El tímpano del ojo - Carcaj.cl
21 de noviembre 2013

El tímpano del ojo

Chile 1971, de Raymond Depardon. Hojear un libro de fotos como quien avanza de umbral en umbral. Hojear un libro de fotos como todo documento fotográfico que se expone a ser visto en nuestras manos: un poco desprevenidamente, llevados por una mezcla de reconcentración y desatención, con ese aire de ir improvisando un camino de lectura a la medida de nuestra predilección, un camino de incertidumbre gozosa entre imágenes que se siguen y se acompañan y entrechocan con ganada ligereza. Hojear un libro de fotos que en ese vaivén de la mirada guarda una brisa que se acumula y que se traspasa de una imagen a otra, pero que guarda también, y en este caso ostensiblemente, señales de otros tiempos, vigilias, marchas, cuerpos en tensión, ademanes de voces alzadas, paisajes recobrados, gestualidades renacidas. Hojear un libro de fotos que lleva la firma de Raymond Depardon, el prestigioso foto-reportero y cineasta, co-fundador de la agencia Gamma junto a otros ilustres como Hubert Henrotte o Gilles Caron y activo miembro de Magnum desde fines de los años ’70. Hojear la firma también, entonces. Y hojear el lugar y la data: Chile 1971. La firma, el lugar, la data. Hojear en ellos el peso de las imágenes, pero sobre todo el peso de las dos imágenes que abren y cierran, respectivamente, el libro que tenemos entre manos: el retrato de un campesino con sombrero negro, las manos en los bolsillos y el rostro frontal, como poseído por una rectitud y una convicción desafiantes (“Provincia de Cautín, entre Temuco y Puerto Saavedra, asentamiento ‘Arnoldo Ríos’, p. 15), imagen que ocupa asimismo la portada del libro de Depardon; y el retrato a doble página, rodeado por el fuego de las miradas de una multitud cercana, del Presidente Allende tomado, él también, de frente, con una sonrisa esta vez de rectitud ya no desafiante sino acogedora (“Allende tras la Parada Militar, Parque Cousiño, 18 de septiembre”, p.118-119).

Hojear un libro de fotos, entonces. Avanzar por sus páginas de umbral en umbral, volviendo sobre nuestros pasos, demorándonos, deteniéndonos fijamente, conjeturando; tal ha sido nuestro cometido y, en esta oportunidad, queremos que sea ésa nuestra invitación. Hojear un libro de fotos de Raymond Depardon, dejarse habitar por él en la suma de los días, significa muchas cosas para el lector. En este volumen, Chile 1971, ingresamos por los laberintos de una memoria de paso, de una agitación recuperada desde antiguos rollos que, de pronto, sin advertencia, nos traen un viejo aire renovador. Un Chile inadvertido para las generaciones recientes se hace un sitio entre nosotros. De una imagen a otra rodamos entre umbrales de tiempo. Unos viejos cuerpos familiares, personajes de nuestros paisajes y de nuestra sangre, saltan de estas páginas para someternos al escrutinio de su interpelación. El rostro redondo y entero del funcionario de Cementera Polpaico en una marcha por la Alameda (p.50). Los niños en los campamentos al sur de la capital exponiendo sus abiertas sonrisas a pesar de la indigencia que parece lacerarlas (p.55, p.57). Los jóvenes de izquierda copando las calles con ánimo inquebrantable, compacto, fiero (p.53, p.98, p.99). Los grupos organizados de campesinos revolucionarios cerrando filas ante la cámara, blandiendo consignas, miradas de acero, herramientas, puños en alto, convicción (p.37-41). Los mismos grupos en interiores húmedos, calados por el paso de la luz, cambiando entre ellos palabras más reposadas probablemente, escuchándose con atención. Algunos de estos interiores, sin duda (por ejemplo la breve secuencia entre las páginas 27 y 33), califican entre las imágenes más logradas de la obra de Depardon: su maestría en la medida del contraluz y en el manejo de diversas texturas lumínicas dentro del plano, en beneficio de un retrato comunitario lleno de expresividad, saltan a la vista.

Hojear estas fotos, remontar sus umbrales, encontrarse con estos vientos de cambio, con estas miradas férreas, tiene, para un hijo curioso de los años que habrían de venir, para quien pueda ser hijo de esta misma generación retratada, algo de redención. Por lo que acabo de describir se adivina todo lo que está en juego en el espacio que media entre el retrato del campesino, en el frontispicio, y el retrato de Salvador Allende, como colofón. En el ritmo cautivador que las imágenes van formando a lo largo de este libro, en esos paisajes e historias que se transmiten energías desconocidas, cabe el universo entero de una mirada. La mirada de Raymond Depardon deja estelas grabadas profundamente en el espectador. Sus escaramuzas visuales, el fragor de esos cuerpos topografiados por su cámara (muchos primeros planos inmersivos, algún ademán permanente de contrapicado), se vierten en estampas que fue recolectando a lo largo de un recorrido por Concepción, por las cercanías de Valdivia y Temuco, por tierras mapuche, por la isla de Chiloé, por Santiago. Ese trajín, esa mirada abierta y recolectora, fue derivando (y el autor lo notó a poco andar con resuelto entusiasmo) por un Chile efervescente y organizado, por un pueblo en andas y en estado de agitación. Muchas de sus fotos lo manifiestan con notas de madurez que no dejan de sorprender, si se piensa que Depardon contaba por aquel entonces menos de treinta años. En varias de estas imágenes el pueblo desborda las calles, es cierto. Pero también, como contrapunto, Depardon supo dar con escenas de intimidad estremecedoras. En ellas, se hace inevitable pensar en cierta sensación de derrota. El pueblo aparece muy consciente de sus medios y de sus empeños colectivos, pero no escapa, a los ojos de Depardon, al fantasma de sus padecimientos y de la necesidad vital de vérselas con ellos en el día a día. En este paisaje íntimo de un Chile alzado, tal como nos lo narra la mirada extranjera de Depardon, ambas visiones, la efervescente y la flagelada, de un modo u otro están coligadas. Si hay un mañana que aparece en estas fotografías, es sin duda ese mañana lleno de luz que rebasó de hermosura durante la primera etapa de la Unidad Popular. Sotto voce, sin embargo, estas mismas fotografías grafican ese otro mañana, esa versión con menos auroras por la que ronda la inquietud que asola a las familias campesinas y proletarias, la inquietud siempre creciente por los cruentos rigores cotidianos.

Esas notas sutiles de desolación no hacen mella, empero, en lo que es el tono general de este bello ensayo visual de Raymond Depardon. Insistamos con nuestros dos retratos de cabecera: entre el campesino del campamento ‘Arnoldo Ríos’ al inicio y la estela del Presidente Allende al final de estas páginas, primarán sobre todo cuerpos latentes, ansiosos, intensos, que parecieran sentirse vigorizados, como saliendo de sí mismos permanentemente, incontenibles, en estado de arrojo. Yo diría que en el tratamiento de esta fuerza energética de los cuerpos, de esta colectividad en movimiento, reside uno de los elementos más característicos de la firma Depardon, de su universo fotográfico, de su mirada. En este caso lo notamos tanto en los encuadres grupales de los campesinos, que son tomas más bien estáticas, como en las capturas callejeras de las manifestaciones de la Unidad Popular (hay un par de ejemplos notables de este efecto ‘físico’ de movimiento y aproximación, en algunos clichés del presidente Allende cerca de la multitud que lo saluda buscando abrazarlo, en las páginas 60 y 62). Pero al decir esto no me estoy refiriendo solamente a escenas registradas por Depardon como fotógrafo de guerras, en sus experiencias en el Líbano, en Argelia o Venezuela. Al reparar en esta energía de cuerpos en desplazamiento, estoy pensando más bien en un trabajo como “Correspondance New Yorkaise”, uno de los más influyentes y universalmente celebrados de nuestro autor. “Correspondance New Yorkaise” fue una colaboración encomendada a Depardon de parte de Libération, fechada entre julio y agosto de 1981, consistente en el reporte para las páginas internacionales del diario de una imagen fotográfica captada en la ciudad de Nueva York acompañada de un texto. En un giro del mayor interés para el devenir de la práctica fotográfica, Raymond Depardon despachó verdaderos enunciados mixtos: las imágenes se veían directamente interferidas por el texto, que más que acompañar o ilustrar el “sentido” de la captura, operaban una mutación suspensiva de enorme impacto estético. Mi intención al recordar esta obra clásica de Depardon apunta en otra dirección, sin embargo. En “Correspondance New Yorkaise” encontramos un conjunto de imágenes que acusan un marcado dinamismo de los planos, al modo de un Garry Winogrand o de la Straight Photography, o de los retratos anónimos, obtenidos con un olfato rapaz, a la manera de las cámaras ocultas en el metro que Walker Evans patentara adscribiéndoles una eficacia artística a fines de los años ’30. Hay algo en Depardon, en síntesis, que se siente a gusto y que se mueve con ostensible soltura cuando se trata de encuadrar cuerpos en un mismo espacio, o de interceptar esos cuerpos con el lente en un primer plano, o de provocar un efecto inmersivo y envolvente que hace sentir al espectador una captura cinética de la escena pública.

Es lógico dar por sentado que esas virtudes las pudo desarrollar Depardon con sus experiencias en el frente como foto-reportero. Pero el caso es que en un libro como Chile 1971, ellas adquieren el vigor de una poética personal al servicio del retrato de un pueblo movilizado. Anotamos un momento atrás la lograda maestría en el manejo de interiores, por ejemplo en las imágenes de los campesinos congregados. Depardon exhibe en estas fotos una capacidad especial para trabajar con las miradas de los modelos. Podría recorrerse todo este volumen enfatizando la composición de las miradas. Las miradas prolongan el espacio fuera del campo visual, un poco a la manera de la pintura moderna francesa, y ya sabemos desde Édouard Manet que se puede construir toda una espacialidad fragmentaria, fracturada en micro-escenas y en cromatismos liberados, partiendo por miradas refractarias de individuos que no constituyen, entre sí, un espacio común, a pesar de ocupar un mismo espacio. El acento de Depardon no es el de Manet, eso es claro: su objetivo al romper la unidad de las miradas (cuando lo hace), es proyectar los cuerpos individuales en dirección de un campo de acción más amplio, más abarcador. Esa disparidad de ángulos y de trayectorias en las miradas tiene, pues, un sentido de prolongación y de apertura, y no de fraccionamiento o desintegración. Así es como Depardon tiende a aglomerar las cuerpos, volviéndolos compactos y unitarios, miembros de un mismo colectivo, disparando simultáneamente sus miradas hacia distintos planos proyectados fuera del campo. El horizonte se sitúa, dentro de la imagen, en las miradas. El horizonte está aquí delante de nosotros y nos mira a la cara. Dicho de otro modo, Depardon configura plásticamente, centrándose en la composición de los cuerpos, de las miradas y las expresiones, la condición expansiva de un pueblo en movimiento.

Estas decisiones composicionales estaban claramente activas en el imaginario y en las intenciones estéticas del fotógrafo. En la conversación con Philippe Séclier, fechada el 4 de mayo de 2013 en Clamart (Hauts-de-Seine), que junto con el texto de Faride Zerán funciona como introducción al libro, Depardon se refiere a este trabajo en Chile como a un ejercicio exploratorio que le dio el impulso para sondear “otra fotografía”. De acuerdo a sus palabras, el recurso a posibilidades de expresión y elaboración menos restringidas, más versátiles y lúdicas, estaba ligado en una medida importante al lenguaje cinematográfico. “Este reportaje fue muy importante para mí”, señala Depardon, “me abrió a otra fotografía, en el sentido en que me permitió darme cuenta de que no estaba obligado a ir a todos los consejos de ministros en París o a las visitas oficiales de presidentes, que eran lo cotidiano de la agencia. Como me gustaba mucho el cine, cuando hacía esas fotos tenía en la cabeza las películas de Eisenstein o Dovjenko —aunque no tenían nada que ver— sobre todo cuando tomé esa foto de los tres campesinos en Temuco. Esas tres bellas cabezas en contrapicado… Hay como un elogio de los trabajadores, de los campesinos” (1). ¿Se referirá a la imagen titulada “Consejo de campesinos en Puerto Saavedra, provincia de Cautín”, que abarca las páginas 66-67?, ¿o quizá al contrapicado todavía más marcado de la página 35 (“Fundo forestal en Santa Adriana, cerca de Nacimiento”)? Esto último es menos probable, no solo por razones geográficas: son retratos de cuerpo entero de tres campesinos de brazos cruzados que lideran a un grupo que los acompaña un poco más atrás. Y aún otras imágenes de consejos de campesinos, o de marchas en la ciudad, ahondan en esta especie de heroica estatuaria cinematográfica, que Depardon declara tributarias de la vanguardia rusa de los años ’20.

Si pensamos en las imágenes tomadas por Chas Gerretsen, David Burnett o Marcelo Montecinos en los días inmediatamente anteriores al golpe de estado y en los cruentas jornadas que habrían de seguir (y vale esta mención puesto que las imágenes de Gerretsen y Burnett, reunidas junto a las que Depardon tomó en la época de la reforma agraria en un número hors-série de la revista Reporter-Objectif, bajo el título de Chile, se hicieron merecedoras de la prestigiosa Capa Gold Metal), o si pensamos en el espléndido trabajo sobre las primeras horas posteriores al golpe de otro insigne fotógrafo, Koen Wessing, reparamos instantáneamente en la diversidad de ambientes, de atmósferas, de intensidades espaciales que toman consistencia en sus lentes, en marcado contraste con el Chile 1971 de Raymond Depardon. En las fotos de Burnett, imágenes estremecedoras de calles sitiadas, de quema de libros, de detenidos temerosos y perplejos, prima el ruido de las órdenes militares. Las metralletas colman los encuadres y los direccionan de manera unilateral. En algunos trabajos de Wessing un silencio gigantesco ha asolado la ciudad, generando un vacío y una distancia incontrarrestables entre los pocos cuerpos que asoman y retoman los circuitos conocidos. Por ello la abertura del ángulo del lente tiende a acaparar todo el espacio disponible en torno, como haciéndonos sentir la inmensidad abatida de la ciudad desolada. Incluso entre dos personas, entre un militar y un detenido, por ejemplo, Wessing supo captar no tanto la intimidación que provoca un cuerpo abalanzado sobre el otro, cerrándole el paso o reduciéndolo, como el espacio vacío que media en ese sometimiento volviéndolo posible. Wessing, si nos animamos a decirlo así, es un fotógrafo de los espacios muertos que de repente se instalan, abriéndose como forados profundos, en la atmósfera que cubre a los cuerpos sitiados. Sabemos que estamos hablando de una ciudad que sufre, de un país maltratado y en penumbras, de clandestinidades, de ahogos y despojos, y aún así, mirando las imágenes de Koen Wessing, en algún rincón de nuestra sensibilidad atribuimos a la mano del fotógrafo la conmoción que nos sobrecoge al mirar esas escenas.

Creo necesaria esta acotación para situar la indicación de Depardon sobre esa “otra fotografía” que mencionábamos un momento atrás. Es obvio que esa “otra fotografía” es, simplemente, la fotografía. Pero una tensión marca la frase de Depardon, una tensión que como sabemos habita en el corazón de la práctica de muchos fotógrafos documentales. Es la idea de la autoría, de los límites autorales en la adhesión al referente, para decirlo con Roland Barthes. Como se sabe, era una discusión candente, de “corriente principal”, a comienzos de los ’70. A confesión de partes, relevo de pruebas: ya vimos que Depardon declara, en la cita anterior, su preferencia por el aspecto más lúdico y plástico de la toma fotográfica. Yo añadiría algo más, a partir de la disparidad de los recursos plasmados en las imágenes de Koen Wessing, en comparación con las fotos de Depardon. Es natural establecer el fuerte acento de dos momentos históricos incomparables para la nación. Chile 1971, ya lo dijimos, enarbola un relato visual “de la tierra prometida”, para usar palabras de Faride Zerán en el escrito que acompaña esta edición (2). Pero sucede también que los grandes fotógrafos, sea cual sea el género al que se dediquen, son capaces de imprimir a sus capturas una potencia manifestativa de una cualidad suplementaria. Wessing, en el apremio de las circunstancias bajo las cuales le tocó retratar a un pueblo oprimido, supo calibrar con delicadeza esos amplios espacios deshabitados en sus planos fotográficos. Captó esa arquitectura de los cuerpos, ese vacío opaco y duro que transitaba las calles, con intuición soberbia y supo modelarla en términos magistrales.  Raymond Depardon, en el otro extremo de la gama emotiva, en el entusiasmo más pleno que alguna vez, si acaso, ha inundado Chile, se dedicó no simplemente a aprehender la evidencia visible de ese entusiasmo, sino a traducirlo en la potencia de unas imágenes bien meditadas y resueltas. Para ello, supo cotejar y mensurar adecuadamente el entusiasmo, la esperanza y la organización colectiva, con ese enigmático “tímpano del ojo”, con ese intangible que hace la singularidad de la autoría y que la fotografía moderna, especialmente en el género del reportaje documental, ha incorporado como patrimonio de la cultura visual contemporánea.

Como a todo aventurero, cuarenta años después, a Depardon le ronda una cuestión turbadora, una pregunta no solamente imposible de responder de modo satisfactorio, sino además capaz de desatar un vértigo infinito. “¿Qué es lo que hacemos aquí?” (Qu’est-ce qu’on fait là?), se cuestiona a sí mismo en la conversación con Philippe Séclier. ¿Por qué vinimos aquí, aquí precisamente, a sacar fotos?, ¿qué nombre tiene ese impulso secreto, despiadado, casi suicida, que me arrastra hasta la orilla de las cosas, y me sacude al punto de querer volcarme encima de ellas, hasta que me quemen o me agosten, hasta que acaben conmigo al estallarme? Yo no dejaría pasar, ya que el propio Depardon lo menciona, ya que al propio Depardon le escapa de la boca —tal vez sin quererlo, tal vez premeditadamente—, no debiera dejar pasar la mención a la desaparición de Gilles Caron en Camboya, en abril de 1970, co-fundador, al igual que Depardon, de la agencia Gamma. ¿Por qué venir aquí, hasta aquí, qué es lo que se hace aquí, sacando fotos? Es la pregunta del etnógrafo, apunta Depardon, pero con todo el sabor de reflejar, en verdad, un misterio profundo de la fotografía. Caron, uno de los más grandes fotógrafos de su generación, desaparece trágicamente a los treinta años. Pocos meses después su amigo Depardon, arrastrado por ese enigmático frenesí de la fotografía, parte a Chile, al extremo sur, donde el mundo se sale de la geografía. El viaje, nos enteramos ahora, se hizo parte, indirectamente, acaso inconscientemente, de un proceso de duelo. ¿Qué es lo que hacemos aquí? ¿Se viene hasta aquí a presenciar el proceso revolucionario en marcha, a compartir con campesinos y jóvenes, a retratar al Jefe de Estado y a sus camaradas?, ¿se viene a reencantarse con la infancia en la campiña en el valle de la Saona, a dejar entrar el aire nuevo en cada imagen, a estimular con delicadeza el “tímpano del ojo” del fotógrafo…?

Sea por fervor al oficio o por sentimiento elegíaco, por una obsesión secreta o por una curiosidad desmedida por el mundo, por todo ello junto o por otra cosa, Raymond Depardon inscribió con su talento algunas de las imágenes más bellas de Chile y su gente, en uno de los períodos históricos más excitantes que haya vivido Latinoamérica. Han pasado más de cuarenta años desde la realización de estas imágenes y Chile ha sido drásticamente transformado. Pero hay algo en el paisaje profundo, en el paisaje de las caras y los gestos, que Depardon con su tímpano del ojo supo apreciar y contener maravillosamente. Las muchedumbres, sus cánticos e insignias, habrán desaparecido, habrán sido acalladas, pero los hijos y nietos de esas generaciones han dado rienda suelta, en los años recientes, a formas parecidas de entusiasmo y fervor. Hojear este libro de fotos, hojear Chile 1971 de Raymond Depardon, en esta hermosa edición de LOM, es como un regalo inesperado que nos recuerda, también, qué hacemos aquí.

Octubre de 2013

*Rodrigo Zúñiga C. Es Filósofo, Director de la Escuela de Postgrado de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile.

 

NOTAS:

(1) “Entrevista a Raymond Depardon”, en Raymond Depardon (2013), Chile 1971. Santiago: LOM Ediciones, p.13.

(2) Cf. Faride Zerán, “Es 1971, y Chile es la tierra prometida…”, loc. cit., p. 5-7.

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