
Esto es espectacular
Incalculables son los beneficios que nos ha traído la civilización, inconmensurables el poder productivo de todas las clases de riquezas originadas por los inventos y descubrimientos de la ciencia. Inconcebibles las maravillosas creaciones del sexo humano para hacer a los hombres más felices, más libres y más perfectos. Sin paralelo las fuentes cristalinas y fecundas de la nueva vida que aún permanece cerrada a los labios sedientos del pueblo que sigue en sus quejumbrosas y bestiales tareas.
Malcolm Lowry
Todo se mueve tan rápido que parece cambiar nada y se hace difícil aprender el arte de la puntería, se está siempre llegando muy temprano o muy tarde a todos lados; y en ése estar llegando, ya casi ahí – ahí que está ahí nomas, cerquita, pero no –, el presente que no se alcanza no acaba nunca de empeorar. Cuando cada nuevo día trae consigo un nuevo desastre, el horror reside en el ritmo con el que nos aclimatamos, sin tiempo ni reflexión, a una renovada normalidad de amnesia social. Así las cosas, podría resultar un despropósito volver la vista a La sociedad del espectáculo de Guy Debord (en adelante “Guy”); pues es un libro que critica al capitalismo de posguerra, cuyos motivos centrales son la aparición de los precipitados y entusiastas Donalds Drapers de la vida, la irracionalidad del consumo desaforado, la publicidad como herramienta propositiva para los estándares de una “vida plena”, la pasividad del espectador, la impotencia del romanticismo precapitalista y, sobre todo, la alienación del ser entregado a la nada. En
fin, agua pasada, nada que ver con las catástrofes actuales como el empobrecimiento económico de las mayorías, la regeneración (¿tanática o fanática?) de cuanto espectro del fascismo sobreviva en nuestras tristes almas, el colapso ecológico, la depresión titánica de los muy ricos y famosos, la psicotización permanente de una sociedad cada vez más entregada al desconcierto ilimitado de la información y al recreo desesperado de cuanta fantasía consolatoria se presente; la aceleración, en suma, de todos los síntomas de malestar en la cultura.
A pesar de todo ello, aunque sea a modo de ejercicio espiritual, vale la pena sondear si una teoría crítica de la sociedad capitalista que pone de manifiesto una singular forma de dominación basada en imágenes, representaciones y apariencias no puede ofrecer una lectura más o menos coherente en tiempos por lo demás tan incoherentes.
La sociedad del espectáculo no es tanto una teoría crítica de las apariencias como una teoría de la organización de las apariencias. En otras palabras, Guy no se dirigía contra las imágenes en cuanto tales, sino a un principio de organización interna de las imágenes que da cuenta de una diversidad aparentemente infinita de fenómenos sociales. Se trata de una sociedad del espectáculo, no de un conjunto de espectáculos particulares. El problema no son los órganos, el problema es el organismo. Para Guy el espectáculo designa la identidad reinante entre producción y consumo, trabajo y ocio, cultura y mercancía, Estado y economía, ideología y ecología. El espectáculo no solo relativiza las distinciones entre producción y consumo, monopolio y competencia, valor de uso y valor de cambio, experiencia y vivencia, sino también las distinciones de clase. Si el espectáculo es la afirmación de la apariencia y la afirmación de toda vida humana como mera apariencia, lo que Guy tiene en mente se trata de designar aquello que unifica las diferencias sociales y sus contenidos heterogéneos.
El concepto de espectáculo aspira a esclarecer lo que cohesiona los diferentes hechos de la vida social en su dimensión inmediata, a pesar de su aparente discontinuidad o incluso de sus antagonismos. Si para el joven Marx el dinero tenía la capacidad mágica de transformar lo feo en hermoso y la estupidez en inteligencia, la mayor ambición del espectáculo para Guy es hacer pasar a los agentes secretos por revolucionarios y a los revolucionarios por agentes secretos. En síntesis: organizar la confusión.
El espectáculo persigue la unificación e integración a partir del principio de separación. Primero una separación entre los seres humanos mismos, luego entre ellos y sus prácticas, finalmente entre ellos y su propio sentido de experiencia común e histórica. Estas formas de separación espectacular operan como fetiches (facilismos epistemológicos) y adquieren fuerza positiva como apariencias que están más allá de todo control en la vida cotidiana. En otras palabras: la potencia del espectáculo nos excede y nos imanta.
Siguiendo a Adorno, Guy plantea que en el espectáculo no encontramos ninguna alternativa entre el trabajo y la distracción. Un inmenso sector industrial de servicios de diversión y entretenimiento organizan e imponen la distensión, cuyo fin no es otro que la necesaria restauración de la fuerza de trabajo gastada en la producción.
Paradójicamente, en tiempos en los que Amazon reorganiza el trabajo en los almacenes siguiendo el modelo de los videojuegos, nos resulta difícil recordar una época en que la distinción entre trabajo y tiempo libre estuviera marcada tan nítidamente, como en el periodo de prosperidad de la posguerra, cuando Guy reflexionó sobre el asunto. Desde comienzos de la década del ´70 la realidad laboral ha estado marcada por una continua flexibilización y precarización de las jornadas, al servicio de “mercados abiertos” y disponibles las veinticuatro horas.
La profundización del espectáculo implica una dialéctica de la proximidad que elimina la distancia geográfica, pero solo para volver a establecer internamente la distancia en forma de separación espectacular. Esta espectacular unión y mezcla de velocidades en la sociedad a través del mercado se puede apreciar en el pasaje de la figura del viajante o
aventurero a la figura del turista, o en la figura del caminante a la figura del operador, en los cambios de la vivienda social, del automóvil y del urbanismo que integra al tiempo que excluye; que fabrica, en suma, una expansión organizada del aislamiento social, basada en imperativos comerciales que conjugan producción, consumo y descanso.
Las realidades distantes se acercan cada vez más a través de las distintas tecnologías digitales, la ingenuidad del habitante del medio rural, que podía ignorar todo cuanto se encontrara fuera del círculo íntimo de su trabajo y de su vida familiar, desaparece en el mundo interconectado. El campesino es arrasado por tractores mutantes, fabricados en cuotas y en todas partes, por asalariados que nunca sembraron un campo ni horadaron la tierra, operados por drones bien domesticados en alguna granja taiwanesa, dirigidos por algún adolescente, adicto al aburrimiento privado, heredero de un señor que tampoco conoció nunca, ni una rastra ni un arado, y que, aún sin salir de casa ni conocer de historia, a dónde va, puede explicarles a todos, como es que son las cosas.
El mundo, cada vez más parecido a sí mismo, se hace más pequeño y se cierra como una flor nocturna, presa la vista de su ombligo. Cada vez más aisladas entre las paredes de sus domicilios, las personas tienen acceso a una comunicación social sin precedentes. La revalorización de la jardinería, la rigidez doméstica, los hábitos atómicos y el chismerío van de la mano con el distanciamiento y la digitalización del aprendizaje, del trabajo, del consumo y de la comunicación. Cuanto más juntos, más separados.
En síntesis, la lógica del espectáculo consiste en acentuar y embellecer las semejanzas a la vez que se niegan y se borran las diferencias. Cuando se trata de la expansión de los mercados, de la política inmigratoria y de la libertad hollywoodense, las diferencias entre Donald Trump y Kamala Harris se evaporan, dando lugar al espectáculo, para que insista fervientemente en esas diferencias que los igualan. Lo mismo podríamos ejemplificar en Argentina, con la fantástica y orquestada grieta y sus flamantes representantes, desde Fernández a Macri, desde Bullrich a Massa, desde Kirchner a Milei, meros operadores, agentes del recambio en el arte del enriquecimiento ilícito de la “casta empresarial del espectáculo”. Metáfora viva o moneda viviente, al decir de Klossowski, del cancionero popular: “todos transan, todos venden y es solo una figurita el que esté de presidente…” o quizás: “todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor!…”.
Vemos, en definitiva, una dinámica que Marx captó muy bien en La miseria de la filosofía, cuando señala que, en la democracia burguesa, ocurre que fácilmente o casi sin vacilaciones “el Sí se convierte en No, el No se convierte en Sí, el Sí se convierte tanto en Sí como en No, el No se convierte tanto en No como en Sí, los contrarios se equilibran, se neutralizan y se paralizan recíprocamente, con el único objeto de que nada cambie.”
El espectáculo es, como tal, un postulado de equivalencia derivado de las relaciones de intercambio, que junta en una unidad las diferencias bajo el reino de las apariencias. En resumidas cuentas, se trata de un dispositivo u organización cuyo motor subyacente es conseguir, del modo que sea, que “siga el baile y siga el baile de la tierra en que nací…Opa! Opa! la comparsa de los negros… Opa! Opa!, al compás del tamboril…”.
En el ámbito de la cultura, por ejemplo, no se trata únicamente de que la separación entre arte y entretenimiento sea hoy insostenible, sino de que difícilmente puede mantenerse incluso un contraste nítido entre distracción y aburrimiento frente a los plenipotenciarios proyectos de la Industria Cultural y los servicios de Streaming. Las opciones parecen infinitas y la gratificación nunca alcanza la compleción. La nivelación de satisfacción e insatisfacción va acompañada por el achatamiento en la cultura. El espectáculo presenta un majestuoso empate cultural en donde se esfuma cualquier criterio de relevancia. El espectáculo transmuta todas las experiencias vivificantes en experiencias de consumo, y al igualar toda experiencia en consumición la experiencia vital no puede ser sino degradante y uniforme. Todo se pesa, se mide y se encuentra defectuoso en el Mercado, por lo que decir “Mercado Libre” resulta un oxímoron, no queda nada más libre que el Mercado, todos los demás somos esclavos.
Producto de la continua explanación y del ininterrumpido desmonte cultural, en la radio puede sonar el Mesías de Haendel e inmediatamente le sigue el tema principal de la banda sonora de Indiana Jones. Para el oyente, ambas forman parte del canon de la “música clásica”. Tampoco es fácil delimitar dónde está el límite que separa los medios de comunicación de su comercialización. Los algoritmos basados en datos se venden al mejor postor y operan como presupuesto de toda comunicación on-line.
En medio del espectáculo, expresiones como “fake news” y “posverdad” circulan por todas partes como una especie de vernáculo popular. Es una situación en la que cada fragmento de información concluyente, cada declaración de sentido, se ve refutada en el mismo día, solo para verse reemplazada por certidumbres aún más efímeras, con la condición de que ninguna sea debidamente fundamentada o puesta a prueba públicamente. No queda ningún elemento de facticidad en el que no esté implicado, de un modo u otro, algún grupo de interés. Todos los actores se echan en cara, recíprocamente y desde la comodidad de su anonimato o desde la hiperpotencia de su
pantalla, la diseminación de noticias falsas y desinformación. En palabras de Guy, el espectáculo organiza “un mundo en el que no hay lugar para la verificación […] Tiene que haber desinformación y tiene que ser fluida y potencialmente ubicua.”
Podríamos decir que ocurre en este caso, lo mismo que en la crítica de la religión de Marx, así como la verdad de toda falsificación reside en un mundo que requiere de la mentira para reproducirse, un falso testimonio nunca es un testimonio falso.
Guy habla de “ideología encarnizada”; para él la ideología no puede reducirse ni a un error subjetivo ni al partidismo de clase por el que un grupo intenta imponer sus intereses y convicciones a otro. En lugar de ello la ideología domina a la sociedad en su conjunto. En el espectáculo, la diferencia entre ideología y realidad se ha demolido, la concreción del mundo se ha convertido en una extensión sin fisuras de una espectacular exhibición de superficies. Si antes la ideología consistía en un falso reflejo del mundo real, el espectáculo tiende a un reflejo adecuado de un mundo realmente falso. Ya no puede abrirse ningún abismo entre las manifestaciones del espectáculo y una realidad social subyacente. En este proceso, todo se aplana y se dirime en una presencia espectacular, tal y como diría Adorno, “la vida se ha convertido en apariencia” y “hace tiempo que la mentira ha perdido su honesta función de engañar sobre lo real.”
De este modo, cuando hablamos de una psicotización creciente de la sociedad, nos referimos a que los fenómenos de la vida social se convierten en su propia mistificación; no ya como un velo ilusorio, sino en tanto que devuelven transparente la simulada realidad de la sociedad. No es posible ver el mundo tal y como en realidad es, precisamente porque se presupone un halo de transparencia en la mirada, que faculta al mundo de una legitimidad inmediata, instantánea e inapelable, ofrecida virginalmente a un espectador famélico, que no para de recibir impresiones y que no tiene tiempo para hacer nada más.
El espectador es una esponja que no produce nada, la dinámica en la que está sumergido lo supera y lo condena a liberar continuamente espacio para recibir más y más información, el continuum de este funcionamiento se acelera con su ejercicio y se perpetúa por medio de la repetición. El espectador, totalmente agotado por las acrobacias que hace para capturar lo nuevo, ansioso por reemprender su vaciamiento, no tiene tiempo ni para masticar lo que come. El tiempo se le presenta siempre inclemente y él, pobrecito, está tan fatigado, no tiene ni el impulso ni la motivación para hacer algo distinto, se aferra a lo conocido y espera, entra en su casillero y se convierte, más apaciblemente de lo que le gustaría confesarse a sí mismo, en una víctima reluciente y ceremoniosa, más sobre todo inimputable, del espectáculo.
La sociedad del espectáculo no se refiere a una realidad escindida entre las fuerzas abstractas de las relaciones de mercado y una condición humana concreta, originaria y auténtica, sino a un único mundo social que se presenta con un aspecto socarrón y hace del mundo un mundo del aspecto, no necesita ocultar su intención: arrastrar a los seres humanos por un camino pavimentado de satisfacción que los lleva hacia la ruina, es decir, aprender a ser miserables para disfrutar del confort.
Invirtiendo una frase de Adorno: en el espectáculo la apariencia ya no está libre de la mentira de ser real. La sociedad se convierte en una continuación sin fisuras de su superficie, las circunstancias inmediatas de la vida se celebran y describen pornográficamente, una organización de la apariencia en la que cualquier cosa puede convertirse en su contrario y en la que, al mundo le basta con mostrarse para alcanzar una justificación plena. Se trata de una dinámica de aceleración aritmética – en un sentido malthusiano –, que persigue una actualización permanente en busca de una Actualidad Imposible; de manera que en rigor, en la Actualidad no hay nadie, todos estamos atrás y corriendo a toda velocidad – como en el país de la reina roja – para permanecer en el mismo lugar, y debemos correr el doble de rápido para movernos a otro sitio.
En este panorama sólo sobrevive lo que llama la atención y por ende, la atención es nuestro bien más preciado, capturado sistemáticamente en una ratonera estimulante.
Para finalizar, podríamos decir con Kraus que “algunas cosas son tan falsas que ni siquiera su contrario es verdad”, por lo que, a la hora de intervenir el espectáculo, nunca se sabe muy bien cómo y nunca parece haber mejor tiempo que ahora.