El único terremoto y el único Japón, del que puedo hablar
Al igual que con la historia de la cigüeña, o como la del cuco que se escondía en el armario, conocí una vez una niña a la que le dijeron desde pequeña que su padre estaba en el Japón.
Y claro, como ella era un tanto especial y no hacía muchas preguntas y además se pensó que moriría joven, la dejaron crecer con esa creencia hasta que, para sorpresa de todos, se fue haciendo mayor y terminaron internándola en un asilo, junto a otras personas supuestamente parecidas a ella.
Y bueno, fue entonces que la conocí. Yo tenía 15 años y ella algo así como 70, y esto fue lo primero que me dijo:
-Mi papá está en el Japón. El Japón está lejos y es lindo. Y él está allá.
Yo, por supuesto, no entendía mucho del asunto, así que pregunté. Me respondieron que eso era prácticamente todo lo que decía, y me contaron también que no tenía visitas y que ella tenía un cuaderno con recortes del Japón.
Dos semanas después ya éramos amigos. Ella me mostraba su cuaderno y me preguntaba sobre Japón. Fue así que comencé a investigar y a contarle algunas historias… es decir, todo lo que descubrí, y hasta amé de ese lugar, fue gracias a ella.
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Me gustaría aclarar, antes de seguir, que esto no es un cuento ni una fábula ni nada que tenga que ver con aquello lejano a la verdad y que a veces llamamos erróneamente literatura.
Esto es algo que sucedió y que existió de una forma tan concreta como el Japón donde vivía el padre de mi amiga, y que yo comencé también a conocer desde aquel entonces.
Llegué así leer a Mishima, Kawabata, Kobo Abe, Osamu Dazai… conocí las pinturas de Hiroshige, de Hokusai, las mujeres de Utamaro… y de todo eso, además, intenté extraer esa esencia pequeña que compartíamos con mi amiga, que escuchaba siempre atentamente y sonreía ante cada dato nuevo, o ante una historia, o hasta un kanji que parecía también contener un mundo entero dentro, como en estado de semilla.
A veces, invitábamos incluso a otros abuelos que vivían allá, y les enseñábamos los recortes, las estampillas, o hasta las películas que logramos conseguir y que parecían reconstruir ese lugar lejano, ese país donde mi amiga no dejaba de repetir tenía un padre, al terminar cada visita.
¡Ojalá la hubieran conocido! Era imposible no soñar con el Japón viéndole brillar los ojos, o deslumbrarse ante una imagen, o emocionarse hasta las lágrimas con alguna película de Ozu o Mizoguchi…
Fue uno de esos días cuando se hizo inevitable hablar del tema de las bombas, y –como otro abuelo se metió a la conversación–, se me hizo imposible aminorar su importancia.
-¿Y Japón se destruyó? –preguntaba mi amiga.
-Enterito y murieron todos –decía el abuelo exagerado, sin medir las consecuencias.
Y claro, recuerdo que esa vez casi me prohíben ir a verla nuevamente porque mi amiga lloró desconsoladamente y sufrió algo que las enfermeras nombraron como un colapso, pero que era en realidad el dolor que sentimos cuando algo en lo que creemos, y amamos, deja de existir dentro de uno.
Sin embargo, justo cuando creí que estaba pasando ese periodo, la situación se volvió aún peor. Y es que mi amiga pasó del llanto al silencio más profundo, y sus ojos parecieron cambiar y fue entonces como si toda ella se hubiese secado, y apagado, de golpe.
Yo, en tanto, convencido que se trataba de otro de los efectos de la bomba, intentaba explicarle que sólo se habían destruido unas ciudades, y que todo se había reconstruido y que la gente ya ni siquiera recordaba bien aquellas fechas y…
-No es por eso –me dijo un día en que le explicaba aquello-. No es por eso.
Yo la miré entonces y entendí que ella se había dado cuenta de algo aún más terrible. Algo que tenía que ver con eso que le habían dicho un día, hace más de 70 años, sobre un padre que estaba en Japón…
Y es que ella se dio cuenta, comprendí, que le habían mentido.
Y eso fue lo último que le oí decir.
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Me impidieron ir a verla porque la trasladaron a un lugar donde había más cuidados y podían tratarle mejor su nueva actitud. Y en ese nuevo lugar exigían que fuese pariente o que tuviese más de 18 años.
¿Y saben? Puede ser egoísta… pero sólo pienso en ella cuando me hablan del Japón. Cuando leo a Murakami, a la Yoshimoto, o a Inoue… o cuando veo After life, de Koreeda… todo sigue siendo para mí extraer lo esencial, lo “pequeñito esencial”, como traducíamos un kanji, y compartirlo con ella.
Por eso cuando estos días veo las imágenes del terremoto y del tsunami, o de la planta nuclear a punto de estallar… pienso en realidad que están protegiendo el fantasma de un mundo que ya se destruyó anteriormente, un mundo que se vino abajo cuando una amiga mía descubrió que la gente puede mentir, y que uno puede vivir sobre esa mentira, sin sospecharlo siquiera.
Perdónenme el egoísmo y la frialdad al no sentir prácticamente nada cuando veo morir a esas miles de personas. Discúlpenme por no atorarme cuando las veo tomando once, o cambio el canal para ver cuánto salió el partido de mi equipo, o simplemente para escuchar el tiempo que habrá mañana.
Pero es que para mí el Japón es algo demasiado hermoso, como para situarlo en un lugar que puede desaparecer o transformarse –o hasta explotar–, en cualquier momento… y prefiero imaginarlo como un país de ensueño en que mi amiga llega a conocer por fin a su padre, y vuelve de a poquito a confiar en los otros, y amar la vida que le tocó vivir.
Y créanme que lamento sinceramente todo lo ocurrido… pero este es, a fin de cuentas, el único terremoto y el único Japón, del que puedo hablar.
2 comentarios
Me derribó este texto. Lo empecé a leer como cualquier otro y creo que no lo es.
No sé qué decir.
Maravilloso.
Había comentado antes, pero creo que dejé algo mal.
Así que paso de nuevo para decir simplemente que me impresionó el texto, y la defensa del espacio íntimo donde otros tsunamis conviven y derrumban y empujan a seguir.
Un abrazo.