
Foto de Paulo Slachevsky (intervenida) - @pauloslachevsky
EL INVASOR
La urbanización en la que vivía Fernando disponía de todas las comodidades, servicios y decoraciones inventadas por el hombre, pero Fernando no conseguía conciliar el sueño, sabiendo que al otro lado del muro que delimitaba la urbanización por el norte vivían en la pobreza y en la inmundicia un millar de miserables sin hogar. Le avergonzaba en secreto ser propietario de varios inmuebles, tres fincas agrícolas, una decena de autos, una ristra de cuentas bancarias, una legión de empleados, una biblioteca de tomos polvorientos sobre derecho constitucional, una cancha de pádel, un camino de bonsáis, un ejército de contactos y una pantalla de cine en el salón de su casa de cuatro pisos y doce cuartos. En ocasiones, mientras realizaba su sesión de jogging matinal, se detenía en el punto en que la verja que abrazaba a ambos lados la entrada a la urbanización se convertía en barrera de ladrillo infranqueable. Desde aquel ángulo, atisbaba a ver parte de las precarias construcciones de los invasores que iban ocupando el baldío que se asfixiaba a pocos metros. Allí no tenían agua ni luz. No había asfalto. No había oportunidades ni bienes ni servicios, solo pobrezas compartidas que le hacían a él sentirse mal.
Un grupo de gringos solía personarse en el terreno invadido en ocasiones, y a veces distribuían comida, o lápices, o libros o talleres cuya utilidad se consumía. Luego se iban, y venían otros gringos que instalaban una granja, de la que al poco tiempo se morían todos los animales. Otros gringos les traían ventiladores o videojuegos, que eran difíciles de disfrutar para residentes sin electricidad. Fernando se agarraba a la verja e intentaba imaginarse a sí mismo al otro lado, ayudando a esas jóvenes gringas de cabello de maíz a mejorar las vidas de los pobres cholos. Pero solo de visualizarse caminando entre esos pobres le venían sudores. Sabía que jamás lograría dejar de pensar que eran pobres, pobres en materia y en espíritu, y que, por tanto, todos sus actos estarían siempre condicionados por las diferencias que lo separaban de ellos.
Cierta noche, Fernando se despertó por un estallido de botellas. Su mujer seguía durmiendo plácidamente entre el plumón. En el cuarto de baño, volvió a escuchar un sonido, pero esta vez más parecido a un murmullo. Se acercó a la ventana y vio en la noche a un hombre que registraba la basura de su vecino de enfrente. Lo que le llamó la atención a Fernando de aquel pobre, probablemente un invasor de la barriada cercana, fue que no parecía coleccionar alimento alguno, sino que acumulaba todos los libros que encontraba. En aquel mismo momento, aquel hombre hojeaba uno de ellos, deteniéndose a leer fragmentos al azar. Dirigió entonces la mirada en su dirección, hacia la única luz que brillaba en la oscuridad de la urbanización. Fernando se sintió descubierto y se asustó, dio dos pasos atrás, tropezó con la alfombrilla y acabó sobre los azulejos de estrepitosa manera. Ahora aquel pobre sabía con seguridad que aquí había alguien que lo observaba. Fernando apagó las luces, cerró las ventanas, bajó las persianas y se refugió en el plumón junto a su esposa.
—¿Viste? Hay un pobre ahí fuera —señaló ella por la mañana, separándose del pan francés, pero sosteniendo todavía un jugo de pomelo. Fernando se acercó y vio que, en efecto, el pobre se había instalado a dormir bajo uno de los alcornoques del jardín de enfrente.
—Sí, lo vi anoche —le explicó—. Supongo que habrá cruzado el muro.
—No me contaste nada.
Y tras marcar una pausa elocuente, preguntó:
—¿Siempre sonríe así? Es espeluznante. No pensará instalarse ahí para siempre, ¿no?
—Es un pobre hombre —murmuró Fernando.
—¿Qué dijiste?
—Dije que es un pobre hombre y que debemos ayudarlo —declaró él en un inesperado arranque de decisión.
Su mujer lo miró interrogante, sorbió de su vaso de jugo, lo depositó en una mesilla y miró otra vez por la ventana.
—Bueno, supongo que podemos ayudarlo un poco, si ese es tu capricho. Pero no puede convertirse en costumbre, Fernando, tenemos que pensar en nuestra familia.
Hizo falta una larga conversación y algunas concesiones, pero Fernando logró convencer a su mujer para alojar a aquel hombre en su casa, más concretamente en el cuartito del lavarropas.
El invasor se llamaba Marcial y aceptó de buena gana los términos propuestos por Fernando. Fernando le cedería a Marcial el cuartito y, a cambio, Marcial segaría el césped y se ocuparía de mantener en buen estado toda la vegetación del jardín, incluyendo los setos podados en forma de animales. Quizá le daría algo extra si, por su parte, Marcial hacía cosas extra también, como acompañar a sus hijos a la escuela y otros sitios o le cocinaba algo rico de su tierra. Marcial se instaló entonces en el cuartito del lavarropas de la casa de Fernando.
Fernando fue convocado de urgencia por la siguiente reunión de vecinos, a las que él no solía asistir. Los vecinos lo esperaban con interrogantes en la cara y autoridad en las maneras.
—Señor Fernando —introdujo la señora Clotilde—, no ponemos en duda sus buenas intenciones al acoger usted a ese hombre. Pero es algo que debería haber consensuado con nosotros.
—¡Eso! ¡No vive usted solo, caradura! —exclamó el retirado general Gandolfo—. ¿Qué pasa con mis hijos? Para ir a la escuela deben pasar muy cerca de su casa. ¿Cree que esos salvajes saben controlarse? Agarrará a una de mis hijas y la…
—Estamos hablando de un problema de higiene, don Fernando —interrumpió el doctor Rubiales—. En aquella barriada al otro lado del muro viven en terribles condiciones. Solo queremos asegurarnos de que su nuevo empleado cumple con los mínimos requisitos que uno se espera en materia de salubridad elemental.
Fernando se empeñó en aliviar sus temores, afirmando que él velaría personalmente por su pobre y se aseguraría de que se lavase como es debido. Ante la presión del general Gandolfo, que temía que aquel acto atrajese a más invasores a la urbanización, Fernando le aseguró que aquello sería un gesto individual.
—Ningún otro pobre se instalará en la urbanización, se lo prometo —aseguró Fernando, convencido de que no podía sobrevenir mal alguno a partir de un gesto tan generoso como el suyo.
Fernando trató muy bien a Marcial. Nunca le escamoteó su pequeño salario y nunca lo tuvo desocupado. Marcial corría arriba y abajo por la casa, barriendo y fregando, y familiarizándose con todos los miembros de la familia, que encontraron en él a un soporte dispuesto a ayudarlos en todos sus quehaceres, desde ir a hacer la compra hasta ayudar a los chicos con sus deberes. Lo que Fernando descubrió en Marcial fue al jardinero ideal. No solo sabía manejar las tijeras y podar los setos, sino que hasta dejaba emerger inesperados arranques creativos, dibujando matices en los abetos que deleitaban a Fernando. Pero este feliz estado de cosas vino pronto a tambalearse.
Marcial había reunido coraje, y se plantó ante Fernando para explicarle que pronto traería a su familia, que vivía al otro lado del muro, y que se instalarían con él en el cuartito del lavarropas.
—Me parece razonable que quiera usted estar con los suyos —valoró Fernando, sopesando pros y contras—. Tendré que consultarlo, por supuesto. En principio, me comprometí a no traer a nadie más a la urbanización. Pero la familia es la familia, de eso no hay duda. Llevaré este tema sin falta a la próxima reunión de vecinos. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo.
Marcial asintió sin responder nada. Aquella noche, Fernando oyó ruidos de pasos y barullo en el exterior. Se asomó a la ventana y vio a una incomprensible procesión de gente de todas las edades introduciéndose en su casa. Se puso la bata de terciopelo, descendió dos pisos y buscó a Marcial entre niños descalzos y señoras que no hablaban castellano.
—Marcial, ¿qué significa esto? Le dije que debía consultarlo primero.
Marcial se lo llevó a un aparte y, desafiándolo, le dijo:
—Señor Fernando, usted dijo que el cuartito del lavarropas era mío.
—En efecto, lo es, siempre y cuando usted cumpla con lo acordado.
—En ese caso, puedo traer a quien considere. Y quiero que en mi cuartito esté mi familia.
—Por favor, Marcial, no se precipite adoptando esta actitud. Encontraremos una solución.
La familia en cuestión era demasiado numerosa para el cuartito, por lo que, de manera temporal, Fernando le permitió a Marcial trasladarse al garaje junto a sus parientes.
La furia de los vecinos se recrudeció en la siguiente reunión, y Fernando notó cómo habían cambiado las miradas. Sospechaban de él, el general hablaba en voz baja con la señora Clotilde, el doctor Rubiales no prestaba atención alguna a sus justificaciones. Las promesas de Fernando ya no hacían efecto, pero sus compañeros de la urbanización no parecían, por ahora, decididos a tomar represalias. Sin embargo, Marcial parecía empeñado en darles motivaciones para lo contrario. Una tarde creció el rumor de casa en casa: una de las hijas de Marcial se había acostado con un muchacho de la urbanización y había quedado embarazada. El escándalo estaba servido. Las señoras cuchicheaban, los hombres renegaban. Ahora encima habrá que alimentarla, se quejaba la madre del muchacho, incapaz de comprender el desaguisado y mucho menos tolerarlo.
No, señor, le respondió Marcial a Fernando, a mi hija la violaron. La violó ese muchacho malnacido. Esa es una acusación muy grave, Marcial, le respondió Fernando, que ya no lograba seguir mediando entre las exigencias de unos y otros. La respuesta de Marcial fue inmediata, y aquella noche llegaron veinte personas más, que también se instalaron en la casa.
El colmo llegó cuando los empleados de los hogares vecinos empezaron a abandonar sus tareas para ir a conocer la casa y escuchar a Marcial. La urbanización no lo soportaba ni un minuto más.
—¡Usted está metiendo en nuestra urbanización a cualquier clase de gente! —exclamaron los vecinos propietarios—. ¿Qué pretende usted? ¿A qué organización pertenece? ¿A quién obedece?
—Señores, ¡un poco de calma! —Fernando logró hacer un breve silencio, y meditó sus palabras—. Todo se puede arreglar. Hablaré con mi pobre. Estoy seguro de que atenderá a razones y podremos desocupar parcialmente mi garaje.
—Más le vale, Fernando —le recriminó la señora Clotilde—. No queremos empezar a pensar que es usted un terrorista.
Fernando intentó volver a hablar con Marcial, esta vez acompañado de su mujer: Querido Marcial, menos mal que lo encontramos. Mire, como comprenderá esta situación no puede continuar así. Usted no para de traer a gente de su clase a esta urbanización, y esto está suscitando controversia y asustando a los vecinos. Comprenda que son ellos los propietarios de la urbanización, tienen derecho a poner un límite. Debe retirar al menos a cinco o seis personas.
Marcial le devolvió una mirada inexpresiva. Luego se humedeció los labios y respondió:
Señor Fernando, no voy a sacar a nadie de este garaje que gané con mi sudor, reparándolo con mis propias manos y recursos, cortándole a usted el pasto y preparándole la cena en más de una ocasión. Este garaje es mío y lo compartiré con todas las personas que quiera.
Fernando se sintió desarmado y desnudo. Marcial se colocaba en situación de clara rebeldía y pretendía usurparle su garaje, que él, el dueño, había cedido por pura generosidad a Marcial. Se enzarzaron en una larga disputa, que terminó con Marcial dándole un puntapié en el culo a Fernando. Este no se lo podía creer. Acababan de echarlo de su casa.
Él le había entregado a Marcial toda su confianza y su amor, y Marcial le respondía así, de un modo violento, atentando contra su persona y su propiedad.
—Así es esta gente, Fernando —le recriminó a gritos su mujer, arrastrando su valija de piel de caimán por la calle, siendo humillada a la vista de todos los vecinos—. Son así, no hay nada que hacer por ellos. Debiste escucharme.
La siguiente junta de vecinos fue un griterío que alcanzó decibelios nunca oídos en la apacible urbanización. Muchos estaban paralizados y aterrados ante el agresivo y violento comportamiento del invasor y de su familia. Los que ya tenían experiencia en conflictos parecidos debatían soluciones. Todos querían sacar la artillería pesada. El doctor Rubiales conocía a un paramilitar que realizaba trabajos sucios. El retirado coronel Gandolfo podía traer a un grupo selecto de sus antiguos hombres, gente discreta y profesional. El licenciado Pereyra proponía involucrar a los tribunales, y la Señora Clotilde quería envenenarles el agua. Fernando no tenía voz ni voto. Había sido expulsado de su propia casa por unos invasores y ya no ejercía ninguna influencia sobre sus iguales. Por unanimidad, se acordó poner en marcha todas las propuestas a la vez.
La familia de Marcial demostró una resistencia admirable. Los perros y matones que comenzaron a rondar por el jardín no los asustaron, y los nuevos ocupantes de la casa supieron oponérseles. El agua envenenada sumió a varios de ellos en la enfermedad, sobre todo a los niños, pero su organismo era fuerte y se adaptó a los microbios y al cianuro. Fuera de la casa se agolpaba una soldadesca desmesurada, comandada por el general retirado, que impedía que nadie pudiera ingresar o salir de lo que ahora se había convertido en el búnker de los invasores. Allí dentro se estaban muriendo de hambre y sed, pero se negaban a abandonar la casa. La señora Clotilde se pasaba el día pegando carteles por toda la urbanización, alertando sobre la amenaza que suponían Marcial y los suyos. Ofrecía recompensas a los que le entregasen la cabeza de Marcial, e incluso llevó su discurso a la barriada del otro lado del muro, logrando traer a un pequeño grupo que acampó ante la casa de Fernando para exigirle a Marcial que volviese a la barriada de la que nunca debería haber salido.
Al final, y a pesar de tener a todos en contra, sería Fernando, el justo propietario de la residencia, quien hallaría la solución. Contraviniendo las órdenes de la junta, Fernando logró acercarse a la casa lo suficiente como para deslizar una nota por debajo de la puerta, dirigida a Isabel, la hija embarazada de Marcial. En ella, la conminaba a reunirse con él por la noche, en la parte de atrás de la casa, para encontrar juntos una solución a este desmadre, que solo podía ir en detrimento de su futuro hijo, así como del resto de los ahora habitantes de la casa.
—Podemos ayudarla —le explicó Fernando en susurros, agazapado y a cuatro patas bajo la ventana, oculto por un matorral—. Nos aseguraremos de que su hijo crezca como otro cualquiera de la urbanización. Pero si no ponemos fin a esto, nada impedirá a mis compañeros hacer la casa añicos y deshacerse de todos los que sobreviven bajo su techo. Quién sabe lo que podrían hacer. Torturarlos, decapitarlos, todo castigo será poco a sus ojos. Tiene que elegir. O ellos o yo.
Acariciándose la incipiente panza, la chica asentía con desesperación, dibujando mentalmente y con vivos colores las posibles conclusiones de la rebeldía de su padre.
Fernando le pidió que, a la noche siguiente, antes de acostarse, dejase abierto el cierre de la puerta del garaje. Él se ocuparía de lo demás. Vamos a cuidar de usted y de su hijo, le prometió Fernando, convencido, durante el tiempo que duró la conversación, de que cumpliría su promesa. Navegando entre dudas, Isabel terminó por aceptar, sellando así un pacto entre los dos vecinos asaz repetido, casi inmemorial e inevitable en la historia de la urbanización, y, tal y como había quedado acordado, Isabel destrabó, a las veinticuatro horas, la puerta del garaje cuando ya todos roncaban.
Nadie dormía en las afueras de la casa. Fernando se había estado perdiendo entre dudas incoherentes durante buena parte de la tarde, pero finalmente acudió, junto a su mujer, ambos trajeados y emperejilados, con la intención de disfrutar de los fuegos de artificio. Ya se habían colocado varias sillas plegables y una mesa de convite para los invitados.
—Ah, Fernando —lo saludó con inusual alegría el general Gandolfo, envolviendo sus hombros con un brazo y llevándoselo con él para un último paseo por el jardín de la propiedad entre los setos podados por Marcial—. Siempre supimos que era usted de los nuestros. Todo está ya preparado, solo falta que llegue el resto de los vecinos.
De igual modo lo felicitaron la señora Clotilde, el doctor Rubiales y hasta su propia esposa, a la que ya se le habían coloreado los mofletes con solo dos vasos de tinto.
Ante la señal que realizó la guardia personal del general, los vecinos de la urbanización tomaron asiento en sus sillas frente a la casa de Fernando. Al tiempo que los soldados comenzaban, rifle en mano, a avanzar hacia la casa, Fernando devoró los tentempiés que le entregaron, saboreó una copa del mejor vino de los viñedos de doña Clotilde, y no fue hasta que empezó a oír alaridos entre los tiros que se dio cuenta de que por fin había dejado de sentirse mal.