Historia rural de Chile - Carcaj.cl
22 de agosto 2017

Historia rural de Chile

Texto leído para la presentación del libro Historia Rural de Chile, de José Bengoa: Lom Ediciones, 2015.

I. Preámbulo

La Historia rural  de Chile,  de José Bengoa,  es el relato de una fase y  el retrato  de una cara fundacional  de la sociedad chilena. Es un cuento  – de cuatro siglos-  y una forma, hasta con su fórmula propia, que adelanto: la comunidad de desiguales.

Ya  por  su extensión desmesurada merecerían los fundos este relato. Pero aquel tiempo infinito  fue también el espacio de  una densa sociedad – ya para organizarse en el trabajo, ya para orientarse en la vida y coordinarse, y como no, para formar el grupo,   el círculo que contiene-. Y la primera entre nosotros.  Acaso su estabilidad cuatri-centenaria  se deba a esa densidad o consistencia  económica, cultural  y política que pudo autogenerarse.

Pero todavía en  un tercer rasgo,  vinculado  esencialmente a lo anterior,  perdura  la hacienda; no ya como un modo de producir, que es de donde parte, sino como un modo de concebirse  la sociedad, la estratificación social y las autonomías de los sujetos respecto de las normas o reglas grupales.  No es solo un tiempo, sino una cara de Chile la que aquí se cuenta: la cara de hacienda de la sociedad chilena.

Por eso, leo el libro en dos viajes.

Como yendo a un fondo, traigo la imagen fundacional de nuestra sociedad, descrita con palabra genuina y  sensibilidad imprescindible, en el acto formal  del inquilinamiento – apatronamiento que da lugar  a la primera partición  y relación  de clases, esto es, a  la sociedad,  chilena. En ese pacto, o acuerdo, en sus términos, y en el mundo que sobre él se construirá, es decir, en el régimen de subjetividad, especialmente respecto del orden y del mando, a que dará lugar, allí, digo, nace La Hacienda

Por otra vista, escuchando el texto como presagio, pregunto al presente por las marcas de aquel  tiempo. ¿En que quedó la hacienda entre nosotros?, ¿Se disolvió aquel pacto en el fondo de las almas, las costumbres? Me doy cuenta que pregunto, entonces, por si acaso alguna vez pudo ser aquí la República, o si esta  siempre fue un remedo, primero cuando la hacienda florecía, el XIX, o luego, cuando  ya desaparecía, en los cincuenta, o incluso cuando pudo ser querida de  nuevo, al inicio de esta transición que se nos pudre. Pero eso ya es  anticipar.

 

II. El lazo. El inquilinamiento y el apatronamiento.

Leyendo el libro,  asistía por primera vez al relato del nacimiento de una sociedad. La de aquí, la de nosotros,  nace  más o menos desde la nada, o cuando menos, viniendo de  una trayectoria fallida. El primer  modelo chileno, el de las encomiendas, fue un fracaso. Sobre esa desestructuración y desorganización incluso  biográfica en que quedan los conquistadores y sus cuantos   allegados,  iba a construirse una sociedad, la primera chilena, y que iba a durar hasta ayer.

Y ¿dónde estaba el corazón de la hacienda?

1. La comunidad de desiguales.

La hacienda es una construcción sobre la apropiación privada de la tierra y los derechos sobre ella constituidos. En particular, sobre el derecho de usufructo en  calidad de “tenedor”, no propietario, del inquilino para cultivar una lonja de tierra para su subsistencia, y a cambio disponer para el patrón,  poseedor real,  de su presencia, o la de  un reemplazante, cuando aquel así lo requiriese. [1]

Pero sobre aquel acuerdo de intereses económicos, por parte del patrón y del inquilino, en la asimetría radical del caso,  iba a tejerse un lazo social, un acuerdo, un pacto por el que nacen, a un  tiempo,  un conjunto, y sus partes. Como una emergencia histórica formidable, en que intervinientes independientes  se relacionan y al hacerlo construyen una realidad que les trasciende, como una solidez,  o solidaridad,  la misma que sin embargo no está más que en los agentes  que relaciona. Nacía una sociedad, y nacían las  clases en dicha sociedad.

Por eso, de algún modo había de constituirse  conjunto, comunidad. (No es tan fácil: en nuestro presente, la comunidad ausente se marca, por ejemplo, en el apartamiento del rebaño superior en la zona oriente, de la grey más popular en los otros cardinales.)

Para que fuere lo segundo, debía regularse y consolidarse algún modo de desigualdad. (Eso ya se nos da con más oficio y hasta gusto).

Comunidad de desiguales es el concepto que nos propone José Bengoa para entender ese pacto y ese lazo. Y encuentra allí, a mi juicio,  una fórmula de la sociología de Chile. Comunidad de desiguales, hasta en su resonancia paradójica, más aparente que nada, trae los dos términos de la cuestión social chilena.

2. La comunidad: o el sello autoritario de chile. El origen de  la socio-fobia.

Unidad: una y unida

Por un lado, la imposición a fuego de la identidad del común por sobre toda tendencia diversificante,  construida sobre el miedo a   quien anduviera allá afuera de esa clausura recíproca, ese mundo. Nacía una  forma de hacer grupo y definir los  espacios, en este,  de la subjetividad ; dicho sin más,  ese  modo de  solidaridad mecánica, o conciencia colectiva, atenta a cualquier desviación para castigarla; ese apego a la norma, al uniforme, al orden, a la disciplina, a las reglas claras, a la mano dura; en fin, todo aquello  comenzó  entonces.[2]

Interior:   los muros y el templo

La hacienda hacía y  guardaba un interior, un nosotros.  Traía consigo el aliento cálido del adentro, por definición, grupal[3].  Dos veces interno, como doble fondo del fundo: el interior del fundo,   marcado por las puertas y los  muros de las casas patronales,  pero también   el interior del interior del fundo, el templo común,  como espacio de la reunión, del doble lazo sobre el lazo social,  religados ahora  en la co-presencia ante un mismo  Dios Padre y escuchando  una misma lengua moral, esto es, grupal. La familia, gran familia, y el familismo también, todo ello se acuñaba en esos modales.

Por eso la hacienda fue una institución religiosa. Es la institución de la religión en chile: allí se hizo religiosos a los sujetos; allí los campesinos fueron catequizados y vigilados; allí se hacía sujeto y se hacía grupalidad. Allí se dio la forma grupo, ese soporte, y aporte también,    de los dioses  donde los hubo.

3. La desigualdad como dualidad.

La desigualdad  era la forma base de aquel grupo,  tal que se llevaba como signo en la frente, separando no  solo por más y por menos, sino marcando a dos distintos de raíz,  cualitativos. Congregación dual, de los mismos, pero en dos modalidades. Así de desiguales, los  con nombre  y apellidos nombrados una y otra vez, como el renombre, y los que apenas alcanzaban el apodo.  -Así lo  trata el autor cuando se percata que comete acto contra hacienda y su mundo por el solo hecho de nombrar, por su gracia, a los vaqueros, llaveros, y otros oficiales de la hacienda. Los trajo a la presencia como sujetos iguales; ni como sobre-nombre ni como menos que aquel,  número, como hacen hoy con los populares, reducidos otra vez a remedo de nombre-.

Y en el nombre el prestigio total. Había sujetos, personas, con sus familias y sus casas. Eran los patrones. Las familias, las casas, la niñitas, eran las palabras  para indicar a la casta  bien, los reales. Donde convivían los otros no eran casas, y sus familias no eran familias, y sus nombres  alcanzaban acaso para el llamado.  Así nacía Chile,  como patria partida entre sujetos plenos y otros que venían, de entrada, recortados, incompletos y, sobre todo, negados.

4. La obediencia

Lo que unía  a los desiguales era la obediencia. Toda sociedad se funda en un principio de obediencia, esto es, el establecimiento de un  mando legítimo; es  lo que permite la coordinación. Sin embargo, asunto distinto, y chileno, fue convertir al  principio del mando y obediencia en el eje articulador de un orden social. Esto es, cuando la sociedad en fundación, la subjetividad que ha de vivirla y hacerla, y que la hace, encuentra en la  obediencia la ley fundamental. Esta es  la comunidad de los desiguales obedientes. El que entra aquí, lo hace a obedecer, y a cultivar la obediencia como la virtud principal. A la entrada de los fundos, todos sabían, hablaba la  constitución de entonces: obedece, acata, sométete. Es el elogio del orden como uniforme y jerarquía, como la savia que lleva y mantienen la comunidad  entre los desiguales.

La turba exterior a la hacienda, según la figuraban [4] los del adentro, era la mezcla, revoltura  donde  en vez del orden habría solo apilamiento de diversidades informes. El mismo exceso que la hacienda trae – orden, mando,  obediencia- es lo que  se agradece;  y así se nota en el desprecio moral, y hasta el temor, de los inquilinos,  ante quienes no  han hecho el juramento respectivo. Habría que ver cuánto de la sumisión era solo pánico al fantasma de la no comunidad, de los caminos del afuera. Al inicio, entonces, el miedo al caos y la pulsión del orden. Socio-fobia y autoritarismo de la mano.

Tenemos entonces ya tres: la comunidad y sus partes –los patrones, los inquilinos- y el extracomunitario –los afuerinos. La partición segunda, inquilinos/ afuerinos, comienza a ocupar el lugar, en el imaginario, donde podría estar la tensión inquilino/ patrón. Viejo truco de separar pueblo bueno de pueblo malo,  pueblo domado de pueblo indómito, en fin, de nosotros  y el otro. 

Así, a la barra de clase, vertical, se cruzaba una barra moral, horizontal, que recortaba entre los de abajo a integrados de excluidos.

5. El gesto inicial

Decía Pascal que para tener fe había que hincarse y orar. Para servir como inquilino, había que bajar la vista y acallar la voz, y si sacarla, cuando lo mandaran. El gesto del inquilino que inclina la cerviz,  esa disposición humilde –que lo mismo da para sabiduría que simple humillación-  requerida en el pacto, ese elogio, en fin, del yugo, es el medio y el signo del avasallamiento auto-asumido; así,  como en  la misma ausencia de nombre  pleno,  la subjetividad  se van inhibiendo, reprimiendo hasta hacerse una con ese muñón de autonomía que queda cuando tú mismo has elegido la cadena.

¿Fue el chantaje del patrón –el alma o la vida– o  fue el deseo popular?, ambas cosas y da igual. El hecho es que la sociedad chilena se funda en un acto,  subjetivamente  vivido como voluntad de sometimiento: no solo eso, aquella cuestión de la sumisión será  llevada al paroxismo como cultura corporativa, como filosofía de vida, como la religión: como si en este dispositivo sociológico –que ordena el mundo asignando los puestos de mando y obediencia- se jugara el sentido de la vida toda. Como si en  última instancia no hubiera nada más que aquello.

En sus estudios sobre El Huique, también  reportados, José Bengoa nos recuerda, por ejemplo, la importancia del acatamiento irreflexivo total como la virtud  esencial del buen inquilino. Lo demás no  basta, no  es necesario y acaso hasta estorbe.  Recuerdo solo, al paso, que no muchos años ha, en los árboles frente a una escuela, todavía se podía leer, entre mensajes de la buena crianza como el cuidado del medio ambiente, uno que rezaba “la crítica te hace daño”:  cuando la virtud buscada  es la obediencia, como en todas las domaduras,  la crítica es herejía, pues devuelve al sujeto por sus fueros pensantes, mismos que en los fundos no servían y hasta impedían la propia servidumbre.

6. La expulsión del reino.

Las puertas del fundo se  abren para poder  entrar y para, llegado el caso, deber salir.Si el amor a la obediencia  era ley de  entrada, era también la ley de permanencia, poniendo al vínculo en  una incertidumbre, o precariedad,  esencial.

Eso significaba inquilino: inquilino tenedor, precario poseedor. Esa precariedad[5] – es constitucional: “tiene” un lugar, pero el lugar no es suyo. Y así,  se es y no.  Por eso bien dice  “nacidos y criados aquí”, como  remarcando  la pertenencia, el arraigo:  precisamente aquello que traen  en precariedad.

Se entraba voluntario, se permanecía con la misma dedicación. Así se cierra el argumento con la escena temida de aquel tiempo, el fantasma de todo inquilino y que iba a acompañar esta paz pluri-centenaria como la prueba de la forma brutalmente desigual de esta intensa comunidad: la expulsión del fundo, el lanzamiento a la mezcla informe y encanallada, según el relato interno, de allá afuera. La subjetividad, tachada y negada puertas adentro, ha de hacérselas ahora con algo acaso más duro: de precario poseedor pasa a totalmente desposeído. Y todo su alambique moral, con el que resistió lo que pudo allá adentro, no le sirven  ya de gran cosa ahora allá afuera.

7  La desigualdad, clase y etnicismos.

Un asunto enredoso recorre esta historia­: la cuestión étnica. Las  etnias involucradas son básicamente dos, españoles y mestizos; o tres, si distinguimos en los primeros también a los criollos, (en esa reivindicación, tan aludida,  al mismo tiempo al  ius solis,  sin por nada del nuevo mundo renunciar a remarcar el  ius sanguinis ). El pueblo mapuche no estuvo disponible para esta sociedad y huyó o murió. Sí quedaron sus – los, nos –  mestizos y  la propia reproducción vegetativa de estos  que viene a ser  la base demográfica de la sociedad desde muy temprano.

Por ponerlo al derecho: ¿había o no una distinción étnica radical entre patrones e inquilinos?

¿Puede decirse sin más que los patrones eran todos  españoles y los inquilinos mestizos?

La respuesta no es taxativa, según informa el libro;  parte del inquilinaje habría sido la sección pobre de los españoles, o aquellos que no alcanzaron la merced de tierra y se echaron al campo como los mestizos usaban  para hacer la vida y estuvieron disponibles, con aquellos,  cuando se ofreció la razón inquilinal.

Con todo, es evidente que al revés no eran tan cierto; esto es, que entre los patrones pudiera haber mestizos. No se sabe en toda la historia que aquí se ha contado   de mestizos patrones.  Así, todo indica  que el ser español no garantizaba salvar de la desposesión o la precariedad. Pero si parece estar claro que él no serlo lo condenaba  de suyo.

Entonces, a las claras, el tema era sensible. ¿Había o no una ideología racista en la separación de las clases?.

Está visto que apartheid no era –pues entonces todo el rebaño, toda la grey está dentro del mismo muro y se congregaba en el mismo interior del templo-; que tampoco se trata de una tensión étnica en el sentido clásico –esto es, entre etnias independientes-. Esto  hace el enredo: una diferencia étnica entre un conjunto  y otro que es sin embargo descendiente parcial del primero.

Como fuere, el hecho crucial es que  los mestizos inquilinos son descendientes,  en sentido lato, de sus patrones;  que el lazo societal chileno es, en última instancia,  un parentesco no por no reconocido menos evidente. Y acaso era el otro psicoanálisis posible de hacer al asunto, -junto al  que propone el autor respecto del  chileno y el caballo- preguntando   por el vínculo perverso de una etnia dominante que procrea a sus propios súbditos o sirvientes, mismos a los que así reconoce y niega.  Acaso sea también la contradicción diabólica, por de doble voz, del mestizo y su ser acogido por quien lo niega, o a la inversa. Por eso el inquilino lo mismo quería servir, en vez de la anomia, que también liberarse –construyendo la otra vía, la única fuga validada que era la pequeña propiedad, la posesión ya no precaria. Por ello también era la sumisión y la rebelión contenida, misma que aparecía a la mala.

Pero ahí están los porfiados  signos. Los apellidos, los cierres genéticos, las aperturas genéticas reguladas –a las nueva  inmigraciones sin sangre india-, en fin, los signos de una contumacia  en la separación, así sea a la fuerza de tintura,  de los hijos de familias según linajes.  Eso es clasismo, pero es también, y casi siempre   se nos olvida, racismo, y del mas aberrante.

III. El lazo hoy.

Veamos ahora  el campo, la historia rural de chile, como la cara hacienda de nuestro presente.

Ya dicho, no hay signos evidentes de aquella presencia. Las casas patronales y sus iglesias, como las casas de los inquilinos de entonces, son cada vez más relictos  que realidad  presente. Son pasado.  Sin embargo, mucho queda: los caminos, los pueblos, los lugares. Pero lo que aquí interesa es la permanencia de ese ethos y ese nomos que funda chile.

¿Sigue siendo, Chile hoy, una comunidad de desiguales?.

Solo unas imágenes, en diálogo con estudios que conozco bien:

1. El miedo al otro

Cuando el 98,  en el informe de desarrollo humano   Paradojas de la modernización se indica como núcleo del malestar  lo que se llamó “el miedo al otro”, lo que se estaba mostrando, como en toda la agenda de la insegurización ciudadana que viene desde entonces, y  que por estos días vuelve a arreciar, era la apelación a aquella antigua paz hacendal y  el temible  extra-muro,  la desobediencia como ley, etc. Es la comunidad paranoica, que se cierra como ante un peligro inminente, la otredad que le circunda y acecha.

2. El miedo al otro propio: la cuestión del  flayte

Recientemente, con Cristián Bellei y Víctor Orellana, estudiamos la elección de colegios particulares subvencionados. Y allí volvimos a encontrar en majestad  el miedo al otro, esta vez en su forma total,  como el miedo al otro propio, el miedo a lo horrible que no sería sino aquello que trae las huellas de lo que negamos en nosotros. [6]

El flayte alardea de su presencia, entre los negados y sumidos, como el afuerino duro lo hacía  de sus reglas dionisiacas ante lo que sub-preciaba como vida ovina. Es lo mismo que el forastero, el flayte: el que no asume la doma, y se enseñorea así sea por puro patetismo

Ambos son entonces lo mismo: el horroroso otro propio, aquello negado para poder sostener el pacto de servidumbre sin arresto de duda; el odio al otro propio es la confirmación, afectiva y lógica, de la sumisión asumida.

Nuevamente el orden,  como la doma del mestizo entonces, y ahora como el pavor a la  mezcla entre  los mezclados. Separar el grano bueno del grano malo; limpiar. Una comunidad fundada, entonces y ahora, en este tropismo socio-fóbico, que bordea la paranoia. Así se aparta al pueblo bueno del malo, al decente del flayte; mientras la parición etno-clasista, hacia arriba, no se tematiza casi.

3. Chilenos de ojos rubios.

En una encuesta que realizamos hace ya sus años, pero no tantos, preguntamos por la pertenencia étnica que se atribuían las personas. Entre quienes se  consideraban españoles y extranjeros de otras nacionalidades, alcanzaban en torno al 40%. Una masa  notable  de criollos, como europeos nacidos en América, por los siglos de los siglos. También preguntamos por el color, por los pigmentos:.  Chilenos de ojos rubios, que se hallaron más blancos que lo que somos.  Fue la hacienda, y su separación racista, el origen y el lugar de la obligación de la negación, la tachadura y su impostura obligada. Esa misma propio-fobia que se manifiesta en la discriminación hacia inmigraciones mestizas es también la xenofilia con las  inmigraciones extranjeras–como se dice, en chile, de  los apellidos europeos.

4. Encuesta de cultura de derechos humanos, del INDH 202-205. : autoritarios y etno-clasistas

La forma autoritaria y la forma de discriminación etno-clasista no terminan por disolverse. Así, manda una cultura punitiva por sobre una de los derechos personales en todo ámbito; y sigue instalada a firme la idea de la existencia y hasta legitimidad de la partición etno-clasista de chile. Chile unido, chile dual –y hasta en colores.

La cultura de los derechos humanos choca precisamente contra este nomos tradicional de la hacienda, y encuentra en aquel la resistencia todavía vigente: de la hacienda viene el que el divorcio haya demorado lo que demoró, que de aborto no pueda casi hablarse sin ser amenazado con expulsión del fundo, etc.; que, en suma,  la palabra derechos a muchos les parezca sospechosa y se encargan de decirle a los chilenos que también  hay deberes: como si a los inquilinos, y sus hijos, hubiere que recordarle tamaña bendición.

5. Estudio PNUD sobre el poder entre los chilenos: de la sumisión  y la prepotencia.

La permanencia de aquel modo administrativo del mando y la obediencia total, se revela incluso respecto a los modos del trato o ejercicio de la horizontalidad y la jerarquía. Ocurriría como si aquí no se supiera obedecer con dignidad, sino de modo sometido y sumiso, y no se supiera mandar con legitimidad, sino de modo prepotente y abusivo. Tanto orden es también esta subjetividad contra-hecha, nacida en la contradicción de ser libre y someterse; de ser comunidad y de ser desiguales sustancialmente, del   dolor perverso que lleva el acto paradójico de la sumisión libre. Es uno de los modos de la maldición del chileno, -según  mal-dice el chileno  de sí mismo : envidioso, chaquetero, traidor, doble, chueco, apocado-; es la otra huella de la hacienda, la marca del mal.

Es uno de los modos de la maldición del chileno, -según  mal-dice el chileno  de sí mismo : envidioso, chaquetero, traidor, doble, chueco, apocado, – ; es la otra huella de la hacienda, la marca del mal.

Salida.

En suma, lo que falta, sigue faltando, es la República. ¿Qué es lo republicano? En Chile no puede significar sino el desmontaje de todas las formas de la inquilinización de los sujetos; esto es el desmontaje del autoritarismo y la domianción  etno-clasita.  Son las huellas de la   única  comunidad Chile que ha habido, y que sigue siendo la sombra de estos tiempos  entre paréntesis, después de la hacienda, antes aun de  república.

Este libro, porque cuenta la historia  de una fase,  la más larga de Chile, y porque en ella  muestra una cara, las más dura y consistente de esta sociedad, es lo mismo que la crónica aguda de la hacienda, que  pueda ser un presagio por fin republicano para así cerrar  ese tiempo, encerrarlo en sus muros patronales, en sus iglesias, y acaso entonces incluso poder revisitarlo como reconociendo no ya la huella de su yugo amado, sino el ir y venir de los pasos de cientos de miles por los caminos y los corredores en que se aprendió a vivir en Chile.

Salud amigo,  compañero y maestro  Pepe Bengoa por este libro que hizo la historia que nos faltaba del campo, la anamnesis que faltaba de Chile.

 


[1] La hacienda, o los fundos, nunca fueron el feudo: el campesino no trabajaba gratis los días de obligado, modo muy relativizado de la figura del “adscrito” a un propietario. El libro enseña todas las hibrideces y originalidades del modo chileno, mismo que explica en las propias circunstancias geográficas e hstóricas en que aquel tomo forma.

[2] Comunidad y defensismo  están ligados desde el origen: la comunidad es defensiva, como se trae con el étimo “mun”: de sistema inmune, munición, muro; de donde, ciudad amurallada, municipio, etc.

[3] No está de más recordar que grupo deriva de grupa, del indoeuropeo Kruppa, redondezo. El grupo es siempre un círculo que traza una frontera  y un centro.

[4] Como los quilombos de que hablaban los esclavista para nombrar  las comunidad de iguales libertos alzados en la selva.

[5] La vulnerabilidad, como diríamos hoy,  y según se ve, está adscrita en el origen  al pueblo de chile.

[6] Debo a Juan P. Camps la relación con el concepto freudiano de lo  “horrible” o lo siniestro, en el sentido aquí utilizado.

Texto publicado por Carcaj en Diciembre del 2015

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