Foto: @pauloslachevsky
La batalla de Santiago. Recuerdos del lunes 21 de octubre de 2019
Es mediodía, y estoy en Alameda con San Diego, con más observadores de derechos humanos. No hay manifestaciones por ahí, entonces avanzamos a pie hasta la Plaza Italia (cuando todavía se llamaba así).
Todo el camino está lleno de señales de tres días seguidos de revuelta callejera. Cines, teatros y centros culturales intactos, mientras los Bancos y todo lo que parezca símbolo del poder está destruido, pintado y/o chamuscado. Las paredes están llenas de rayados y cientos de afiches distintos. Tomaría tiempo caminar viendo cada uno de ellos, pero mucha gente lo hace y les toma fotos.
La “normalidad” está totalmente interrumpida. El estado de excepción con toque de queda ya se declaró en 12 regiones del país. Recuerdo a Furio Jesi en su “Simbología de la revuelta”, cuando decía que sólo en estas ocasiones la ciudad se siente verdaderamente como propia, pues a la hora de la revuelta dejamos de estar solos en ella.
En Vicuña con Alameda hay pequeños grupos de personas, y Carabineros están apostados en varios puntos de esa intersección, con sus jeeps blindados, carros lanza-aguas, retenes móviles y furgones para traslado de imputados.
De vez en cuando detienen personas por el sólo hecho de estar paradas con carteles sobre la acera. “¿Motivo de la detención?”, les preguntamos a unos. “Manifestarse en estado de excepción” nos responden. Se da una larga y pesada discusión sobre los límites del derecho a manifestación fuera de los límites del toque de queda.
Un compañero intenta subir a un carro policial donde nos dicen que hay detenidos. No lo dejan, y muy luego el carro se va. Sólo atinamos a anotar su número.
A las 13 la multitud en la Plaza ya es de miles de personas, y siguen llegando de todas partes. Una pareja joven que reportea alegremente me hace unas preguntas, y al terminar me felicitan por llevar puesta la polera del “Placeres Desconocidos” de Joy Division. La actitud general es alegre, pero no de la forma boba y alienada típica de una celebración deportiva o mega-evento de cualquier tipo, sino que como lo que realmente es la comunidad humana, reconstituyéndose. Los cantos que más se escuchan son “Chile despertó” y “El pueblo unido jamás será vencido”.
Veo conscriptos jóvenes a la salida principal del metro Baquedano. Hacia las 13:15 la gente los termina echando a empujones y patadas. Se ven asustados. No reaccionan. Se van, y durante un rato la fuerza represiva se aleja de la Plaza.
Carabineros y sus Fuerzas Especiales comienzan de a poco a hacer movimientos de vehículos que denotan la inminencia de la batalla. Veo a una abogada amiga avanzando lo más rápido que puede por toda la plaza y alrededores diciéndole a todos los grupos de personas: “cuídense los ojitos”.
A las 14 la multitud avanza por las dos calzadas de la Alameda hacia el centro de la ciudad. Desde los “zorrillos” comienzan a lanzar lacrimógenas al cuerpo. Al principio la masa de gente le pide a los pequeños grupos que se han encapuchado que no lancen piedras, y la mayoría hace caso.
Entre el Hotel Crowne Plaza y el Monumento a los Mártires de Carabineros hay dos grupos numerosos de policías, bien protegidos y apertrechados de armas. Veo a un cabro que les grita: “mataron gente y es mi pueblo”. Los insultos y gritos de “¡asesinos!” se masifican e incrementan la tensión, aunque la mayoría de la gente les grita pero sigue avanzando. Ahora desde esos dos grupos de policías a pie lanzan lacrimógenas hacia la gente y un pequeño grupo encapuchado los empieza a apedrear sostenidamente. Veo por primera vez el uso de varios escudos improvisados, por lo general de latón o señalética, que les permiten avanzar en grupos de a dos o tres para llegar más cerca y ser más certeros con las piedras. Las que por lo general caen sobre los cascos o escudos de la indumentaria de las Fuerzas Especiales. Todavía no se hablaba de la “primera línea”, la forma que asumió la autodefensa de masas a medida que la rebelión se fue extendiendo en intensidad y duración.
Veo el momento exacto en que empiezan a usar la llamada “escopeta antidisturbios”, que en realidad es una escopeta a secas, pero cargada con una munición que en ese momento creíamos eran “perdigones de goma”, y que finalmente tenían 20% de caucho y 80% de plomo y otros metales.
El sonido es terrible. Disparan primero sobre el grupo de 20 a 30 encapuchados, pero la calle y la vereda ya están repletas, y los perdigones se dispersan, rebotan y terminan por impactar a cualquiera que esté cerca. Disparan a la altura de la cabeza, y a menos de 10 metros de distancia. Diviso a un escopetero que me parece conocido tras todos estos años, así que instintivamente me quito la máscara antigas para poder gritarle que disparando así violan su propio protocolo. Me mira de vuelta. Veo que su cara se transforma desde la excitación inicial a verse algo compungido por haber sido detectado. Ante mi advertencia se inhibe un rato, pero luego sigue disparando, bien protegido tras unas vallas desde un costado de las galerías del Hotel, donde la semana anterior yo había pasado un par de veces a preguntar por estuches livianos para saxo tenor.
La confrontación se desata con crudeza. El bloque que se va contra la policía es cada vez más grande. Los disparos de lacrimógenas y perdigones no cesan. Un tipo de unos 30 años me muestra la lesión que le dejó una lacrimógena que impactó en su abdomen. Una fea marca roja en que se aprecia hasta la forma del proyectil. El sonido de perdigones rebota en kioskos, paraderos y el pavimento, pero la multitud resiste y no retrocede, a pesar de que el aire es irrespirable por el gas lacrimógeno y poca gente lleva máscaras. Nunca había estado en medio de algo así.
Después veo que comienzan a aparecer múltiples heridos con perdigones incrustados en muslos, pechos y cinturas. Son todos muy jóvenes, y como hace calor, visten poca ropa y prendas livianas, lo cual deja su piel desnuda ante el contacto directo de esos proyectiles. Impresionado por lo que veo, pienso que es la piel morena de la muchachada que se atrevió a saltar los torniquetes y a desafiar al aparato represivo del Estado y su estado de excepción la que están marcando y haciendo sangrar.
Trato de ayudar como puedo, pero es poco lo que un “jurista” puede hacer sin conocimientos de primeros auxilios. Van solo 3 días desde la insurrección del 18 de octubre y al menos en este punto no se ven camillas ni equipos de salud provistos de insumos básicos.
La sangre en las calles hace que la rabia aumente. Ahora es la mayoría la que se enfrenta a las FFEE y el GOPE, que han hecho de ese cuadrilátero en la Alameda entre el Hotel, su Iglesia y su Monumento una especie de ciudadela policial, precisamente en la calle Carabineros de Chile.
Siento que me llaman por mi nombre y veo algunas personas alrededor de un muchacho sentado en el suelo en la vereda sur, cruzando frente al GAM. Me preguntan si tengo saldo en el teléfono para llamar a una ambulancia. Digo que sí y trato de llamar, pero mientras marco veo como su ojo derecho ya no existe, pues está esparcido en el suelo… Me cuesta creer lo que veo… Un flaco de barba y una estudiante de enfermería le limpian la herida y le vendan parte de la cabeza. Concordamos en que resultaría imposible que una ambulancia llegue hasta ahí, así que decidimos sacarlo como podamos para llevarlo hasta la Posta Central, que está a unas cuatro o cinco cuadras.
Pero es imposible salir de ahí sin ser perdigoneado, así que el flaco de barba se acerca al piquete desde donde nos disparan rogando con las manos que paren un rato para explicarles a gritos que necesitamos sacar a un herido de ahí.
Logramos avanzar con el muchacho herido, sus dos improvisados enfermeros y yo por delante tratando de abrirles espacio. Recuerdo la cara de impresión de una señora bastante mayor, y los gritos de “¡esto le está haciendo la policía chilena a los jóvenes!”. Se siente el apoyo y la indignación de la gente que nos ve correr dificultosamente con él apoyado en hombros y brazos.
Se sigue escuchando a lo lejos el espantoso sonido de la escopeta antidisturbios. Un sonido que ahora me resulta difícil de soportar, pues me resulta inseparable del recuerdo de que tras cada estruendo veía caer al frente a varias personas heridas. 12 perdigones por cartucho, que apuntados contra una muchedumbre implican actuar sobre seguro.
Llegamos a Portugal por el costado del Supermercado. Cuesta avanzar, el herido se nos va desmayando asi que tratamos de mantenerlo despierto conversándole, y entremedio nos dice que le preocupa ser detenido en el hospital. Trato de convencerlo de que eso no es posible, para que esté tranquilo, aunque sé que la policía es capaz de eso y de hecho así ocurrió habitualmente en esos días. Insiste en su preocupación y nos pide botar lo que hay en su mochila: una lata de spray, una botella de agua y dos piedras. Es todo el equipamiento que llevaba este joven de 23 años. Nada más. Se me aprieta el corazón: la juventud popular se arroja con pintura y piedras contra cuerpos profesionales armados con perdigones de plomo, tanquetas y gases tóxicos.
La entrada que conozco de la Posta Central, por Portugal, ya no está habilitada, así hay que seguir y dar la vuelta por Curicó. El herido va desvanecido, ya no parece estar muy consciente. Decidimos que yo me adelante para facilitar el ingreso despejándolo de posibles trabas y/o guardias burócratas. De todos modos hay que pelear un poco a gritos con el guardia que se queja de que está llegando mucha gente, pero logramos entrar rápido. Al interior de la posta ya hay una decena de heridos por perdigones, varios de ellos menores de edad.
No veo más a nuestro herido, que pasa de inmediato a urgencias, aunque me he topado con sus fotos en los reportajes posteriores, mirando a la cámara, sereno y digno, luego de haber sufrido la completa pérdida de su globo ocular derecho. Hasta hoy siempre me sorprendo pensando qué será de él.
Siguen llegando tantos heridos de perdigones, varios de ellos en los ojos, que los funcionarios de la Posta nos dicen que van a tener que empezar a trasladarlos a la Unidad de Trauma Ocular del Hospital Salvador.
Salgo a la calle y regreso a la Plaza pero por el Parque Bustamante, donde me encuentro a mi pareja y decenas de amigos. No me logro hacer una idea de cuánta gente hay. Nunca vi una multitud así reunida, ¿decenas o cientos de miles?, ni siquiera en las masivas marchas del NO para el Plebiscito de 1988, que a pesar de todo eran bastante predecibles, encauzadas como estaban por todos los aparatos de la política tradicional.
La actitud es festiva y desafiante. Todas las disidencias parecen confluir ahí, en una algarabía rabiosa que inevitablemente nos contagia a todos. Me subo un poco al monumento a Manuel Rodríguez, estatua ecuestre del guerrillero que por algo en todo este tiempo a nadie se le ocurrió derribar. Desde allí no veo ni militares ni policías ni al Estado, solo cuerpos danzando en un hermoso, poderoso e indescriptible movimiento colectivo. ¿No decía Bakunin en su “Confesión al Zar Nicolás” que en 1848 la revolución era una fiesta sin principio ni final?
Pero haber conquistado ese espacio para hacerlo “temporalmente autónomo” no fue fácil y tuvo un gran costo: a pocas cuadras del espontáneo carnaval la valiente muchachada de piel morena es apaleada, gaseada, vejada, herida y mutilada para siempre por atreverse a poner el cuerpo desafiando a los ejércitos del Estado de Chile.
Es 21 de octubre y el pueblo danza y sangra en las calles de Santiago y de otras ciudades de Chile. El Presidente de la República le había declarado abiertamente la guerra por cadena nacional la noche anterior.