El desorden en la Poesía (Sobre Elvira Hernández)
Se me dificulta encontrar la madeja, el hilo del que tengo que jalar. Cuesta trabajo hablar sobre poesía, porque, ¿qué puede uno decir sobre poesía, que la poesía misma no diga ya? Permitiré, por ahora, que otros hablen por mí; mañosamente dejaré entrar por aquí la voz de la autoridad por puras ganas de controversia, para meterle hueso al caldo. En el séptimo estudio de La metáfora viva, Paul Ricoeur polemiza con Northrop Frye acerca de la significación del poema, y expone la visión de aquél del siguiente modo: En el discurso literario, el símbolo no representa nada fuera de sí mismo; une las partes del todo, dentro del discurso. Contrariamente al objetivo de verdad del discurso descriptivo debemos decir que “el poeta no afirma nunca”. La metafísica y la teología afirman, aseveran; la poesía ignora la realidad, se limita a forjar una “fábula”. Me interesa retomar de esta cita la diferencia entre un “discurso de verdad” o, mejor dicho “de la verdad”, que vendría a ser el descriptivo, el discurso que asevera (y dentro del cual se encuentran la ciencia, la metafísica o la teología), y un discurso distinto, que no se ajusta a la categoría de verdad ni la tiene por objetivo y, según Frye, en palabras de Ricoeur, “ignora la realidad, se limita a forjar una fábula”.
No decir la verdad es un viejo cargo imputado a la poesía. No dudo que más de uno haya salido a defenderla de tan fea acusación; sin embargo, es cierto, la poesía no dice la verdad. Antes bien se aleja y subvierte la Conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente, primera acepción de verdad según el diccionario de la Real Academia, pues justo ahí se inicia el trabajo de la poesía, en ese sitio, frontera, puente y lazo entre “las cosas y el concepto que de ellas forma la mente”. ¿Qué es una metáfora sino el filo que corta el lazo de conformidad entre la cosa y el concepto que de ella ha formado la mente para establecer un nuevo puente del todo inédito? Así es, la metáfora traslada, establece relaciones (¿de comercio, carnales?) entre una orilla y otra, incluso crea orillas donde antes no las había; la poesía extrae, o mejor: saca a la luz el poder metafórico de la lengua, lo abrillanta y lo vuelve a colocar ante nuestros ojos, como una lente que nos permite ver más lejos o infinitamente más cerca. Telescopio/microscopio es la metáfora. No obstante, la metáfora no es exclusiva de la poesía, pues, para volver a Ricoeur, “el lenguaje, como muy bien dice Shelley, es ‘vitalmente metafórico’; ‘metaforizar bien’ es poseer el dominio de las semejanzas, entonces, sin este dominio, no podríamos captar ninguna relación inédita entre las cosas; lejos, pues, de ser una desviación con relación al uso ordinario del lenguaje, se convierte en el ‘principio omnipresente de toda su acción libre’. No constituye un poder adicional, sino la forma constitutiva del lenguaje.”
Todo lenguaje es metafórico. Así pues, y teniendo presente la definición de verdad de la Real Academia, el que la mente haya creado un concepto dado, no quiere decir que no pueda crear otro, otro y otro más, el problema aparece cuando el concepto se fija (todo concepto está fijado), y entonces decimos: la poesía es esto, la música es aquello, una mesa debe ser así, una mujer debe ser asá; nosotros acatamos o nos rebelamos ante esa lengua de poder que al nombrar excluye. La poesía -cierta poesía- se rebela radicalmente y muestra, de paso, que toda conformidad entre la cosa y su concepto es contingente. La poesía es revolucionaria.
La poesía ensancha cauces, angosta avenidas, acerca planetas y escribe la historia desde la “no verdad”. En algún sentido, el discurso poético ha “sabido” siempre que no existen ni la verdad, ni la Historia, sino que son variedades discursivas (podríamos decir también, géneros menores de la poesía, o mala poesía) que gozan de un estatus alto y se instauran a sí mismas no sólo como verdad o fuente de la verdad, sino también como poderosos regímenes vigilantes. Pienso por ejemplo en La República de Platón, la expulsión de los poetas puede deberse al desviacionismo que se le imputa a la poesía, o quizá, y me parece más plausible, a la capacidad de ésta para crear verdades otras, formas distintas de establecer o romper los lazos entre el mundo de los objetos y el discurso que sobre ellos crean hombres y mujeres, todo lo cual estorba a un pensamiento único, y por tanto dificulta la tarea de crear una sociedad dirigida, obediente y ordenada.
En ese sentido, la poesía se aleja de la verdad, pues ésta tiende a ser totalitaria, poco amiga de la ironía; seria y conservadora. En la poesía de Elvira Hernández leo la voluntad de escribir la historia como un acto íntimo y social a un tiempo, no como el historiador, el archivista o el político, sino a ras de suelo, desde la experiencia descoyuntada del tiempo y de la lengua que algunas veces habla por nosotros y otras más es sometida a una labor de extracción tan ardua como la del minero, pero siempre desde una posición no privilegiada.
Al respecto, la misma Elvira diría alguna vez en entrevista que los poetas “están en el nivel de los parias”, y es desde esa posición de paria que deviene lugar ético, desde donde ella trabaja la poesía, escribe y vive la historia. Ejemplos paradigmáticos de ese lugar ético los encontramos en El orden de los días, libro publicado por primera vez en Colombia en 1991 y reeditado en Oaxaca por la editorial Luz & Sonido en 2016.
UN DÍA COMO CUALQUIER OTRO
I un cañonazo divide el día en antemeridiano y posmeridiano
II la tarde del día viaja oculta en un barretín
III la tarde pasa a paso lento y otoñal
IV la tarde hace hora en el reflejo de las ventanas
V alguien responde al cañonazo con escupos de baja altura
VI grupos se miran atónitos en las esquinas
VII el chileno-francés anuncia un mes de surrealismo
VIII el chileno–alemán anuncia un día de germanismo
IX el chileno-chileno anuncia minutos de escepticismo
X la tarde ve que es hora de encontrarse con la noche
XI la noche divisa a la tarde por detrás
XII las esquinas se miran con sus ojos de barricadas encendidas
Aquí no hay sitio privilegiado, no hay un lugar cerca del poder, la poesía reduce al mínimo las florituras del lenguaje y aparece en su traje de paria para enumerar las horas de un tiempo que se expande desde los años ochenta hasta nuestros días y quizá más allá, desde el mismo título del poema: “Un día como cualquier otro”. Hoy mismo es un día como cualquier otro en el que el paso del tiempo está marcado por las protestas, las golpizas, las vejaciones y las barricadas encendidas. Así pues, la poesía hace política, habita la polis y nada le es ajeno. Mientras escribo esto me viene a la mente la consigna de los años setenta: “lo personal es político”, con ella las feministas expandieron el campo de lucha hacia los interiores; desde las casas y las camas se podía hacer política también y lo que ocurría ahí era parte de la política; el gesto de la poesía de Elvira Hernández es inverso, no lleva la política a la habitación, sino que descubre la habitación en la plaza, los calzoncillos en las calles, lo minúsculo del gesto de un animal, que hace política por el solo hecho de ser observado por este otro animal del lenguaje que es una mujer.
CERROS MARINADOS
Un hervor de vida lejos de su olla y cerca
de la escupidera. Un mar interior que mira
por la escafandra. Nadie llega a puerto. Tras
la puerta moscas que se pegan a las corvas y salta
montes que despegan de braguetas. Tras los ojos
marejadas chacolí empañan vidrierías. Y los muertos
que no dejan su persistente gotera. Tras la nada
una ventana para arrojarse al paso del dolor e
irse con el circo de todos los años.
Cerca de la estrella matutina y de la vecindad
del cáñamo la adolescencia en escabeche enseña
ropas revenidas: sus quimeras en vinagre. Bajo
cuerda las putas venden el copihue y los innúmera
bles reclutas la vara mimbre
nosotros el bostezo.
Animales, en los poemas de los 18 libros antologados en Los trabajos y los días, hay por montones; arañas en los ojales, aves, tiburones, gatos, conejillos de indias, caballos, burros, serpientes, peces, hormigas, moscas, tigres y un largo etcétera. Y no es la mirada benévola de la humana sobre el animal indefenso, o la humana mirada que humaniza al animal para atraerlo hacia sí, sino la extrañeza de la mirada sobre una misma, animal, y la fraternidad que nace entre quienes se ven explotados y desposeídos por igual: muchas personas no nos diferenciamos de los animales. Una vez más, no hay posición privilegiada para la enunciación; antes bien, la voz poética se mira ojo con ojo con el animal, lo observa y, algunas veces, lo deja allá, en su horizonte de alas y plumas un instante, para luego traerlo al más acá del lenguaje e imprimirlo sobre un tapiz.
LA CIGÜEÑA
Largos pasos paséanse por lagos altiplánicos
Un arrastrado vuelo con la bandada
Vas llenando el buche de confitura de insectos
Te acepto egipcia en un gobelino de felpa
Pero no llegues el noveno mes
Al leer La bandera de chile de los años ochenta, hasta los textos más recientes de Pájaros desde mi ventana veo la convicción y la muestra de que el trabajo poético sólo puede llevarse a cabo lejos del poder. La distancia entre la poeta y el poder es directamente proporcional a su capacidad crítica, y quizá sea la única arma con que se cuenta, capaz de herir a un sistema opresor, violento, machista, injusto, rapaz y asesino. En entrevista, Elvira ha dicho: “Tengo muy claro que el poeta no puede ser parte del sistema. No se puede estar cerca del poder sin contaminarse.” *
*Texto leído en Librería Clandestina,
Ciudad de México, diciembre 2019, y
publicado originalmente en revista PUF! ’17,
julio 2021.