Fotografía de Paulo Slachevsky
El diálogo y su posibilidad para repensar una auténtica democracia
Solamente en la objetividad del conversar surge en su objetividad visible desde todos lados el mundo del que se habla.
Hannah Arendt
La radicalidad del momento histórico-político que venimos asistiendo en el último tiempo exige reflexionar, desde la filosofía y los saberes humanistas, sobre la capacidad que tiene una comunidad política para procesar el conflicto, dimensionarlo y elaborar directrices que permitan su superación. En esta tarea nada despreciable, la premisa crítica que debería encabezar cualquier tentativa interpretativa sobre el presente consiste en la necesidad de penetrar en los topos comunes, en los discursos compartidos, para visualizar ahí la contradicción latente que articula y anima el antagonismo, pero que en aquella superficie permanece encubierta.
En este sentido, comúnmente se contraponen dos vías antitéticas para solucionar los conflictos que emanan del acontecer cotidiano: por un lado está el diálogo, propio de una democracia y de una sociedad consciente de la pluralidad interna de intereses que la constituye. Y por otro lado está la violencia, medio que aparece cuando los canales pacíficos o dialógicos están agotados, o fueron derechamente ineficaces para satisfacer determinado conjunto de aspiraciones que se interpretaban como urgentes o relevantes.
Actualmente, la defensa del diálogo como espacio racional para resolver intereses diversos opera como un lugar común en el debate político y social. Por un lado, es éticamente deseable que exista el diálogo, ya que con él se respeta la integridad de los participantes cuyas preferencias colisionan en el marco de una sociedad que lleva en su seno diversos proyectos singulares de vida, además de impedir que impere la lógica de la fuerza producto del conjunto de relaciones asimétricas que estructuran el cuerpo social. Por otro lado, el diálogo es racionalmente preferible, ya que en él se presentan distintos puntos de vista sostenidos por razones que, luego de ser evaluadas en vista de su valor de verdad y capacidad de convencimiento, conducen a un óptimo epistémico que provee la mejor solución posible dentro de ese marco determinado. De esa manera se llegan a acuerdos satisfactorios para los requerimientos de las partes involucradas, se logran consensos a la hora de perseguir objetivos comunes, junto con acordar los medios adecuados para perseguirlos.
No obstante, el problema estriba en lo siguiente: ¿cuáles son las condiciones del diálogo? Porque, así como es tratado el asunto, pareciera ser que su viabilidad descansa solo en la voluntad de las partes más que en el trasfondo social que permite su desenvolvimiento.
La noción de “experiencia común”, central en el pensamiento del conspicuo filósofo chileno Humberto Giannini, quizás nos ayude a ofrecer una respuesta provisoria a esa pregunta. Su existencia “permite la convergencia de temporalidades disgregadas”, el encuentro de experiencias individuales en una visión de mundo compartida, la reunión de sujetos particulares en torno a un conjunto de ideas, creencias, valores, gestos, palabras que, a su vez, nos identifican como una comunidad histórica y socialmente definida. A su vez, la experiencia común posibilita nuestra propia autocomprensión como sociedad, haciéndonos habitantes conscientes de la densidad de un determinado espacio y tiempo históricos. Este sustrato, que nos antecede y a su vez nos excede, nos hace partícipes de una misma sensibilidad común, de una forma de ser en común: “la experiencia común tiene un poder cohesivo que hace que los individuos que la portan y expresan se hagan señas de reconocimiento, convergencia y emparejamiento”. Todas las modulaciones singulares de la experiencia de vida particular remiten, en mayor o menor medida, a este subsuelo que nos estructura, nos condiciona y nos atraviesa.
En términos más prácticos, esta idea provee criterios para juzgar conductas como buenas o malas, racionales o irracionales, despreciables o admirables. Hace posible la transferencia de nuestra experiencia íntima de mundo, la exteriorización social de nuestra interioridad vital; posibilita, en último término, un vínculo propiamente humano. Es lo que hace que el lenguaje sea más que un convencionalismo arbitrario o un naturalismo mecánico. La experiencia común coordina el sentido compartido que se desliza en cada interacción social y que traslada, entre unos y otros, distintas vivencias singulares. A mi juicio, hace posible la vida en sociedad, al impedir que esta sea algo así como una mera aglomeración de átomos aislados siendo, por el contrario, la comunión de proyectos y formas de vida diversas, de intereses y anhelos disímiles, de creencias e ideas contrapuestas dentro de una misma existencia compartida.
Ahora, me parece que esta experiencia común, en este momento histórico al que asistimos, se encuentra fracturada, agrietada, en crisis. ¿Por qué? Porque los niveles de desigualdad –en sus diferentes manifestaciones, pero principalmente material– que caracterizan a nuestra sociedad impiden que compartamos y nos ubiquemos dentro un marco de referencia vital que nos permita convivir y reconocernos como integrantes de la misma colectividad histórica, de la misma sociedad. Las diversas experiencias, formas de relacionarse y comprenderse, junto con los horizontes de expectativas que se abren según los diferentes proyectos de vida, son tan disímiles y desajustados entre sí dependiendo del grupo social al que se pertenezca que, me parece, se produce una situación social en donde el sustrato que permitía la convivencia democrática y el entendimiento mutuo se encuentra internamente resquebrajado.
Si este diagnóstico es correcto, entonces la función cohesiva de la experiencia común se halla desactivada, el reconocimiento entre unos y otros se vuelve desconfianza recíproca, los significantes compartidos remiten a significados distintos, los conceptos e ideas traducen visiones de mundo incompatibles, se abren abismos infranqueables entre la diversidad de creencias, independiente de los afectos y efectos que tienen en el resto. En último término, las experiencias de vida que emergen son inconciliables según la posición que ocupen en la estructura social, lo que vuelve imposible zanjar los conflictos que surgen en la vida cotidiana a través de marcos de referencia compartidos, porque las proposiciones, los conceptos y los juicios que en esas dinámicas aparecen se inscriben perspectivas existenciales inconmensurables unas con otras.
Diego Castro, teórico de la argumentación, tematiza en un artículo (“Argumentation and persistent disagreement”) la naturaleza de un tipo particular de desacuerdo: el desacuerdo profundo o “deep disagreement”. Este es aquel que no puede ser resuelto a través de la persuasión racional de un determinado punto de vista tomado como aceptable. Incluso después de la completa presentación de razones las partes siguen prácticamente igual que al comienzo, ya que la disensión inicial que motiva este encuentro se mantiene intacta. Es posible que, el resultado de esa interacción sea un nuevo aprendizaje sobre un asunto que se ignoraba o, quizás, el disfrute hedonístico de la contienda argumental. Pero el desacuerdo como tal se mantiene intacto. Y esto por la siguiente razón: los desacuerdos profundos son aquellos en los que las partes no comparten el trasfondo necesario para la resolución del conflicto. En la argumentación normal, las partes se ubican dentro de la amplitud de un mismo contexto de creencias y preferencias comunes, incluyendo procedimientos para resolverlos o criterios para validar las opiniones y afirmaciones. En el caso de los desacuerdos profundos esa situación no se da, por lo que son inmunes a la apelación de hechos y persisten aun cuando las críticas son respondidas, la evidencia presentada y las razones impecablemente defendidas. “Son persistentes porque no refieren a proposiciones aisladas, sino a todo un sistema de proposiciones mutuamente apoyadas que consisten en paradigmas, modelos, estilos de pensar y actuar que, en último término, constituyen una forma de vida”.
Trasladando esto al problema anteriormente presentado, creo que las situaciones de desigualdad social y material coadyuvan a la formación de una sociedad en donde estos desacuerdos proliferan ampliamente. Y esto, nuevamente, ocurre porque las experiencias de vida de los integrantes son demasiado disímiles para ubicarse en un espacio o un terreno común en donde la discusión y el diálogo puedan desplegarse satisfactoriamente de acuerdo con estándares mínimos de aceptabilidad y validez. Con esto no quiero decir que los desacuerdos persistentes sean inherentemente malos o que no es bueno que exista determinada pluralidad de formas de vida que, en su profundidad, también constituyen la riqueza de una sociedad internamente diversa. Lo que pienso es que no es bueno que estas disensiones límites sean producto del sometimiento a condiciones injustas de vida, o que sean resultado de externalidades sociales debidas a la configuración de determinado sistema político y económico.
Ahora bien, como se vislumbra en lo anterior, esto no es un problema meramente procedimental o metodológico, sino que tiene una dimensión subjetiva muy profunda. Volviendo a Giannini, este autor tiene una idea muy atractiva para comprender ciertas interacciones comunicativas: la de “conciencia hospitalaria”. Dentro del diálogo como acontecimiento que irrumpe en la rutina para transgredirla, en donde los participantes se abren a la disponibilidad del otro poniendo en riesgo la continuidad de sí, existen dos puntos de vista desde los cuales se puede abordar este suceso: está el punto de vista objetivo, que debe estar regido por el “principio de verdad” ya que el objetivo es la revelación, la explicitación de una experiencia común que está latente y en disputa. Esto, en la medida en que, como vimos, aquella idea constituía tanto un conocimiento teórico como una valoración práctica de las cosas que operaba como un criterio válido para zanjar las dificultades que emergían de la vida cotidiana. Pero existe también un punto de vista subjetivo, donde el diálogo está regido por un principio de veracidad, que es producto de una “conciencia hospitalaria que trata a las ideas como huéspedes más que propiedades personales”. ¿Qué quiere decir esto? A mi parecer, que el principio de veracidad, a diferencia del de verdad, es eminentemente subjetivo, o intersubjetivo –no objetivo–, en la medida en que depende del grado de aceptación que tenga el receptor de alguna afirmación o noción, como la procesa internamente y que carácter le da, que valor le da. Por ejemplo, existen verdades científicas que no son inmediatamente veraces para gran parte de la gente. Una mujer entra a su habitación, siente frío y ve que está la ventana abierta. Le reprocha a su marido lo siguiente: “¡Dejaste la ventana abierta y entró el frío!”. Claramente, no sería una respuesta plausible del marido afirmar que, en rigor, el frío no puede entrar, ya que según las leyes de la termodinámica la temperatura de la habitación depende de la presión diferencial de aire entre el interior y el exterior; esa manera de proceder no es subjetivamente válida en esa discusión particular. Probablemente el susodicho procederá a disculparse, modestamente, por el error cometido (idealmente), aunque sea un científico del MIT. Por lo tanto, aquí no se juega la densidad objetiva de las cosas, sino la afección subjetiva de su disputa.
Esto es así en virtud de una conciencia hospitalaria, aquella que sabe deshacerse de ideas que anteriormente defendía, que puede apropiarse de otras que rechazaba, que puede remitir algunas a sus pares o acoger otras de los mismos. Para mí, la conciencia hospitalaria no es sino otra forma de decir que existe la comunidad del pensamiento, en donde los individuos somos usuarios de una lengua, de unos códigos, de unos conceptos e ideas que en cierta manera hallamos ahí, que nos anteceden y nos heredan un mundo de otros que pasaron por esta misma condición; un sentido compartido, común. En el gesto humilde en el que no nos reconocemos propietarios de las ideas y solo las dejamos fluir, se manifiesta esa comunidad del pensamiento de la que los individuos somos meras inscripciones provisorias.
El reverso negativo de la “conciencia hospitalaria” es otra figura que no tiene nombre propio pero que consiste en la apropiación de las ideas, en sentirnos dueños de ellas, lo que yo llamaría una “conciencia patronal de las ideas”, donde no hay acogimiento para un posterior recogimiento y apertura, sino un apoderamiento avaro y una clausura ensimismada, egoísta. Según Claudio Durán, también teórico de la argumentación, esto ocurre por un hecho muy simple: esta actitud se afinca en nuestra propia identidad, porque una dimensión de esta se relaciona o se verifica en las ideas, creencias y convicciones que reconocemos como nuestras; de ahí –principalmente– construimos una identidad que viene a ser la imagen que queremos proyectar. En otras palabras, la “conciencia patronal” es producto de la consecuencia que tendría, existencialmente, para la propia subjetividad el despojo de una parte de sí, la renuncia a una dimensión constitutiva de su ser más íntimo, ya que estas ideas están asociadas a la propia configuración vital del individuo.
Por otro lado, Maturana en su libro Emociones y lenguaje en educación y política sostiene que todo sistema racional reviste un componente emocional que opera como su fundamento. Lo racional no es lo que tiene validez universal independiente de lo que hacemos o de cómo vivimos, sino que, por el contrario, se funda en premisas establecidas a priori que elegimos porque nos gustan, porque coinciden con nuestros intereses, preferencias y creencias: las elegimos “porque sí”. El sistema racional vendría siendo la estructura de razones que uno produce o adquiere para justificar esas premisas que son de otro orden, de otro carácter. No se mueven en el mismo plano, y por esta razón en teoría de la argumentación se diferencian, entre otros, modelos emocionales y modelos racionales de argumentación. En este sentido, existen los desacuerdos lógicos, que surgen cuando aparece algún error al aplicar las coherencias operacionales derivadas de premisas fundamentales aceptadas por todas las personas en el desacuerdo, y existen los desacuerdos emocionales o ideológicos, que ocurren cuando la diferencia descansa en premisas fundamentales que cada uno tiene, en base a las cuales uno sustenta su proyecto subjetivo de vida, en donde nos exasperamos cuando se lleva al límite porque los participantes en el desacuerdo lo viven como amenazas existenciales recíprocas. En el primer caso, por ejemplo, alguien podría realizar una operación matemática que deriva en un resultado incorrecto. En esa situación, basta solo con corregir el error, rectificando el paso equivocado o la fórmula aplicada, de manera que se restituya la coherencia operacional que hasta ahí se hallaba interrumpida. Ahora bien, en el segundo caso, si siendo de izquierdas entro en una discusión con, por ejemplo, alguien que añore los tiempos de la dictadura y destaque lo importante que es la figura de Pinochet para el mantenimiento del orden, probablemente la confrontación será mucho más acalorada y encolerizada, puesto que su postura, en gran medida, me repercute existencialmente, afecta mi viabilidad ontológica.
Por otro lado, es importante notar que, para Maturana, las emociones no son meras sensibilidades transitorias, sino que son disposiciones corporales, biológicas, que operan y constituyen dominios de acción. Si mi jefe está enojado, quizás no sea la mejor idea pedirle un aumento de sueldo, porque la emoción que posee en ese momento lo dispone para actuar de otra manera, para enfrentar otras situaciones. Ahora bien, nuestro autor dice que existe una emoción fundamental para la posibilidad de la convivencia humana. Esa emoción es el amor –no en el sentido romántico–: aquella fundamenta la vida en comunidad. Es esta la que permite representarme al otro como legítimo, con toda la otredad y diferencia que conlleva en su ser. El amor me dispone a abrirme al espacio intersubjetivo como portador de una pluralidad irreductible, como un espacio cargado de distintas pretensiones y formas de pensamiento que pueden convivir dentro de un marco de aceptación y convivencia. Es la emoción que “funda el modo de vida basado en el estar juntos en interacciones recurrentes en el plano de la sensualidad en el que surge el lenguaje”.
¿Qué tiene que ver todo esto con lo anterior? Yo creo que en una sociedad atravesada por la desigualdad como la nuestra, con todas las injusticias que eso acarrea, se produce una situación en donde la conciencia hospitalaria se trunca, ya que las ideas que debiésemos recibir y entregar suelen no corresponder en lo absoluto con la experiencia propia que vivimos, porque su sentido se halla internamente fisurado al depender de situaciones de vida demasiado desemejantes entre sí, parapetando unas de otras distintas formas de vida, de estilos y modos de ser. Por lo tanto, se genera un escenario de distancia que, por un lado tiende a rechazar como extraños los pensamientos ajenos que no encajan con nuestra cosmovisión y que, como consecuencia de esto, enclaustran a la propia conciencia con su particular modo de pensar y concebir las cosas. Esta “actitud patronal” impide una auténtica convivencia comunitaria y la emoción que la propicia, promoviendo una situación que Maturana sitúa en las antípodas del amor: la competencia, que no es más que la negación recíproca de los individuos en vistas a objetivos propios. En todas sus formas, según Maturana, niega la competencia al amor, pero en el plano social tiene la triste consecuencia de que impide una convivencia humana, una convivencia de especie.
Giannini sostiene que “el hombre, al comunicar, es portador de una experiencia personal, pero también lo es, muchas veces sin saberlo, de una experiencia histórica y colectiva”. Dentro de esto, hay formas de comunicar –como el diálogo o la conversación– que restituyen o desocultan esa experiencia común. Por el contrario, hay otras formas de comunicar – por ejemplo, el lenguaje informativo– cuya consecuencia es un encubrimiento de esta experiencia porque se encarga de que el fluir de la rutina se mantenga imperturbable. Una consecuencia de lo anterior, me parece, es el primado absoluto que tiene la forma operativa de comunicar, que menosprecia como desviación improductiva cualquier otra interacción comunicativa que no tenga como objetivo la permanencia del discurrir incombustible de la rutina. Se produce así una sociedad internamente resquebrajada, desintegrada, disfuncional y, siguiendo a Giannini, deshumanizada.
En conclusión, me parece que los recursivos llamados al diálogo deben ir acompañados, o antecedidos, por la aseguración de las condiciones que garanticen un despliegue auténtico del mismo. Pienso que, dentro de esas condiciones, está la igualación de las trayectorias de vida como una forma fundamental para volver a consolidar una experiencia común que permita reconocernos como integrantes y habitantes de una misma comunidad histórica, social y culturalmente definida. Solo así podemos pensar la posibilidad de una auténtica democracia. Un régimen tal desborda los episodios electoralistas particulares y se vuelve un ethos, una forma de vida cuando su característica esencial, el diálogo, atraviesa todas las esferas de la vida social, cuando la posibilidad de su ejercicio encuentra correspondencia con canales en donde pueda expresarse de manera justa y donde sus participantes no se hallen de antemano confrontados por brutales desigualdades de clase, con todo lo que esto conlleva. Comprender la democracia no como un mecanismo político, sino como un acontecimiento ético.
Adela Cortina dice: “El diálogo y el consenso, como procedimientos legitimadores de normas en la vida ciudadana, requieren como trasfondo una vida dialogal y con-sensual, que intente pertrechar a todos los posibles interlocutores de los medios materiales, culturales e informativos necesarios para dialogar en pie de igualdad y con ciertas garantías de competencia”. Pero no se trata solamente de medios. Se trata también de situaciones fundamentales de vida, de la conciencia que tenemos sobre nuestra posición relativa en la sociedad, nuestra experiencia particular en ella y las distintas modulaciones que sufre en virtud tanto de preferencias legítimas que uno pueda tener, pero también de un conjunto de arbitrariedades inicuas que nos enfrentan y que, en cierto sentido, interrumpen el fluir dialógico al fracturar una experiencia común que lo fundamenta.
¿Y cuál sería la forma más pertinente para emparejar las trayectorias de vida? me parece que es la educación, una educación de carácter republicano, que ponga la vista en la comunidad, con una orientación social y una visión de país. Que no sea un espacio para adquirir herramientas para lograr el bienestar personal futuro, sino que represente un piso compartido en donde cada integrante tenga las mismas posibilidades para desarrollar el proyecto de vida que más desee, pero con conciencia de su pertenencia connatural a una comunidad a la que le debe esta posibilidad, comunidad que lo abraza y la cual debería permitir el despliegue de todas sus potencialidades y virtualidades con las mismas oportunidades que cualquier otro individuo. Una educación que desborde las pretensiones particularistas y se sostenga en valores universalistas, que permita una representación del otro como legítimo y no como mero adversario en la consecución de mis intereses. Es menester entonces una educación de carácter republicano en donde se instalan los cimientos compartidos que nos devuelvan la conciencia de la pertenencia a una colectividad histórica que nos atraviesa y nos precede, que nos sitúe en igualdad de condiciones y nos provea el trasfondo necesario para correspondernos en el habla, en el lenguaje, en una visión de mundo y una manera de ser en el mundo en comunión unos con otros.
Giannini dice que “en el conflicto educacional opera una ofensa. Contra los que no se pudieron educar, desarrollarse, a los que se les negó el destino. Así, se va creando una distancia que ya no es solamente económica, de espacio, de oportunidades, sino que es una distancia afectiva. De esta manera, se va disgregando la sociedad y se pierde el horizonte común”. Si de verdad queremos una sociedad dialógica, democrática, es un deber político urgente reparar esta ofensa.