El ensayo del paisaje: sobre la escritura de Guadalupe Santa Cruz
El poder de una lengua autónoma
Hace poco tuve la suerte de pasar Día de Muertos en una comunidad purépecha de la región de Michoacán, a unas cuatro horas del D.F. El lugar se llama Santa Fe de la Laguna y Edgar Alejandre, nuestro amable anfitrión, nos permitió convivir con esta comunidad indígena y participar de la intimidad de su costumbre ancestral de hacer ofrendas a sus muertos. La comunidad, que cuenta con autonomía política representativa, posee terrenos comunitarios en una hermosa zona en la que conviven montes, lagos, verdor y cielo azul. Santa Fe de la Laguna es uno de los pocos pueblos donde se prohíbe la excesiva propaganda electoral a solo dos semanas de los comicios.
Más allá de todos los detalles sorprendentes de los que fuimos testigos durante esos días, lo que más me impresionó –lo que me dejó frío– fue asimilar que los indígenas de la comunidad no hablan entre ellos otra lengua que no sea el purépecha. Su capacidad organizacional, la mantención de sus costumbres ante la maquinaria turística sincrética estatal mexicana, la velocidad pausada y feliz de sus días, las reuniones de niños en la plaza para jugar cada noche con una bola de tela en llamas, radican principalmente en el acto de mantener viva esa lengua. Por las mañanas, en mi vigilia, las voces de hombres, mujeres y niños purépechas andando por las calles empedradas teñían la pieza oscura en la que dormí de una irrealidad nebulosa. Ese lenguaje inaccesible – para mí, irrealidad-, es para ellos una forma de vida, una alternativa real al mundo de hoy, que se está cayendo a pedazos.
Viaje, fracaso y ensayo
Fue en movimiento por la carretera y recordando la Cordillera de los Andes en una zona de montañas y volcanes, donde me puse a pensar en los textos de Guadalupe Santa Cruz y con ellos, en el paisaje chileno que, a diferencia de recuerdos, personas y vivencias, suele permanecer de forma bruta e inapelable en la memoria, y hasta en algún punto difuso del pecho.
El viaje siempre es búsqueda y enfermedad y, si se escribe, ensayo, errancia, mirada. El recorrido cronológico de Los conversos (2001), Plasma (2005) y Quebrada (2006) bien podría leerse como un viaje hecho de lenguaje; confeccionado con los materiales de una lengua que se inventa a medida que el paisaje cambia. Los cuerpos y los almanaques sonríen al paso del viajero, cuentan historias que serán transcriptas en la libreta que debe haber sido la fuente de información desde la cual emergieron como fantasmas las voces relegadas por el “desarrollo” centralista. Esas voces pueden autonomizarse e, incluso, vengarse y reírse del centralismo, como se lee en Plasma, donde un lugareño determina la realidad mediante las palabras: No son raíces, caballero, son yaretas. No es adobe caballero, es costra. No es usina, caballero, es salitrera. No es un poblado, caballero, es un tambo. […] No es una ciudad, caballero, es Fajes. Ese ejercicio de transcripción abunda en los tres libros, ya sea bajo la forma de una voz, bajo la simulación de una libreta de apuntes, o en los interminables detalles que hacen de la lengua usada en el norte chileno una variación y alternativa al decir: un terreno nuevo desde el cual tentar la articulación de una lengua con la cual formar comunidad o, al menos, imaginarla. Como si crear una lengua para decir fuera el primer requisito de una herencia, y con ella, la posibilidad de honrar a los muertos, a quienes vinieron antes de nosotros.
Recuerdo un altar de muertos en Santa Fe de la Laguna. El modo de honrar al viajero que abandona esta realidad consiste en llenar dicho altar de comida: frutas, verduras, tortillas, amarillas flores de cempazuchitl, mazorcas azules convertidas en adornos colgantes. Regalos de la naturaleza antes de ser paisaje. La comunidad es la encargada de ofrendar a los vecinos que durante el último año han perdido a un ser querido. A cambio, los visitantes reciben comida preparada por los anfitriones y conversación. Las familias circulan durante día y noche por las casas y la lengua, mediante la conversación, deja un halo de vida junto a los alimentos que, en su paso por el mundo, gustaron al viajero.
Pareciera ser que el viaje en la escritura de Guadalupe Santa Cruz se ha movido desde la abundancia estilística hacia el silencio y la memoria de las piedras. Si en Los conversos se articula un discurso abigarrado, una escenificación con personajes y roles entre los que se revuelca el lenguaje de una mujer que parece querer salir de entre una sábana muda – cuyo nombre es la contracción de lo femenino y la negación (Nesla) -, enumeraciones de nombres, textos que emulan informes de reconciliación, Plasma es narrada desde la perspectiva lacónica de un hombre que espía a una mujer, Rita, y en cuya escritura fracasan constantemente las indicaciones del empleador, una Oficina que recuerda demasiado a los sistemas de información y vigilancia prolongados durante la vuelta a la “democracia”. Haga informe. Lleve cuenta. Detalle. Estas indicaciones que se asemejan tanto a los formatos asumidos por los escritores jóvenes –y no tanto– de Latinoamérica, cede a medida que Bruno descubre mediante su propia mirada, y la de la comunidad, quién podría ser Rita. La libertad de la escritura se impone, entonces, por sobre la utilidad mediocre del informe.
Al final de ese viaje lingüístico, en Quebrada, ese libro misterioso que yo reeditaría en una edición de lujo y a ojos cerrados antes que alguien más lo haga, Guadalupe Santa Cruz parece replegarse aún más en la invención de un lenguaje. Sin números de páginas, con grabados y textos que se repiten bajo títulos como Matriz o Quebrada, las palabras parecen aflorar desde el paisaje mismo o, mejor dicho, desde la inestabilidad móvil de quien ensaya una mirada. El paisaje no existe sin mirada. Y la mirada se multiplica cuando el transcriptor afina el oído, calla y deja hablar a otras voces. Son estos los momentos más contradictorios, bellos y potentes de Quebrada, pues se comprende que la denuncia social no solo puede estar hecha de gritos brutos, consignas y rimas pegajosas. También puede tener la forma demoledora de una palabra extranjera, sobre todo cuando la invención de un lenguaje propio y común se vuelve imposible:
¿Qué significa emigrar?
Solo dos escolares de los pueblos del interior de Elqui
supieron darle sentido a esta palabra.
Es cuando mi padre estuvo cesante, dijo el niño.
Es cuando cae la quebrada, dijo la niña.
Pareciera que el fracaso al intentar construir una lengua comunitaria convincente en Los conversos y Plasma se volviera ventaja en Quebrada. Como si el paisaje se vengara de la injusticia impuesta a una comunidad incapaz de articular una lengua comunitaria más generosa. ¿Qué significan las palabras? ¿Qué significa el paisaje y para quién? La escritura de Guadalupe Santa Cruz es aquí más ensayística que nunca, tanto por la mixtura y libertad de discursos y géneros, como por la reconstrucción de sentidos que formula en torno a ideas que ya creíamos zanjadas. El sentido se descubre cuando “yo” doto de sentido. Entre el paisaje y quién lo dice, entre la idea y quien la dice hay un movimiento recíproco. Entre el paisaje y lo que digo sobre él, entre el libro y lo que leo, hay un valor que yo adjudico, y ese valor es siempre la contraparte de un deseo. Esa reciprocidad ya se encuentra de modo embrionario en Los conversos y alegoriza el recorrido que es la búsqueda de una forma en la escritura de Santa Cruz: Los edificios a los costados hacen de la avenida una quebrada y nosotras somos peatonas del viaducto, somos parte del paisaje en el libro escolar que manoseo y forro sin descanso. -¿De dónde viene el paisaje, Lara? – De ojear, mamor. Así, abrís el coraza, abrís lo ventanal del huoco, del buraco, y viste la cosa mensa, el pasaje de mirar. Es el recorrido desde la exageración de la guturalidad a la geológica frialdad sabia de las piedras. El tránsito que va desde la exageración del yo al silencio significativo de paisaje. Todo parece bajo, plano, y sin embargo es un acontecimiento, escribe Santa Cruz en Quebrada, y esa vitalidad, eso irrepetible que se comprende bajo la velocidad de un rayo de luz, y en pleno mundo de los vivos, se convierte en misterio y resignificación.
Posibilidades contradictorias
Creemos ser país y la verdad es que somos apenas paisaje, escribió Nicanor Parra. En una relectura, esos dos versos podrían no ser tan demoledores. Tal vez para ser país y comunidad –difícil cosa de afirmar no solo en “nuestro” país– el paisaje sea un requisito, como la lengua. Tras esos dos versos se oculta un malestar y una reacción concreta, sobre todo si pensamos en ese mismo Nicanor encargándole a Violeta Parra la transcripción de lo popular en un trabajo que él, aferrado a la ironía, no habría podido realizar nunca. Ese encargo es la autobiografía en Décimas de Violeta Parra y los argumentos usados por el mismísimo Nicanor se leen en Muda, triste y pensativa y Pero pensándolo bien:
Muda, triste y pensativa
ayer me dejó mi hermano
cuando me habló de un fulano
muy famoso en poesía.
Fue grande sorpresa mía
cuando me dijo: Violeta
ya que conocís la treta
de la vers’á popular,
princípiame a relatar
tus penurias «a lo pueta».
Pero, pensándolo bien,
y haciendo juicio a mi hermano,
tomé la pluma en la mano
y fui llenando el papel.
Luego vine a comprender
que la escritura da calma
a los tormentos del alma
y en la mía que hay sobrantes;
hoy cantaré lo bastante
pa’ dar el grito de alarma.
Hace pocos días un amigo mexicano me envío un correo donde se leía que el miércoles 2 de noviembre, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación aprobó que Cherán, municipio indígena purépecha, vecino a Santa Fe de la Laguna, elija su gobierno por usos y costumbres. Una noticia importante para el país, pues Cherán es el primer municipio que logra desactivar el crimen organizado y el narcotráfico en México. Los cuatro barrios en que se divide el poblado de Cherán han elegido, en sus respectivas asambleas, a tres representantes para integrar el Consejo Mayor, compuesto por doce personas, que será la máxima autoridad de dicho municipio. En todas estas cosas pienso yo mientras las sierras se elevan bajas y apocadas en un recuerdo que es parodia de la cordillera. Mientras algunas personas de Chile tienden a desaparecer, sin la posibilidad de una lengua comunitaria representativa, sin honor ni despedidas.
15 de noviembre. 2011.