto, si estás muerto estando vivo, eso deben ser y hacer los escritores.
Ese es el mandato de Droguett. Así sea.