Guy Debord: Sobre el terrorismo
Me encuentro por azar en estos días con un fragmento de los Comentarios sobre la Sociedad del Espectáculo, de Guy Debord, sobre el tema del terrorismo. Si bien en él el filósofo francés va a referir principalmente la utilización de esta categoría para los militantes de la izquierda radical europea durante los años 70, el texto esboza una consideración general de la figura del terrorista tal como ésta aparece con insistencia en nuestros días, atravesando el aire de la época. Así, el texto pareciera partir de una consideración fenomenológica del tema del terrorismo, situándolo, antes que como una realidad histórica autónoma, como un objeto de discursos, disposiciones jurídicas e informaciones. El terrorismo, nos dice Debord, se nos aparece como la huella de una guerra que nunca terminara de declararse plenamente, un límite hacia el negativo de nuestra sociedad: su reverso especular y la posibilidad de su disolución absoluta. Sin embargo, esta operación, esta situación representacional de la categoría del terrorismo, es justamente lo que demuestra su interioridad a nuestra sociedad. Pues el terrorismo ocupa un lugar propio dentro de la sociedad espectacular, y lo hace al modo de un espectáculo: como una de las imágenes autonomizadas y parciales en las que se difracta aquello que se nos muestra como real; un particular tipo de mercancía cuyo valor de cambio parece ser la justificación a contrario de nuestra sociedad. De ahí que la consideración del terrorismo deba ser eminentemente política: es lo que ensaya Debord en este texto. Para entender el terrorismo no basta con resignarse a una condena moral, ni ceñirse a las opciones de un falso dilema que pareciera ver en él o bien un conspiracionismo unilateral del Estado o, la posibilidad contraria, un terrorismo puro, como una acción política extra-estatal de razón a-histórica: el espectáculo integrado, que es la síntesis del espectáculo concentrado propio a las sociedades estatales y del espectáculo difuso de la sociedad propiamente capitalista, la forma que parece tomar la producción espectacular en la sociedad neoliberal, produce efectivamente los distintos momentos que la componen y atraviesan garantizando su reproducción, incluso pareciendo oponérsele. Por ello que una perspectiva política del terrorismo no puede sino partir por reconocer su adherencia a nuestra sociedad: entenderlo no como algo externo, sino en la función propia que le es dada dentro de ésta; y tener como perspectiva su contestación general.
Sobre el Terrorismo
Esta democracia tan perfecta fabrica ella misma su inconcebible enemigo, el terrorismo. Desea, en efecto, ser juzgada por sus enemigos antes que por sus resultados. Las poblaciones espectadoras no pueden ciertamente saberlo todo sobre el terrorismo, pero pueden al menos saber lo suficiente como para persuadirse de que, con respecto a aquel terrorismo, todo el resto debería parecerles más bien aceptable, en todo caso más racional y democrático.
La modernización de la represión terminó por poner en marcha, primero en la experiencia piloto de Italia bajo el nombre de “arrepentidos”, a acusadores profesionales juramentados; lo que tras su primera aparición en el siglo XVII, durante los disturbios de la Fronda, se había llamado los “testigos a diploma”. Este progreso espectacular de la Justicia llenó las cárceles italianas con varios miles de condenados que expiaban una guerra civil que no tuvo lugar, una suerte de vasta insurrección armada que por azar nunca vio llegar su hora, un golpismo tejido con la misma tela de la que están hechos los sueños.
Podemos notar que la interpretación de los misterios del terrorismo parece haber introducido una simetría entre opciones contradictorias; como si se tratase de dos escuelas filosóficas profesando sus construcciones metafísicas absolutamente antagonistas. Algunos no verían en el terrorismo nada más que algunas evidentes manipulaciones de los servicios secretos; otros estimarían al contrario que no hay que reprocharle a los terroristas más que su total ausencia de sentido histórico. El uso de un poco de lógica histórica permitiría concluir con bastante rapidez que no hay nada contradictorio en considerar que gente carente de todo sentido histórico puede del mismo modo estar siendo manipulada; y más aún, con mayor facilidad que otros. Es también más fácil hacer “arrepentirse” a alguien a quien se le puede demostrar que se sabía todo, de antemano, de lo que creía hacer libremente. Es un efecto inevitable de las formas organizacionales clandestinas de tipo militar, que basta con infiltrar a unas pocas personas en algunos puntos de la red para hacer funcionar, y caer, mucho. La crítica, en estos asuntos de evaluación de las luchas armadas, debe analizar alguna vez una de esas operaciones en particular, sin dejarse extraviar por la apariencia general que todas eventualmente habrían revestido. Habría de hecho que esperarse, como lógicamente probable, el que los servicios de protección del Estado piensen en ocupar todas las ventajas que encuentren en el terreno del espectáculo, el cual justamente ha sido organizado desde hace tiempo para ello; es por el contrario la dificultad de enterarse que es sorprendente, y que no suena justa.
El interés actual de la justicia represiva en este dominio consiste, por supuesto, en generalizar lo más rápidamente. Lo importante en esta especie de mercancía, es el empaque, o la etiqueta: los códigos de barra. Todo enemigo de la democracia espectacular vale por otro, igual como se valen todas las democracias espectaculares. Así, ya no puede haber derecho de asilo para los terroristas; y aunque no se les reproche haberlo sido seguramente lo devendrán, y su extradición se impone. En noviembre de 1978, en el caso de Gabor Winter, joven obrero tipográfico acusado por el gobierno de la República Federal Alemana principalmente por redactar unos panfletos revolucionarios, la Srta. Nicle Pradain, representante del ministerio público ante la Cámara de acusaciones de la Corte de apelaciones de Paris, demostró rápidamente que “los motivos políticos”, única causa de rechazo de la extradición prevista por la convención franco-alemana del 29 de noviembre de 1951, no podían ser invocados:
“Gabor Winter no es un delincuente político, sino social. Rechaza las limitaciones sociales. Un verdadero delincuente político no tiene sentimiento de rechazo hacia la sociedad. Ataca a las estructuras políticas y no, como Gabor Winter, a las estructuras sociales.” La noción de delito político respetable no se hizo reconocer en Europa más que desde el momento en el que la burguesía había atacado con éxito las estructuras sociales anteriormente establecidas. La calidad del delito político no podía ser disociada de las diversas intenciones de la crítica social. Era verdad en Blanqui, Varlin, Durruti. Se consigna ahora querer preservar, como un lujo poco costoso, un delito puramente político, que nadie tendrá nunca más la ocasión de cometer, puesto que ya nadie se interesa en el asunto; salvo los propios profesionales de la política, cuyos delitos casi nunca son perseguidos, y que tampoco son nombrados políticos. Pero de todos los crímenes sociales, ninguno deberá ser peor mirado que la impertinente pretensión de querer todavía cambiar algo en esta sociedad, que piensa que no ha sido hasta ahora sino que demasiado paciente y demasiado buena; pero que no quiere más ser culpada.