En los márgenes del margen
Una de las características particulares de todo espacio fronterizo es el de ser, a la vez, límite y convergencia. Un cruce de diversas prácticas culturales y de contextos de producción que denotan una influencia recíproca derivada del tránsito histórico-cultural y la interacción continua de estas. Más si consideramos que el concepto de frontera es una imposición política que, por lo general, no detiene el intercambio, pero que sí propicia un espacio “otro”, en el cual se generan referentes culturales particulares que dan cuenta de una “convivencia en tensión”. Debido a lo anterior, cuando se generan prácticas culturales desde este intersticio, y, en particular, cuando se genera una “narrativa de frontera”, el resultado son textos que develan, en su percepción del mundo narrado, la presencia de lo híbrido como una posibilidad de construcción identitaria.
Ahora bien, si esta dinámica se vislumbra en todo espacio de deslinde, con mayor fuerza se desarrollará en el espacio geográfico fronterizo por antonomasia, la frontera entre México y Estados Unidos, el cual simboliza la convivencia entre la tradición hispano-cristiana y la anglo-protestante; entre la principal potencia mundial político-económica y la pobreza y el subdesarrollo, convivencia que genera una superposición simbólica y una coexistencia basada en el reconocimiento y la tensión. De hecho, como lo formularan Scott Michaelsen y David Johnson, la frontera se construye como “un sitio de encuentro de relatos geopolíticos y literarios, historiográficos y antropológicos”.
Desde este contexto (y sobre este contexto) escribe Parra: desde la importancia político-cultural del río Bravo/río Grande y su significación para los mexicanos del norte; desde la miseria de los pueblos fronterizos y los lupanares de mala muerte, donde el cuerpo es la mercancía que se transa, metaforizando la dependencia económica latinoamericana y la entrega de materias primas; desde las peleas con navajas por la obtención del control; desde la interacción entre indígenas, gabachos, güeros, “coyotes”, “espaldas mojadas”, prostitutas, “narcos”, travestis, policías corruptos… en fin, desde la concepción de la frontera como un espacio de convergencia y, además, como un espacio que simboliza los límites de la condición humana. No es de extrañar, entonces, que gran parte de esta dinámica fronteriza ocurra de noche y en los suburbios de los pueblos fronterizos, es decir, en los “márgenes del margen”.
La lectura fronteriza de Eduardo Antonio Parra
Pero no hay solamente una perspectiva de escritura: también hay una perspectiva de lectura del contexto narrado. Una de las virtudes de la narrativa de Parra es la de saber “leer” la frontera (lo cual había anticipado en su libro de cuentos Los límites de la noche, de 1996), pues es muy fácil distorsionar la visión de la realidad fronteriza y caer en la “espectacularización” hollywoodesca, sobre todo por la cantidad de películas en las que se plantea, casi en términos morales dicotómicos, la convivencia entre sujetos provenientes de ambos lados de la frontera y que convergen, por diversos motivos, en esta: el “coyote mexicano o el “narco” mexicano malo versus el sheriff anglosajón norteamericano bueno, tal y como ha ocurrido con series y películas que no ahondan más en la dinámica fronteriza (por ejemplo, “No es país para viejos”). A favor de la narrativa, sí se puede concebir una perspectiva más cercana a la realidad y menos prejuiciada, lo que también se puede ver en obras de otros autores mexicanos, como David Toscana y Luis Humberto Crosthwaite. Dicha lectura de la frontera ayuda, aunque suene paradójico, a mantener la tensión y el dinamismo del espacio y del concepto en sí.
En definitiva, se agradece una narrativa que permite entender el espacio fronterizo más allá de la mirada sesgada de Hollywood y que aborde el centro mismo de la problemática de la hibridación cultural, y que ayuda a ampliar el significado de límite y de representación identitaria y simbólica, el que a nosotros, en las antípodas, nos parece tan ajeno.
Este “no lugar”, en el cual se produce el reconocimiento entre los sujetos y su validación, a través de Tierra de nadie (2002) sigue manteniendo el misterio de lo mestizo y sigue siendo, pese a su carga simbólica, una región incomprendida en la que la narrativa se erige como la voz de la convergencia y de la tensión.