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Hacer caso omiso de lo que nos prohíbe vivir
Prefacio del autor a la edición española de “El libro de los placeres” (1979), de Raoul Vaneigem. Traducción de Javiera Mondaca. Traficantes de Sueños, 2022
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Editado en 1979, hace cuarenta y tres años, El libro de los placeres no ha hecho más que ganar relevancia en un mundo que se hunde cada vez más en la inhumanidad. Nunca ha dejado de participar, aunque sea modestamente, en ese despertar de las consciencias que hoy enciende insurrecciones episódicas, permanentes e insólitas desde Chile a Tailandia.
Tales levantamientos ya se han producido en el pasado, pero esta es la primera vez que se reivindica abiertamente la vida vivida con total libertad. Es la primera vez que la resolución del pueblo de organizarse por sí mismo erradica a los dirigentes y delegados no mandatados y se protege así de la intrusión de aparatos políticos de todo tipo que tarde o temprano lo vacían de su sustancia.
Cuando apareció El libro de los placeres, la época sufría el shock de una colonización consumista que prometía la felicidad para todos a precio módico. La facción más radical del movimiento de las ocupaciones de mayo de 1968 había denunciado el carácter artificial, mentiroso e insoportable de tal empresa. Aunque sumergida por una avalancha de mistificaciones publicitarias y mediáticas, esta radicalidad jamás ha dejado de proseguir su trabajo de zapa. Me he obstinado, a título personal y en la medida de mis posibilidades, en mantener el rumbo intuyendo que, gracias a una solidaridad tácita, también actuaban otros. Sin embargo, el silencio que pesaba sobre la subversión clandestina estaba cargado de desesperación.
Algunos gritos de rebeldía —indignados, nuit debout— habían brotado del lúgubre espectáculo donde las gesticulaciones de la vida ausente no son más que los sobresaltos de la servidumbre voluntaria. La olla política pronto incorporó a su insípido guiso los manjares que el sueño de una nueva sociedad habría querido que tuvieran más sustancia. España ganó un partido, Francia un papirotazo en la nariz para quienes persisten en ignorar esta fría verdad: el espectáculo digiere rápidamente lo que lo desafía sin destruirlo o romper con él.
La vista corta y los oídos sucios por las luchas corporativistas nacionales impidieron reconocer la importancia revolucionaria del movimiento zapatista nacido en Chiapas en 1994. Lo mismo ocurrió con la lucha de Rojava por una sociedad verdaderamente humana. Hace bastante tiempo que el izquierdismo ha abandonado el internacionalismo al capitalismo monopolista y mafioso.
La ceguera fue más grande todavía cuando apareció en Francia el movimiento de los chalecos amarillos. Es comprensible que, presas del miedo ante la magnitud de un levantamiento inesperado, las autoridades gubernamentales lo hayan colmado de calumnias y asimilado a un populismo donde trapichean fascistas, antisemitas, homófobos, misóginos y locos furiosos. Pero mientras estas grotescas acusaciones fueron desechadas por la tranquila determinación de los manifestantes de dar una prioridad absoluta a las aspiraciones humanas, vimos a la izquierda, al izquierdismo y a ciertas facciones libertarias mostrar hacia los insurgentes el mismo desprecio que el Estado y sus esbirros.
Cuando los burócratas políticos y sindicales se dieron cuenta de su metedura de pata y quisieron unirse a los «patanes» de las rotondas, se encontraron con la firme y saludable resolución de no tolerar ni dirigentes ni guías autoproclamados. La decepción de los herederos de quienes habían burocratizado el movimiento obrero se convirtió en una maliciosa ofensiva contra una insurrección que rechazaba su tutela. Lo más difícil de digerir fue la imposibilidad de ejercer el más mínimo control sobre unos individuos que reivindican simplemente una autonomía solidaria y el derecho a una existencia verdaderamente humana. No se podría describir mejor el descarte de los vejestorios revolucionarios.
Desastrosa para sus víctimas, la epidemia del coronavirus ofreció a los Estados la oportunidad de restaurar su poder vacilante. Pero al precio de payasadas que revelaron una asombrosa degradación mental entre las supuestas élites dirigentes, una pérdida de inteligencia raramente vista en el pasado.
Si bien la eficacia de los servicios sanitarios habría permitido atenuar el impacto de la enfermedad infecciosa, hacía falta enfrentarse a la evidencia. El sector hospitalario había sido deliberadamente socavado por una política que privilegia los intereses financieros a expensas del interés terapéutico de los pacientes.
La mayor parte de los efectos mortíferos del virus puede atribuirse a décadas de codicia y de cálculos sórdidos. Esa es la política de asesinato lucrativo que los gobiernos se ocuparon de ocultar. Un pánico orquestado por las cascadas de mentiras, las marchas y contramarchas, la prevaricación de los círculos científicos, el reclutamiento de ciudadanos-cobayas para proporcionar bienestar a los lobbies farmacéuticos, toda una absurdidad buhonera, histéricamente mantenida, presidió un formidable truco de magia. El uso de un tratamiento médico, apropiado para cada individuo, se vio obligado a dar paso a la gestión autoritaria de un caos deliberadamente provocado. En otras palabras, lo securitario sustituyó a lo sanitario.
Un simulacro de guerra civil entre vacunados y no vacunados proporcionó un pretexto plausible para imponer un pasaporte sanitario a toda la población. Abrir así el camino al sistema de control social puesto en marcha por China, país democrático por excelencia, no perturba demasiado a la izquierda socialista, retro-bolchevique y libertaria. Más que combatir un decreto liberticida, esta se moviliza contra ese fascismo de pacotilla que Mitterand, antiguo petainista, supo reanimar para redimirse del pasado y nutrir la farsa electoral. Es desesperante repetir sin descanso la advertencia de Berneri durante la revolución española: «Solo la lucha anticapitalista puede oponerse al fascismo. La trampa del antifascismo significa el abandono de los principios de la revolución social. La revolución debe ganarse sobre el terreno social y no sobre el terreno militar».
Por si fuera poco, el clientelismo izquierdista no teme adoptar la neolengua orwelliana que la comunicación dominante ha hecho suya. Ya sabíamos que la libertad es la esclavitud, que el conocimiento es la ignorancia. Ahora sabemos que la solidaridad implica —por más que aceptemos o no jugar a ser cobayas—una vacunación para todos que volvería caduca la obligación de un pasaporte apartheid. El sacrificio vuelve a ser el acto salvador por excelencia. ¡Qué gran época esta donde hay que dejar de vivir para evitar morir!
Incluso la colonización consumista tiene rastros de progreso en su decadencia. Su lógica perversa contaba con el hedonismo para incitar al cliente a satisfacer sus deseos. Una burda recuperación del eslogan «gozar sin trabas», popularizado en mayo de 1968, minimizaba la repugnancia de tener que pagar por unos placeres de supermercado. Solo más allá del gasto contable se regurgitaba la amarga sensación de que una felicidad monetizada es una felicidad desperdiciada.
Sin embargo, ha terminado el tiempo de estas celebraciones adulteradas que, desde los abismos de nuestra memoria arcaica, evocaban la Edad de Oro y la mítica abundancia de los oasis paradisiacos.
La pauperización instala la fatalidad duradera de sus campamentos de invierno. La época favorece a la economía. El elogio de la renuncia, la penitencia, el puritanismo, la exclusión y la barbarie represiva prepara a la opinión pública para la danza macabra de las enfermedades ambientales, cuya causa es conocida e indiscutible. Sea cual sea el nombre que reciban, son el resultado de la contaminación deliberada de la tierra, el aire y el agua; de la degradación climática; del envenenamiento de nuestros alimentos.
¡Basta de falsos debates, basta de diálogos con los que convierten el planeta en un cementerio, basta de la desnaturalización que rezuma del imperio de la ganancia y reduce la vida a un avatar de la muerte!
La atracción pasional de lo vivo renace sin cesar. No hay lugar en ella para una segregación que prohíba las caricias, los abrazos, los gestos afectivos, los encuentros, la libertad para vivir y amar.
Hagamos caso omiso de las prohibiciones que atacan a lo que con más seguridad nos inmuniza contra el mal, la incomodidad y la desgracia. No queremos una sociedad en la que la denuncia mate el amor, donde la atracción pasional se enquiste, se invierta y propague el odio, la frustración, la agresividad, la psicopatía, el suicidio. Nuestra autodefensa sanitaria es la respuesta de nuestro derecho natural frente a una legislación mortífera que considera subversivas la voluntad de vivir y la libertad de cultivar su salud.
Dar prioridad absoluta al arte de vivir, a la poesía de la existencia, se aparta decididamente de las rutinas de la razón y la sinrazón. El colapso del pensamiento intelectual nos invita a hacerlo. El fracaso de un pensamiento separado de lo vivido, removido de la experiencia emocional, reaviva una inteligencia sensible que desde la infancia trata de armonizar la experiencia cotidiana y su relación con el curso azaroso del mundo. Solo una risa rabelesiana puede acoger las admoniciones que la locura de la muerte no dejará de dirigir contra esa locura de la vida soberana que reclamamos.
Nada se resiste a la alegría de vivir. Somos el jardín y la primavera de la tierra.
15 de octubre de 2021