El proyecto de país de Moulian
También éste podría ser el título del mini libro del ciudadano que acaba de publicarse de Tomás Moulian. Hablo de “El deseo de otro Chile”, que forma parte del último capítulo de Contradicciones del desarrollo político chileno. 1920-1990 aparecido el año pasado. ¿Por qué es importante leer el libro en su formato de bolsillo? Suponemos porque urge actualizar los conceptos y perspectivas que Moulian ha venido desarrollando por años, desde aquel boom que significó su best seller, Chile actual. Anatomía de un mito (1997) con el que podemos decir terminó el siglo XX y se abrió una nueva discusión sobre el destino de los estudios culturales, la sociología y el pensamiento político criollo. Una vez que Moulian supo desplazarse como rector de la Universidad Arcis, como precandidato presidencial y uno de los mejores ejemplos de cómo la Academia puede salir a la calle a desbaratar el falso andamiaje de un país que ha escondido mucha mugre bajo la alfombra, pero sigue caminando tranquilo por los pasillos de una hermosa casa en un mal barrio, como le gustó compararse a la clase política en las primeras décadas de la Concertación dentro del ámbito latinoamericano. Porque querámoslo o no, lo que aventura su autor es un “modelo para armar”, y vale la pena tenerlo a mano, en el bolsillo de la chaqueta, para pulsar en sus páginas algunas respuestas a las interrogantes de un territorio en ruinas que aspira a levantarse del letargo, la decadencia e impavidez en que cayó casi irreversiblemente.
El deseo de otro Chile, es una arremetida definitiva sobre el estado y el lugar que debería ocupar la izquierda hoy, y dibujar de ese modo el proyecto ideológico que podría reconstruir el país post Concertación y el arribo de la derecha nuevamente. Moulian no es condescendiente y con aguda lucidez consigue describir la visión más oportuna de la posición que le queda al ciudadano medio, más que al sujeto político-partidista que tan poco ha hecho porque esto cambie. ¿Cuál esperamos sea nuestro futuro?
“Pensar de manera política el futuro requiere –dice Moulian– encontrar en el pasado y en el presente de esta sociedad llamada Chile ciertas líneas matrices de su experiencia que se pueden usar como basamentos de la construcción discursiva sobre el futuro”, arranca en el primer capítulo. Una afirmación que, citando a Maquiavelo, agrega, nos ayudaría a entender la política como el esfuerzo por convertir lo actual en inactual. Y esto es una lucha por el porvenir. Nada menos.
Avanzando en las páginas de Moulian, uno puede recordar cierto tono de la novela de Guillermo Tejeda, diseñador y escritor, en su libro Allende, la señora Lucía y yo (Ediciones B, 2002), donde afirma “pertenezco a una generación que bien podría pedir le devolvieran la plata, aunque tampoco sabe uno con quién hablar en estos casos ni a qué ventanilla ir a reclamar”. Por supuesto se refiere a la estafa de los que soñaron en la vía chilena al socialismo que llevó a la Unidad Popular al Poder, pero como sabemos, terminó como terminó.
La restitución de un discurso –como base del proyecto– es ideológico y estético. Al formular hacerlo dentro de un espacio físico –que es más que un paisaje refutando a Nicanor Parra– para proyectar ese deseo. Porque para Moulian, la respuesta a esa carencia, supone buscar explicarnos qué somos y qué queremos ser. Sobre esa condición, instala la factura republicana, y advierte que todo gira en torno a cómo se ha implementado, desarrollado y perpetuado una idea desvirtuada/equívoca de la democracia: “La representación predominante de Chile, fortalecida en esa época pero existente desde antes, era la visión optimista de un país en el cual la democracia constituía una tradición (…) La historia de Chile desde la estabilización de 1830 de un Estado que provee gobernabilidad, se ve como la instalación de un orden representativo en forma en vez de verlo como campo en el cual se enfrentan y luchan las fuerzas de la democracia y de la inclusión contra las fuerzas atávicas, nunca totalmente conjuradas, del autoritarismo y de la exclusión. En esta dualidad, en esta lucha persistente y no en la idealización, reside lo central de la experiencia histórica de Chile”.
La democracia además de participación es inclusión social
Idiotés, concepto griego que derivó en idiota, fue el término utilizado para referirse a quien no se metía en política, preocupado tan sólo en lo suyo, incapaz de ofrecer nada a los demás. Y creo sirve plenamente para fundamentar la advertencia o acusación que insiste en sostener Moulian, cuando busca definir qué es un ciudadano democrático. Si lo consigue, no es un punto a tratar en estas líneas, sino al menos visibilizar una respuesta que no es argumental sino performativa. Más que parecerlo, serlo en la acción. Otra de las demandas suyas: poder traspasar el escenario de lo público, hacia el espacio de lo privado, atreverse a volver fundamentales temas de los que el sujeto de a pie había preferido restarse. Recomponer el tejido social, digamos, desde la mesa familiar, el coffee break del trabajo, las redes sociales, la pareja, la universidad, la calle. Volver a identificarse como individuos activos con un rol social que debe demandar mayor participación efectiva en el seno de la sociedad, copando todos los espacios de participación. Pues cuando no existen otros recursos, todos los medios son posibles.
Evidentemente Moulian pareciera estar hablando de otro país, y por supuesto a eso mismo se refiere, a que el futuro de Chile se piense como una democratización radical. Y que al igual que una poética vanguardista asuma la ruptura de la tradición –el mito idealizado del ex Chile democrático (1830-1973)– como el despertar del sueño devenido en pesadilla, que nos ha impedido reposicionar un nuevo concepto de ruptura, sentada en la reconstrucción y sus avances, siendo capaces de desbordar desde lo político a los espacios sociales y culturales lo que nos corresponde. Pero ¿es ese desborde, por sí mismo, la verdadera democracia?
La lucha es tensa y debe ser constante. Porque está condicionada por nuevos y facturas, y en sentido desentraña –o cree desentrañar– la posibilidad de un modelo opositor que reconozco estar en desacuerdo con la sociedad tal y cómo se nos presenta: “Coincido con la crítica que el propio Marx hiciera a las construcciones ideales de mundos futuros. Mi deseo del Chile futuro está conectado con la experiencia histórica que hizo suya la izquierda chilena”. Una izquierda que debe abordar esta noción de desigualdad en que se ha terminado fundando la democracia. Desde que «el país de las oportunidades» perpetúo la ilusión del consumo, el tiempo efímero de la intimidad, la incomunicación y soledad, por debajo de la acumulación y la pérdida de sentido colectivo. Una clase media sumida en el trabajar para pagar y desprovista de cualquier referente cultural, tan mínimo como el hábito de la lectura u otra forma de diversión fuera de la pantalla catódica. El avance en efectivo los hizo retroceder, qué duda cabe. Y sobre ese derrumbe se intenta levantar un nuevo espacio habitable.
“Hoy esta empresa debe abordarse desde una situación de severo retroceso histórico, producto de la instauración de un capitalismo cuya mercantilización generalizada ha acentuado las tendencias a la inequidad, al empobrecimiento y al imperio de la lógica del lucro que abarca todas las esferas, incluso los campos de la salud y la educación”. Algo que la Concertación no estuvo a la altura de derogar ni mucho menos inclinar en el sentido esperable de una izquierda todavía más a la izquierda. Fortaleciendo, en cambio, un modelo neoliberal que sólo distanció a las capas medias y bajas de su condición identitaria de clase. La democracia se posicionó como el mejor ejemplo de igualdad, pero en la pobreza, en la desprotección y la explotación, con el correlato de la extrema riqueza de unos pocos. Y en esta explanada de un quehacer político desideologizado, centrado en la efectividad inmediata, más que en su calidad o sentido perdurable, la rueda siguió girando. Con ese eslogan de “hacer las cosas bien” para la gente, que tan bien resultó o se aceptó como costumbre durante 20 años y que luego supo recoger el guante la derecha en los albores de su gobierno, con el terremoto, el maremoto y el rescate de los mineros. La dimensión mediática que sólo favoreció la idea de poder-hacer, en esta sociedad del espectáculo, con las casaquillas rojas del-trabajando-por-Chile.
El proyecto de país
Hecho el catastro el libro se apronta a describir sobre el análisis la propuesta, en base ciertas tareas que, tratan de “construir un mapa donde se indican los caminos y sendas, pero de la manera como los viajeros construyen sus bocetos en el terreno y no como un geógrafo, que procede a posteriori, acodado en su mesa de dibujo”.
a) Una sociedad deliberativa. Una de las flaquezas de nuestro sistema político tiene que ver con las deficiencias de la dimensión representativa de la democracia chilena. La constitución del ’80 es ilegítima por su origen espurio, lo que significa que se legalizó a través de una farsa y que su consenso está viciado. La primera tarea que debemos enfrentar es convocar una Asamblea Constituyente, la cual debe ser precedida de una deliberación extensa que tenga como punto de partida los barrios para subir hacia los municipios, unidad de la elección de representantes. En la lucha contra la dictadura siempre sostuvimos que esta Constitución era ilegítima. El gran tema del desarrollo futuro de la democracia, es la transformación de representativa en participativa. Una Asamblea Constituyente es la oportunidad no solo de construir un nuevo Estado, sino de crear un nuevo clima. Una atmósfera distinta a la de los años de plomo de la dictadura y de los años grises de la Concertación. Ello llevará a la definición deliberativa de un verdadero pacto consensual, lo cual no significa que este sea ni unánime ni armonioso.
b) Una sociedad descentralizada. La otra modernización que debe afrontar el Estado chileno, copia del centralismo jacobino francés, es la de transformarse en un Estado de autonomías regionales. El objetivo central de este cambio es buscar la descentralización del poder para que se disminuya la distancia entre los ámbitos decisorios y los ciudadanos. Por ser el objetivo principal aumentar la calidad de la democracia, estimulando las prácticas deliberativas de los ciudadanos y construyendo, para ello, espacios de participación, se hace necesaria una desterritorialización del poder.
c) Una sociedad ideológica pero tolerante. El mayor efecto debilitante del neoliberalismo sobre la democracia es esa deriva que lo lleva a negar las ideologías y a postular la tecnificación de lo político, cayendo en la ingeniería social. Esta estrategia del neoliberalismo es la que, a su vez, permite darle a su propio pensamiento un carácter universal. Se afirma que no deben existir ideologías porque existe una forma natural de lo social, la cual considera a las sociedades como formaciones extensas y complejas constituidas de una manera evolutiva y que funcionan en forma autorregulada, de manera que se resisten a los intentos antinaturales del racionalismo constructivista, cualquiera sea la forma que adopte. Ese es el fundamento de la negación de las ideologías. La ideología es el instrumento que fundamenta los diagnósticos sobre el presente y los planteamientos sobre el futuro. En esta democracia deliberativa, justamente por se indispensables las ideologías como cuerpos de justificación y reflexión sobre los proyectos, la tolerancia se transforma en una indispensable virtud política. La tolerancia es la virtud política que permite conciliar creencias fuertes con conflictos regulados, que se mantienen en el plano del enfrentamiento cívico y donde ninguna fuerza aspira a la desaparición del adversario. ¿Las ideologías del futuro se construirán sobre la base de argumentaciones respeto a preferencias? La existencia de las ideologías constituye un riesgo pero también una necesidad. Para que la política reviva como sentido de vida que suscita militancia debemos volver a ser un país ideologizado.
d) Una sociedad de “emprendedores”. Una sociedad de emprendedores es aquella en que los ciudadanos toman conciencia de que la dirección de la economía es asunto de ellos y no una cuestión de los empresarios y los tecnócratas. El capitalismo pone límites a la democracia. Una sociedad ideal, en ese sentido utópica, sería aquella donde los productores fueran propietarios y gestores colectivos de empresas. Luchar por hacer participativa la gestión de las empresas es pensar como “emprendedor”, como sujeto económico. Esto significa para los trabajadores tratar de dejar de ser, aunque sea parcial, agentes pasivos del proceso de trabajo y tratar de superar la cosificación que se les impone. Que los trabajadores participen en la gestión de las empresas significa que ellos sitúen frente a la labor propia, a su papel en la división social del trabajo y frente a la empresa en su totalidad, como entes con razón y subjetividad. Desde mi punto de vista, el capitalismo no es humanizable, pero eso no significa que los trabajadores no deben resistirse en su unidad de trabajo para vivir en la pura enajenación. Este tejido social es importante para que la democratización de los mercados sea una tarea asumida por los ciudadanos, que al hacerlo se asumen a sí mismos como sujetos económicos, no como entes pasivos que actúan frente a los hechos económicos como sucesos naturales. La revitalización del cooperativismo es una tarea fundamental de largo aliento y una de las estrategias más eficientes para la democratización de la gestión y los mercados. El ciudadano activo y deliberante se como “emprendedor” y no acepta que las decisiones económicas sean un coto de caza reservado a los patrones, a los tecnócratas o los burócratas.
e) Una sociedad de mentalidad industrializadora. Todos los más importantes economistas que han gobernado con la Concertación dijeron hasta 1989 que un país cuya canasta exportadora contenía solo o de manera preferente materias primas era muy difícil que llegara a ser un país desarrollado. Una política de exportación de manufacturas capaz de competir en los mercados externos requiere reajustes importantes en las relaciones entre Estado y mercado. Ellos no serán posibles sin un Estado activo, pro industrializador, que además toma el cuidado de resguardar la posibilidad de apoyos a esa actividad en todos los tratados internacionales que firma. El asunto es que el problema deber ser asumido por los ciudadanos, recogido por los partidos, convertido en tema de deliberación pública, pues se trata de un problema central de la política de desarrollo.
f) Una sociedad con libertad moral. El aspecto positivo de los procesos de despliegue del individualismo contemporáneo tiene que ver con la individuación. La sociedad debe permitir que los individuos puedan decidir libremente sobre sus opciones de reproducción, sobre sus opciones sexuales, sobre las opciones matrimoniales. Algo se ha avanzado en ese terreno. Casi toda la sociedad chilena, incluso los sectores de izquierda, fueron homofóbicos. El hecho de que hoy en día los homosexuales o los transexuales hayan conquistado ciertos niveles de aceptación debe considerarse un avance cultural. La amplia aceptación del divorcio, pese a las restricciones retrógradas de la iglesia Católica, la implementación de los métodos de anticoncepción y de la “píldora del día después”, demuestra que se ha avanzado en fomentar la libertad moral de los individuos. Permanece sin embargo el gran vacío del aborto. Las luchas ciudadanas por la libertad moral constituyen, desde esta perspectiva, luchas fundamentales por una democracia radical. La mayor libertad no genera crisis morales, todo lo contrario, las previene, en la medida que hace a los individuos libres y responsables.
g) Una sociedad solidaria. La existencia de una cultura de la solidaridad implica un cambio de la matriz que prevalece en la sociedad chilena actual, como efecto mediano de las transformaciones materiales realizadas por la dictadura militar. Se necesita el desplazamiento de esa matriz desde el eje del tener hacia el eje del ser. La solidaridad tiene sentido cuando la sociedad vuelve a ser vista como una trama de vínculos sociales. En la sociedad chilena del neoliberalismo hegemónico el principio de la libertad, leído como libertad de elegir, ha desplazado totalmente la preocupación por la igualdad. Al perderse el norte de la igualdad como objetivo social, no hay parámetros para la crítica del despilfarro, de los excesos de la vida lujosa o del consumo ostentoso. Desaparecen las armas del juicio ético a las desigualdades de la sociedad existente, cuyo norte es la libertad de elección, que es en esencia la libertad del dinero. Las diferencias sociales son consideradas como triunfo merecido del individuo competitivo. Ser pobre es una forma de estar muerto en vida, privado de las posibilidades de una existencia digna. Una sociedad moralmente sana es aquella que coloca en el lugar prioritario la lucha por combatir las desigualdades y que desarrolla una ética de la solidaridad.
h) Una sociedad expresiva. Sin duda en los últimos doce años se ha intentado que muchos ciudadanos tengan ciudadanos tengan acceso como espectadores a las actividades culturales. El derecho a la expresividad, a desarrollar las facultades creativas, tiene que constituir una reivindicación central de los movimientos ciudadanos. El arte culto y popular no debe ser un espacio reservado de unas elites inspiradas, sino debe ser un espacio donde todos los ciudadanos puedan tener acceso a experimentar y ensayar para descubrir sus gustos y facultades. A través de la participación creativa se produce un desarrollo de las posibilidades del ser contra la forma burguesa de la cultura del tener, donde el núcleo central es la adquisición más que el desarrollo del ser en sí, en este casi del aspecto sensitivo.
i) Una sociedad sin miedo. Norbert Lechner afirma que “el fin de la dictadura es el fin de la represión pero no del miedo”. Muchas veces me pregunto cómo viven los grandes torturados, cómo logran evadir el ciclo nocturno de las pesadillas. ¿Cómo sobrevivimos ese tiempo de plomo todos los que teníamos militancia política y permanecimos aquí todos esos años, adheridos como lapas a nuestras creencias, aunque solo fuera para conservar una identidad que diera sentido a la vida? La sociedad chilena está sumergida en la actualidad en una agobiante prudencia; el mismo país, por lo menos el mismo espacio territorial, que vivió en los tiempos de la Unidad Popular las esperanzas de una libertad auténtica, el sueño de los dominados que creían convertirse en dirección de la sociedad, y que vivió durante la dictadura las experiencias de la resistencia. La sociedad chilena para haber perdido la capacidad de experimentación, el atrevimiento para pensar futuros posibles. Como lo ha mostrado Robert Castel, el gran problema social actual es dejar de ser explotado y caer en la desafiliación, dejar de ser una víctima del trabajo alienado para pasar a ser un hombre marginal, que ni siquiera califica para explotado. Para minimizar los peligros de la flexibilización de los contratos los trabajadores deben aceptar el sometimiento. Sometimiento e incertidumbre, esa es en la actualidad la condición asalariada. ¿Cómo pueden emerger desde allí para pensarse como ciudadanos? La situación del mercado laboral los fuerza al individualismo, a la habilitación para la competencia, al acomodo. Desde esa alienación reforzada, es necesario pensar las estrategias de politización. El otro gran miedo de estas sociedades es también una resultante indirecta del predominio neoliberal. Una sociedad que de manera estructural tiende a desintegrar y que por su cultura tiende a fragmentar, es comprensible que genere niveles mayores de delincuencia. Es muy importante la actitud que los ciudadanos democráticos asuman frente a este problema, porque sin duda constituirá uno de los miedos más importantes del futuro frente al cual no es difícil caer en prácticas fascistas.
j) Una democracia generalizada. Hoy vivimos en una sociedad de la mercantilización total. Nuestras luchas deben orientarse a alcanzar niveles crecientes de democratización generalizada. El mercado y la democracia auténtica tienen inevitables conflictos, porque la segunda reconoce derechos universales que no dependen del acceso al dinero, como a la educación, a la salud, a la cultura, a la vivienda. Por ello un combate por generalizar la democracia es también una lucha anticapitalista. Este sistema económico se orienta por el lucro, mientras la democracia insiste sobre necesidades, por lo menos sobre ciertas necesidades, a las que todos los hombres tienen un derecho universal de acceso. En ese sentido una democracia auténtica genera una sociedad plenamente política, porque en ella ningún orden es naturalizado. Una sociedad democrática es una sociedad de sujetos sociales, quienes siempre están tensionando los límites alcanzados por la democratización, para explorar la posibilidad de más libertad y mayor igualdad.
Si nos detuvimos a dar cuenta del programa, siguiendo punto por punto lo que plantea, es porque creemos que solo la referencia completa concita el interés y genera las expectativas que nos ocupa, como conocer cabalmente lo que Moulian nos propone en su “libro del ciudadano”.
Roberto Contreras