Collage digital hecho a base de estampillas algerianas y jordanas sobre Palestina
La destrucción de Palestina es la destrucción de la Tierra [Parte 1]
Los últimos ocho meses de genocidio han inaugurado una nueva fase en la larga historia de la destrucción de Palestina, evidenciando de manera particularmente grotesca el compromiso de las potencias capitalistas occidentales con el proyecto colonial sionista. En este ensayo, el historiador y activista sueco Andreas Malm (autor de «Capital Fósil» y «Cómo dinamitar un oleoducto») propone un análisis de larga duración sobre la colonización y el extractivismo en Palestina, iniciando alguna décadas antes que el movimiento sionista emergiera como tal. Remontándose a la destrucción de Acre por la flota británica el año 1840 -en la que fuera una de las primeras manifestaciones de la potencia destructiva de la tecnología a base de carburantes en un contexto bélico- Malm nos recuerda el vínculo estrecho entre capitalismo y combustión fósil, y demuestra que, para comprender a cabalidad la crisis actual, es necesario sumergirse en la larga historia de los intereses imperialistas en la región. Con ello, el autor subraya la insuficiencia de la teoría del Lobby para explicar el grado de implicación de las potencias occidentales (EEUU a la cabeza) en el actual genocidio en Palestina y, llamando a la izquierda a rehacerse de una teoría del imperialismo, pone en evidencia la manera en que la destrucción de Palestina se teje con la historia de la destrucción del planeta, a manos de un capitalismo extractivista y supremacista del cual el Estado de Israel encarna uno de los enclaves más avanzados y agresivos.
Este texto, del cual compartimos acá una primera parte (para ver la segunda parte haz click acá), es una versión ligeramente editada de una conferencia realizada el 4 de abril en la American University of Beirut, The Center for Arts and Humanities and Critical Humanities Studies for the Liberal Arts, y publicada posteriormente en el blog de la editorial Verso.
Agradecemos a Andreas Malm por permitirnos su publicación, y a Vicente Lane por la traducción.
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Y ya se cumple medio año desde el inicio de este genocidio. Medio año transcurrido desde que la resistencia lanzó la operación Toufan al-Aqsa, y que la ocupación respondió declarando y llevando a cabo un genocidio. Medio año, seis meses, 184 días de bombardeos que, metódica e implacablemente, eliminan familia tras familia de la faz de la tierra, un edificio tras otro, un barrio residencial tras otro: medio año de cenicientos huesos de niños asomados bajo los escombros, de pequeñas bolsas blancas de cadáveres alineadas sobre el suelo, de una niña mutilada colgando de una ventana como si fuera un gancho de carnicería; medio año de padres despidiendo a sus hijos con una compostura espeluznante, pasmados e impertérritos, como si sus espíritus les hubieran abandonado, o sufriendo espasmos incontrolables de dolor, como si no supieran cómo volver a poner un pie delante del otro y dar un paso sobre esta Tierra; medio año de una docena de masacres al día, de ejecuciones sumarias, de tiros de francotiradores, de cadáveres atropellados con bulldozers y todo lo demás y simplemente no se detiene, sigue y sigue y no se detiene, continúa y acelera su ritmo y no llega a su fin y simplemente no se detiene. Uno podría volverse loco de desesperación viendo esto a la distancia. Y si uno llega a sentirse así, es necesario hacer el intento de imaginar cómo se sienten las personas que siguen vivas en Gaza.
Hoy el Estado de Israel comete el peor crimen que conoce la humanidad, y este genocidio en particular exhibe algunas características únicas que lo distinguen de otros en la historia reciente. En primer lugar, desde su inicio, este genocidio ha sido «un esfuerzo transnacional», coordinado y concertado por los países capitalistas avanzados de Occidente en conjunto con el Estado de Israel. Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania, Francia y la mayoría de los demás miembros de la UE se apresuraron a participar del derramamiento de sangre, enviando armas a la ocupación tal ofrendas a una celebración, sobrevolando Gaza para así compartir información de inteligencia con los cuarteles generales y los pilotos de guerra, desplegando barreras diplomáticas en torno al Estado de ocupación y, por si fuera poco, arrebatando las últimas migajas de sustento de las manos de los palestinos. Ahora que se mueren de hambre y sólo cuentan con la ayuda más mínima de la UNRWA para mantenerse con vida, Estados Unidos y el Reino Unido buscan privarles de ese último salvavidas. No habría que pedir perdón por sospechar que desean la muerte de los palestinos.
Tal ha sido el panorama durante el primer medio año de este genocidio. Hasta ahora, ha sido una escena inalterada de cooperación. Desde el Holocausto, ningún otro genocidio en la lista ha presentado un panorama similar. De Bangladesh a Guatemala, de Sudán a Myanmar, los genocidios pueden haber sido perpetrados con diversos grados de complicidad del eje capitalista: pero aquí estamos ante algo cualitativamente diferente. Una comparación cercana sería el genocidio contra los musulmanes bosnios, un acontecimiento que marcó mi propia juventud política. Al imponer un embargo de armamento, Occidente negó a ese pueblo el derecho a defenderse; al retirarse de Srebrenica, las fuerzas holandesas entregaron a sabiendas la ciudad a Ratko Mladić; en los cuatro años que duró la guerra, la llamada comunidad internacional se mantuvo al margen mientras los musulmanes bosnios eran diezmados. Pero estos fueron, principalmente, actos de omisión. Occidente no armó a la República Srpska con las mejores bombas dentro de sus arsenales. Bill Clinton no llegó en avión a darle un abrazo a Slobodan Milošević. La matanza no fue perpetrada al son del interminable estribillo «los nacionalistas serbios tienen derecho a defenderse». Lo que actualmente estamos presenciado podría ser el primer genocidio del capitalismo tardío avanzado.
Debo admitir cierta ingenuidad. No me imaginaba que existiera tal voracidad por el derramamiento de sangre palestina. Por supuesto, no me ha sorprendido el comportamiento exhibido por la ocupación. Lo segundo que nos dijimos, la mañana del 7 de octubre, fue: destruirán Gaza. Matarán a todo el mundo. Lo primero, durante esas primeras horas, no consistió tanto en palabras como en gritos de júbilo. Quienes hemos vivido nuestras vidas con y a través de la cuestión de Palestina, no podíamos reaccionar de otra manera ante las escenas de la resistencia asaltando el puesto de control de Erez, ese laberinto de torres de hormigón, cercados y sistemas de vigilancia, esa instalación consumada de armas, escáneres y cámaras -sin duda el monumento más monstruoso a la dominación de otro pueblo que jamás he visto-, de súbito en manos de combatientes palestinos que habían abrumado a los soldados ocupantes y arrancado su bandera. ¿Cómo no gritar de asombro y alegría? Lo mismo con las escenas de palestinos rompiendo la valla y el muro e irrumpiendo en las tierras de las que habían sido expulsados; lo mismo con los informes de la resistencia apoderándose de la comisaría de Sderot, la colonia étnicamente limpia que construyeron sobre el pueblo de Najd, ocupado desde 1948.
Éstas fueron las primeras reacciones que compartí junto a mis más cercanos. Pero la segunda fue de una inmensa desazón. Todos conocemos el proceder del Estado de Israel y sabemos qué esperar de él. Lo que personalmente no había tomado del todo en consideración era hasta qué punto Occidente se volcaría a participar de los subsecuentes asesinatos en masa. Evidentemente, debería haberlo sabido. Pero sea cual sea la ingenuidad, los acontecimientos del último medio año han vuelto a plantear la cuestión en torno a la naturaleza de esta alianza. ¿Qué es exactamente lo que une tan estrechamente al Estado de Israel y al resto de Occidente? ¿Qué explica la voluntad de países como Estados Unidos y el Reino Unido de participar de este genocidio y por qué el imperio estadounidense comparte con Israel el objetivo de destruir Palestina? Una explicación, que sigue siendo tan popular como siempre en ciertos sectores de la izquierda, sería el poder del lobby sionista. Más adelante volveré sobre este tema.
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Uno de los elementos que constituyen la definición de genocidio es la «destrucción física total o parcial» del grupo de personas objetivo; en Gaza, la destrucción física es precisamente una categoría central. Ya durante los dos primeros meses, Gaza fue sujeta a una destrucción total y absoluta. Antes de que acabara diciembre, el Wall Street Journal informaba de que la destrucción de Gaza igualaba o superaba a la de Dresde y otras ciudades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. Una de las voces más valerosas fuera de Palestina es la de Francesca Albanese, relatora especial de la ONU sobre los territorios ocupados en 1967. «Tras cinco meses de operaciones militares, Israel ha destruido Gaza,» comienza su informe más reciente, antes de detallar la manera en que todos los fundamentos de la vida en Gaza han sido “completamente saqueados.”[1] La imagen icónica es la de una casa hecha ruinas y los supervivientes escarbando frenéticamente entre los escombros. Si tienen suerte, lograrán sacar de entre la masa de escombros a un niño o una niña cubiertos en polvo. Se calcula que aún quedan alrededor de 12.000 cadáveres por extraer de entre las casas pulverizadas de Gaza.
Pese a que nunca antes se había llegado a la escala que hoy presenciamos, no es exactamente la primera vez que los palestinos experimentan esta clase de situaciones. El guión puede encontrarse en el Plan Dalet de 1948, en el que se instruía a las fuerzas sionistas en el arte de «destruir aldeas (prendiéndoles fuego, haciéndolas estallar por los aires y plantando minas explosivas entre sus escombros)».[2] Durante la Nakba, era habitual que estas fuerzas asaltaran una aldea durante la noche y dinamitaran sistemáticamente una casa tras otra con las familias aún dentro.[3] Una peculiaridad de la experiencia palestina es que todo esto jamás ha llegado a su fin. El acto original de hacer colapsar casas sobre las cabezas de sus habitantes se repite una y otra vez: en 1950, en al-Majdal, desde donde la gente fue deportada a Gaza; en Gaza en 2024; y entre tanto, un sinfín de instancias similares. Por escoger tan sólo un caso: Beirut en 1982, descrito por Liyana Badr en Un balcón sobre el Fakihani, en un párrafo que sería el pertinente para cualquier otro caso:
Vi montoneras de hormigón, piedras, jirones de ropa esparcidos por ahí, cristales de vidrio roto, pequeños trozos de algodón, fragmentos de metal, edificios destruidos o inclinados insólitamente (…) Una polvareda blanca asfixiaba el distrito entero, y a través del grisáceo humo se asomaban las siluetas de las endebles fachadas de los bloques y los escombros de las casas arrasadas. (…) Allí todo era una confusión. Los coches estaban vueltos hacia arriba, los papeles se arremolinaban en el cielo. Fuego. Y humo. El fin del mundo.[4]
Se trata del fin del mundo que jamás finaliza: siempre hay más escombros para verter sobre los palestinos. La destrucción es la experiencia constitutiva de la vida palestina porque la esencia del proyecto sionista es la destrucción de Palestina.
Sin embargo, esta vez, a diferencia de 1948 o 1950, la destrucción de Palestina tiene como telón de fondo un proceso de destrucción distinto pero relacionado: el del sistema climático de este planeta. El colapso climático es el proceso de destrucción física de los ecosistemas, desde el Ártico hasta Australia. En nuestro libro Calor Duradero: políticas climáticas cuando ya es demasiado tarde [“The Long Heat: Climate Politics When It’s Too Late”], que Verso publicará en 2025, mi colega Wim Carton y yo analizamos con cierto detalle la rapidez con que se está desarrollando este proceso. Por dar un ejemplo, la Amazonía está inmersa en una espiral de regresión que podría acabar convirtiéndola en un páramo desprovisto de árboles. La selva amazónica existe desde hace 65 millones de años. Ahora, en el lapso de unas pocas décadas, el calentamiento global -junto con la deforestación, la forma original de destrucción ecológica- está empujando al Amazonas hacia el punto de inflexión más allá del cual dejaría de existir. De hecho, actualmente una variedad de investigaciones sugieren que se encuentra ya en ese punto.[5] Si la Amazonía perdiera su superficie forestada -una idea vertiginosa, pero totalmente dentro del ámbito de un posible futuro cercano- nos encontraríamos frente a un tipo particular de Nakba. Las víctimas inmediatas serían, por supuesto, los indígenas y afrodescendientes y otros pueblos de la Amazonía, unos 40 millones en total, que, en el escenario más probable, verían cómo los incendios arrasan su bosque y lo convierten en humo, y vivirían efectivamente el fin de un mundo.
A veces, este proceso adquiere una notable similitud morfológica con los acontecimientos de Gaza, incluso en cuanto a su proximidad geográfica. La noche del 11 de septiembre del año pasado, menos de un mes antes del comienzo del genocidio, el ciclón Daniel azotó Libia. En la ciudad oriental de Derna, a orillas del Mediterráneo, a unos mil kilómetros de Gaza, multitudes murieron mientras dormían. Sin previo aviso, una fuerza del cielo hizo colapsar los techos de sus hogares. Los informes describieron luego cómo muebles y fragmentos de cuerpos asomaban aleatoriamente por entre los escombros de edificios pulverizados. «En las calles aún hay cadáveres por doquier y escasea el agua potable. La tormenta ha matado a familias enteras». Según un habitante de la ciudad, se trata de «una catástrofe como ninguna otra que hayamos visto. Los residentes buscan los cuerpos de sus seres queridos escarbando con las manos y con las más simples herramientas de labrado». Hubo socorristas palestinos que acudieron rápidamente al lugar de los hechos; en palabras de uno de ellos: «La devastación es inimaginable (…) Caminas por la ciudad y no ves más que barro, fango y casas derruidas. El hedor a cadáver está por todas partes. (…) Familias enteras han sido borradas del registro civil. (…) La muerte se ve por doquier».
Durante las 24 horas que duró su tránsito, el ciclón Daniel dejó caer una carga de agua cerca de 70 veces superior a la media del mes de septiembre. Derna estaba situada en la desembocadura de un río que corría por un uadi[6] hacia el mar, normalmente contenido dentro de estrechas riberas, si acaso corría en lo absoluto. Se trata de una zona desértica. Pero, de pronto, el río creció, rebalsó dos represas y se estrelló contra Derna; el agua, los sedimentos y los escombros formaron una máquina de demolición que arrasó estruendosamente la ciudad en plena noche del 11 de septiembre, una fuerza de tal velocidad y violencia que empujó estructuras y calles hacia el Mediterráneo y convirtió el antiguo centro en una ciénaga pardusca y fangosa. Gracias a avanzadas metodologías de atribución meteorológica, investigadores pudieron concluir rápidamente que las inundaciones se habían hecho cincuenta veces más probables debido al calentamiento global acumulado hasta el momento -en otras palabras, la causa del desastre en código matemático. Únicamente tal calentamiento pudo haber provocado el suceso. Durante los meses de verano previos, las aguas de las costas del norte de África registraron nada menos que cinco grados y medio más que la media de las dos décadas anteriores. Y el agua caliente contiene energía calorífica que puede cargar una tormenta del mismo modo que el combustible lo hace con un misil. Alrededor de once mil trescientas personas murieron en una sola noche a causa del ciclón Daniel en Libia, el suceso más intenso de matanza masiva provocado por el cambio climático en lo que va de la década, posiblemente del siglo.
Estas escenas constituyeron una sorprendente prefiguración de lo que comenzaría a verse en Gaza veintiséis días después; pero también hubo conexiones directas entre ambas locaciones. Los equipos de rescate gazatíes, acostumbrados desde hace tiempo a esta clase de destrucción, se desplazaron rápidamente a Derna para ayudar. Al menos una docena de palestinos que habían huido de Gaza a Derna murieron en las inundaciones. Un palestino, Fayez Abu Amra, declaró a Reuters: «Acontecieron dos catástrofes, el desplazamiento forzado y la tormenta en Libia»; la palabra árabe para catástrofe aquí, por supuesto, es Nakba. De tal modo que, en palabras de Fayez Abu Amra, la primera Nakba fue la de 1948, que expulsó a su familia y a otros 800.000 palestinos de su tierra natal; su familia acabó en el mukhayam Deir al-Balah[7], y luego algunos de sus familiares se trasladaron a la ciudad de Derna para huir de las guerras de agresión israelíes. Después sobrevino una segunda Nakba. Fayez Abu Amra perdió a varios familiares en la tormenta. Él mismo sobrevivió, porque había decidido quedarse en Deir al-Balah, donde se levantaron tiendas de luto por las víctimas en Libia. Y entonces comenzó, sólo unas semanas después, el genocidio. Sólo Dios sabe si acaso Fayez Abu Amra sigue vivo.
Ahora bien, mientras reconocemos las similitudes y los cruces entre estos procesos de destrucción, también saltan a la vista algunas diferencias importantes. Las fuerzas que bombardearon Derna fueron de otra naturaleza que aquellas que bombardean Gaza. La fuerza anónima que sembró la muerte desde el cielo en el primer caso no fue una fuerza aérea, sino la saturación acumulativa de la atmósfera con dióxido de carbono. Nadie tenía la intención específica de destruir Derna, a diferencia del Estado de Israel y su intención expresa de destruir Gaza; no hubo portavoces del ejército que anunciaran su objetivo de provocar un «máximo de daño», ningún diputado del Likud que aullara «¡¡Destruyan los edificios!! ¡¡Bombardeen indiscriminadamente!!». Cuando las empresas de combustibles fósiles extraen sus mercancías y las disponen para su futura combustión, no pretenden matar a nadie en particular. Saben con certeza, sin embargo, que esa mercancía matará a gente, ya sea en Libia, en el Congo, en Bangladesh o en Perú; les es irrelevante.
Esto no es un genocidio. En nuestro libro, Desbordamiento: cómo el mundo sucumbió al colapso climático[“Overshoot: How the World Surrendered to Climate Breakdown”], que Verso publicará en octubre de este año, Wim y yo experimentamos con el término paupericidio para lo que ocurre en estos casos: la implacable expansión de la infraestructura de combustibles fósiles más allá de todos los límites que garantizan un planeta habitable. El propósito inicial del acto en sí no es matar a nadie. El objetivo de extraer carbón, petróleo o gas es ganar dinero. Sin embargo, una vez que se comprueba plenamente que esta forma de hacer dinero en realidad mata a multitudes, la intencionalidad comienza a despuntar. Como corolario de los conocimientos básicos de la climatología, ahora existe un consenso más o menos universal en torno al hecho de que los combustibles fósiles matan personas, al azar, ciegamente, indiscriminadamente, presentando una fuerte concentración en los pobres del Sur global; y matan en mayor número cuanto más tiempo continúe el business-as-usual. Cuando la atmósfera se encuentra sobresaturada de CO2, la letalidad de cualquier cantidad adicional de CO2 es alta y va en aumento. Las muertes masivas son entonces un resultado ideológica y mentalmente procesado de la acumulación de capital, aceptado de facto. «Si estás haciendo algo que hiere a alguien, y lo sabes, lo estás haciendo a propósito», dijo el fiscal Steve Schleicher en su alegato final contra Derek Chauvin, más tarde condenado por el asesinato de George Floyd; mutatis mutandis, lo mismo aplica aquí. De hecho, con cada año que pasa, la violencia de la producción de combustibles fósiles es más letal y más intencionada. Ahora comparemos esto con un bombardeo en mukhayam Jabaliya el 25 de octubre, que mató al menos a 126 civiles, entre ellos 69 niños. El objetivo declarado de este acto era matar a un único comandante de Hamás. ¿Tenía la ocupación la intención de matar también a los 126 civiles, o simplemente se mostró cruelmente indiferente ante esa clase de daños colaterales masivos? Aquí intencionalidad e indiferencia se confunden. Lo mismo ocurre en el ámbito climático, que sigue siendo cualitativamente diferente del de Palestina, pero tal vez la brecha diferencial que los separa esté disminuyendo.
¿Existen momentos específicos de articulación entre la destrucción de Palestina y la destrucción de la Tierra? Por momentos de articulación me refiero a puntos en los que un proceso impacta y da forma a otro en una causalidad recíproca, una dialéctica de determinación. Mi respuesta es que sí, de hecho, esos momentos de articulación se han enlazado en una secuencia bastante estrecha desde hace casi dos siglos. Dado que soy un nerd de la historia, me remontaré al momento en que comenzó: el año 1840. Los acontecimientos de ese año han sido una obsesión perenne para mí. Los he tratado aquí y allá, pero aún no he escrito un relato coherente. Empecé a investigar hace once años, hacia el final de mi doctorado, cuando escribí Capital Fósil y me di cuenta de que el tema requería un estudio propio, una secuela que se llamaría Imperio Fósil. En las últimas semanas, he revisitado este momento histórico en miras a desarrollar un análisis de largo alcance del imperio fósil en Palestina.
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1840 fue un año crucial en la historia, tanto para el Oriente Próximo como para el sistema climático. Fue la primera vez que el Imperio Británico utilizó barcos a vapor en una guerra a gran escala. La energía a vapor fue la tecnología que dio origen a la dependencia de combustibles fósiles: las máquinas a vapor funcionaban con carbón, y fue su amplio uso en las industrias de Gran Bretaña lo que la convirtió en la primera economía fósil. Pero la energía a vapor nunca habría dejado huella en el clima si se hubiera remitido a las Islas Británicas. Sólo exportándola al resto del mundo y arrastrando a la humanidad a una espiral de combustión de combustibles fósiles a gran escala pudo Gran Bretaña cambiar el destino de este planeta: la globalización del vapor fue una ignición necesaria. La clave de esta ignición, a su vez, fue el despliegue de buques a vapor en contextos de guerra. Fue a través de la proyección de la violencia que Gran Bretaña integró a otros países a la extraña economía que había creado, convirtiendo el capital fósil, podríamos decir, en imperio fósil.
En aquella época, Gran Bretaña se había convertido en el imperio más grande que el mundo había visto, levantado sobre una supremacía naval hasta entonces dependiente de la tradicional fuerza motriz del viento. Pero en la década de 1820, la Royal Navy empezó a plantearse la propulsión a vapor, es decir, quemar carbón en lugar de navegar gracias al viento; el viento era una fuente «renovable», como la llamaríamos hoy, inagotable, barata, de hecho gratuita, pero con limitaciones bien conocidas. Los capitanes no podían dar por sentado que soplara como ellos desearan. En el campo de batalla, los barcos podían verse frenados por las calmas, o alejados de sus objetivos por ráfagas y vendavales en la dirección equivocada, u obligados a avanzar con exasperante lentitud. Las ráfagas de viento pueden dar al enemigo la oportunidad de escabullirse, reagruparse y contraatacar. Durante las operaciones militares, en momentos donde la movilización de energía era más urgente, el viento era una fuerza poco fiable. El vapor obedecía a otra lógica. Derivaba su fuerza de una fuente de energía que no poseía relación alguna con las condiciones meteorológicas -los vientos, las corrientes, las olas, las mareas-; el carbón procedía de reservas subterráneas, un legado de la fotosíntesis de cientos de millones de años de antigüedad, y una vez llevado a la superficie, podía quemarse en cualquier momento que su poseedor quisiera. La fuerza de un barco a vapor podía ser invocada a voluntad. Una flota de buques de este tipo podía organizarse como quisieran los capitanes: cañones alineados, tropas desembarcadas, enemigos perseguidos sin importar cómo soplara el viento. El almirante Charles Napier, el más enérgico defensor del vapor en la Marina Real británica, hizo especial hincapié en estas libertades y las resumió de este modo: «los barcos a vapor hacen que los vientos siempre sean favorables»; o, «el vapor ha logrado una conquista tan completa sobre los elementos, que me parece que ahora estamos en posesión de todo lo que se requería para la guerra marítima perfecta».[8] En último término, la conquista de los elementos era una función del perfil espacio-temporal de los combustibles fósiles: dada su desvinculación del espacio y del tiempo en la superficie de la Tierra, podían liberar al imperio de las coordenadas sobre las que navegaban los navíos desde tiempos inmemoriales.
La primera vez que Napier pudo poner en práctica dicha perfección fue en 1840, aquí mismo, a orillas del Líbano y Palestina. Ese año, Gran Bretaña declaró la guerra a Muhammed Alí. Alí era el pachá de Egipto, nominalmente al servicio del Imperio Otomano, pero en la práctica era el gobernante de su propio reino, que por entonces estaba en estado de guerra con el sultán. Las fuerzas de Alí habían salido de Egipto y conquistado el Hiyaz y el Levante, formando un protoimperio árabe que finalmente se estrellaría con la Puerta Otomana[9] y Londres. El ascenso de Alí amenazaba con derribar el Imperio Otomano, cuya estabilidad e integridad Gran Bretaña consideraba, en ese momento, de vital importancia estratégica frente a Rusia. Gran Bretaña deseaba apuntalar al Imperio Otomano, pues si llegaba a desintegrarse, Rusia tendría la oportunidad de expandirse hacia el sur y al este, en peligrosa proximidad con la colonia real de la India. Podríamos decir que la rivalidad interimperialista motivó a Gran Bretaña a intervenir contra Alí. También lo hizo, y no de una forma menos determinante, la dinámica del desarrollo capitalista dentro de la propia Gran Bretaña. La industria del algodón era su punta de lanza, pero ya hacia la década de 1830 había crecido tanto en relación a todas las demás ramas productivas que sufrió una crisis de sobreproducción: de las fábricas salían atajos de hilo y tela de algodón en exceso. Las fuentes de demanda eran insuficientes para absorber la producción. Gran Bretaña estaba, por tanto, desesperada por encontrar mercados de exportación, y en 1838, afortunadamente para ella, el Imperio Otomano aceptó un acuerdo de libre comercio extraordinariamente ventajoso, conocido como el tratado de Balta Liman. Con ello los territorios bajo el control del sultán se abrirían a las exportaciones británicas de una forma esencialmente ilimitada. El problema, sin embargo, era que cada vez más territorios pasaban al control de Muhammed Ali, que aplicaba una política económica opuesta: la sustitución de importaciones. Construyó sus propias fábricas textiles de algodón en Egipto. A finales de la década de 1830, éstas se habían convertido en la mayor industria de su clase fuera de Europa y Estados Unidos. Alí no quiso saber nada del libre comercio británico: estableció aranceles y monopolios y otras limitaciones proteccionistas en torno a su industria algodonera y la promovió con tal eficacia que logró incursionar en mercados hasta entonces dominados por Gran Bretaña, tan lejanos como la propia India.
Gran Bretaña llegó a odiarlo. Y nadie lo odiaba con más fervor que lord Palmerston, secretario de Asuntos Exteriores y principal arquitecto del Imperio Británico a mediados del siglo XIX. Según dejaría escapar: «Más le valdría a Mehemet destruir todas sus manufactureras y arrojar su maquinaria al Nilo».[10] Tanto él como el resto del gobierno británico consideraban que la negativa de Alí a regirse por el tratado de Balta Liman era casus belli. Había que imponer el libre comercio a Alí y a todas las tierras árabes que gobernaba. De lo contrario, la industria textil británica seguiría asfixiada, sin las salidas que necesitaba para seguir expandiéndose, potencialmente aún más ahogada por este egipcio advenedizo. Lord Palmerston no se tomó las molestias de ocultar los principios rectores de su política exterior. «Es el deber del Gobierno abrir nuevos canales para el comercio del país»; su «gran objetivo» en «todos los rincones del mundo» era abrir tierras al comercio, y esto le obligaba a un enfrentamiento sin tregua con Alí.[11] Se obsesionó con “la cuestión oriental”. «Personalmente, odio a Mehemet Ali, a quien considero nada más que un bárbaro arrogante», escribió Palmerston en 1839, «Considero que su presunta civilización de Egipto es la patraña más absurda».[12] Con el paso de los meses, Londres se volvía cada vez más beligerante. El cónsul general en Alejandría advirtió al pachá: «Sepa que Inglaterra está en condiciones de pulverizarle»;[13] «Debemos atacar de inmediato, rápido y certero», aconsejó lord Ponsonby, embajador en Estambul, y «todo el débil entramado de lo que ridículamente se llama la Nacionalidad Árabe se hará pedazos».[14] Con tales palabras resonando por los pasillos de Whitehall, lord Palmerston ordenó a la Marina Real que reuniera sus mejores buques a vapor. A finales del verano de 1840, una moderna escuadra al mando de Napier partió hacia la ciudad de Beirut.
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El buque favorito de Napier había sido bautizado bajo el nombre de Gorgon. Propulsado por una máquina a vapor de 350 caballos de fuerza, con capacidad para 380 toneladas de carbón, 1.600 soldados y seis cañones, fue «el primer buque a vapor de combate», inaugurando así «una nueva era».[15] Napier utilizó el Gorgon para misiones de reconocimiento en los alrededores de Beirut, subiendo y bajando por la costa a su antojo, haciendo caso omiso de las condiciones meteorológicas. Envió, sin embargo, un mensaje apremiante a sus oficiales: «Deben enviarme barcos carboneros cueste lo que cueste, porque los buques a vapor sin carbón no sirven de nada».[16] El 9 de septiembre se dio inicio al bombardeo de Beirut. El Gorgon y otros tres vapores tomaron la delantera, acompañados de otros 15 navíos a vela. Con sus chimeneas humeando, los vapores demostraban una particular habilidad para rondar de un lado a otro por la bahía de Beirut y hostigar a los defensores egipcios, comandados por Ibrahim Pasha, hijo de Alí. Todo indica que también dieron con otros blancos. El 11 de septiembre, tras una jornada de bombardeos particularmente intensos, el comandante local envió una carta de queja a la flota británica:
Con tal de matar a cinco de mis soldados, han arruinado y desolado a familias enteras; han matado a mujeres, a un tierno infante y a su madre, a un anciano, a dos desafortunados campesinos y, sin duda, a muchos otros de cuyos nombres aún no me informan (…). Sabrán que su fuego resultó más devastador para los desafortunados campesinos que para mis soldados. Parece que están empeñados en enseñorearse la localidad.[17]
Algunas fuentes de Beirut afirman que el bombardeo mató a un millar de personas, cuyos cuerpos quedaron desperdigados por las calles. La tripulación de un crucero estadounidense informó de que «todos los edificios, tanto privados como públicos, quedaron en ruinas, la flota inglesa disparaba sobre los pocos edificios que quedaban, y estaban decididos a no dejar piedra sobre piedra, y la ciudad presenta una escena de caos y destrucción».[18]
Tras estos sucesos, los vapores salieron a hostigar a las tropas de Ibrahim Pasha a lo largo de la costa. Desde Latakia, en el norte, pasando por Tarabulus y Sur[19], hasta Haifa, en el sur, sus puestos cayeron como fichas de dominó y los defensores se retiraron ante aquellos ataques implacables e imprevisibles. «El vapor nos da una gran superioridad, y los mantendremos en movimiento», decía exultante Napier, «Ibrahim debe marchar muy rápido si desea vencer al vapor».[20] Un complacido lord Palmerston siguió las noticias desde el frente, rápidamente despachadas por correo a vapor a Londres, y escribió de vuelta: «Cuanta más fuerza pueda reunirse en Siria, mejor».[21] A continuación ordenó atacar la ciudad palestina de Akka[22]. Todos sabían que allí se libraría la batalla decisiva. Akka había resistido durante medio año a Napoleón en 1799, y otro medio año en 1831, cuando Ibrahim Pasha la sitió. Desde entonces, los egipcios habían reparado los muros de la antigua capital cruzada, armado sus murallas con cañones pesados y habían concentrado una guarnición de miles de soldados, reforzando la posición de Akka como la fortaleza más sólida de la costa levantina. Era un importante depósito, lleno hasta los topes de armas y municiones, la mayoría de ellas almacenadas en un polvorín central. Por otra parte, era una ciudad próspera, habitada por una población civil que nada tenía que ver con asuntos militares.
El 1 de noviembre de 1840, el Gorgon y los otros tres vapores aparecieron frente a Akka. Eran tan sólo esos cuatro buques; los navíos a vela se habían retrasado a causa de vientos débiles. Napier pidió la rendición de los egipcios. Cuando se negaron, comenzó el bombardeo. Un informe describió la acción:
De este modo quedó demostrado el servicio que proporcionarían los buques a vapor en la guerra: la división de vapor de los Aliados, habiendo llegado a la bahía, comenzó inmediatamente a lanzar disparos y proyectiles contra la ciudad, lo que debió molestar mucho a la guarnición; aunque contestaron con enérgicos cañonazos, resultó inofensivo, dado que los buques a vapor cambiaban constantemente sus posiciones.[23]
La noche del 2 de noviembre llegó el resto de la flota, impulsada por viento y vela. Se dispusieron en una línea de batalla adecuada. La movilidad especial del nuevo modo de propulsión se aprovecharía al máximo, y los vapores formarían la avanzada central del asalto.
“Plano de la Batalla de Acre.” Hunter, Narrative, 263.
Durante la tarde del 3 de noviembre, los vapores reanudaron el bombardeo de Akka y los demás buques se unieron en lo que fue, según Napier, «un fuego tremendo».[24] Los defensores respondieron con su propia artillería. Al cabo de dos horas y media, una detonación ensordecedora sacudió el campo de batalla. Desde el interior de Akka, «una masa de fuego y humo ascendió repentinamente hacia el cielo como el estallido de un volcán, seguida inmediatamente por una lluvia de materiales de todo tipo, que habían sido arrastrados hacia arriba por su fuerza. El humo permaneció unos instantes como una inmensa cúpula negra, oscureciéndolo todo», se lee en uno de los muchos relatos del suceso, y más adelante:
«El espantoso estruendo se oyó muy por encima del fragor del asalto, e inmediatamente le siguió una quietud espantosa. Los disparos de ambos bandos de pronto se detuvieron, y durante unos minutos nada rompió el terrible silencio, salvo los ecos de las montañas que replicaban el sonido como el retumbar de un trueno lejano, y la caída ocasional de algún edificio tambaleante».[25]
“The Bombardment and Capture of St. John D’Acre [El Bombardeo y Conquista de San Juan de Acre]. John Frederick Warre, 1841.
Un proyectil había caído sobre el gran polvorín de Akka. Se declaró que había sido el Gorgon el responsable de la hazaña. Un capitán británico afirmó con mucha seguridad que el «polvorín estalló como consecuencia de un proyectil bien dirigido por la fragata de vapor “Gorgon”».[26] No podemos descartar que se tratara de un impacto fortuito, pero los británicos eran claramente conscientes de la ubicación del polvorín. Lord Minto, el más alto comandante de la Marina Real, había informado al mando de la existencia de «mucha pólvora almacenada con muy poco resguardo en Acre» y lo identificó como un blanco idóneo en una carta firmada el 7 de octubre.[27]
Sea cual sea el grado exacto de intencionalidad, los resultados del ataque del primer buque a vapor verdaderamente de combate no dejan lugar a dudas. La ciudad palestina de Akka se convirtió en un amasijo de escombros. Un informe de lord Palmerston declaraba que «Dos regimientos enteros fueron aniquilados, y toda criatura viviente en un área de 60.000 yardas cuadradas dejó de existir; la pérdida de vidas se calcula entre 1.200 y 2.000 personas».[28] Al caer la noche del 3 de noviembre, los pocos soldados árabes sobrevivientes abandonaron sus últimas posiciones en Akka. Cuando las tropas británicas entraron en la ciudad al día siguiente, se encontraron con una devastación total. Aquí un retrato:
Cadáveres de hombres, mujeres y niños, ennegrecidos por la explosión del polvorín y mutilados de la manera más horrible por los cañonazos, yacían por todas partes, semienterrados entre los escombros de las casas y fortificaciones: las mujeres buscaban los cuerpos de sus maridos, los niños los de sus padres.[29]
En una carta a su esposa, el propio Charles Napier expresaba su inquietud y tal vez alguna punzada de culpa. «Fui a la costa de Acre para ver los estragos que habíamos causado, y presencié un espectáculo que jamás podré borrar de mi memoria, uno que incluso hace que me estremezca al recordarlo». Vio cientos de muertos y moribundos tendidos entre las ruinas; «la playa, a lo largo de media milla y a cada lado, estaba repleta de cuerpos»; después de algunos días, los cadáveres «infectaron el aire con un miasma verdaderamente horrendo».[30] Incluso en su informe oficial de la guerra de Siria, Napier admitió que «nada podía ser más espantoso que ver a los miserables, enfermos y heridos por todas las partes de esta devota ciudad, que había quedado casi totalmente pulverizada».[31] Los británicos parecían sorprendidos por la magnitud de la destrucción que habían provocado. En una carta a lord Minto, otro almirante escribió: «No puedo describir a su señoría la destrucción total de la infraestructura y la ciudad a causa del fuego de nuestros buques».[32] Un guardiamarina de uno de los vapores más pequeños describió manos, brazos y dedos de los pies que sobresalían de entre los escombros.[33]
Apenas recordado actualmente, este acontecimiento suscitó una enorme fascinación en la Gran Bretaña de comienzos de la época victoriana. El bastión que resistió durante medio año a Napoleón sucumbió en menos de tres días a causa del poderío de los buques a vapor; aunque según el recuento más popular, fue tras menos de tres horas de bombardeo concentrado ese 3 de noviembre. Fue una manifestación sublime, sobrecogedora, milagrosa del poder de Gran Bretaña en general y del vapor en particular, plasmada en una serie de cuadros -en el siguiente se aprecia un barco de vapor, posiblemente el Gorgon, que apunta directamente a Akka, mientras su chimenea humeante se funde con la tremenda erupción del polvorín tras las murallas y los minaretes: carbón en llamas, ciudad en llamas.
“Bombardment of St. John d’Acre” [Bombardeo de San Juan de Acre] H. Winkles, 1840.
En la siguiente litografía, que busca representar la escena desde la perspectiva de los defensores árabes, la humorola de un buque a vapor también se eleva en el centro, mientras que a la izquierda toda la ciudad vuela por los aires:
“Bombardment of St. John d’Acre (Bombardeo de San Juan de Acre)” Hermanos Schranz, 1841.
La explosión indudablemente protagoniza la escena, pero hay más. Los vapores aprovecharon su capacidad de maniobrar fácilmente por las aguas próximas a las murallas de Akka para situarse a una distancia de hasta 40 metros al momento de disparar sus proyectiles, retrocediendo cada vez que fuese necesario. De este modo consiguieron llevar a cabo un bombardeo más preciso y devastador, el cual se prolongó durante casi tres días antes de la explosión. ¿Utilizaron los británicos este poder abrumador para atacar a las fuerzas de Ibrahim Pasha con la máxima precisión? En una de las reconstrucciones recientes más detalladas del ataque, cuatro investigadores israelíes explican que «El bombardeo se dirigió más bien contra la propia ciudad. (…) De hecho, el objetivo del bombardeo era obligar a la guarnición a rendirse, no por medio de las bajas que ésta pudiera haber sufrido, sino a través de la muerte y la miseria que infligió a los no combatientes».[34] Esta clase de mentalidad estratégica nos resulta familiar. Otro almirante describió la forma de proceder. «Cada disparo que atravesaba el amurallado destrozaba la parte superior de las casas, haciendo caer muros y piedras sobre las cabezas de la gente de abajo (…) no había refugio alguno».[35]
Independientemente de los reparos que pudieran sentir o no los hombres que desembarcaron, en Whitehall no podrían haber estado más felices. Lord Palmerston felicitó a la Marina Real por la captura de Akka y por asegurar así «el funcionamiento de los tratados comerciales».[36] Habían despejado el camino hacia el libre comercio en Medio Oriente. Este fue el gran logro de los buques a vapor, ampliamente elogiados por su eficiencia: «cambiaron continuamente de posición durante el combate y dispararon y lanzaron proyectiles cada vez que identificaron los puntos más eficaces», relataba un informe, en el que también se señalaba que «es bastante notable que ninguno de los cuatro barcos de vapor sufriera baja o herido alguno.»[37] Si bien los asaltantes salieron ilesos, uno de los recursos cruciales estaba casi agotado: el combustible. Tras la batalla, ninguno de los cuatro vapores llevaba a bordo más que un día en provisiones. Prácticamente todo el carbón almacenado se había incinerado durante la pulverización de Akka.
La capitulación de la ciudad determinó el resultado de la guerra de un solo golpe. Las fuerzas de Ibrahim Pasha se desmoronaron y batieron una caótica retirada por entre las llanuras costeras de Palestina. Los vapores continuaron al acecho, desembarcando nuevamente en Jaffa y rondando frente a Gaza. En tierra, las tropas de infantería se trasladaron a Gaza durante enero de 1841, para así asegurar «la destrucción de las provisiones del enemigo». Era la primera vez que fuerzas comandadas por británicos ocupaban este rincón de Palestina, aunque fuese tan sólo por un tiempo acotado.[38] El regimiento de Ingenieros Reales trazó rápidamente un mapa de Gaza, más concretamente de la ciudad de Gaza. Su aspecto en 1841 se puede apreciar en la siguiente imagen, al igual que Shuja’iyya, a la derecha. Hoy no queda mucho de este tejido urbano.
Ingenieros Reales: mapa de Gaza, 1841 (publicado 1843).
Mientras los británicos ocupaban Gaza, la cartografiaban y destruían los almacenes de alimentos -supuestamente con el único motivo de negarle al ejército egipcio sus provisiones-, columnas desperdigadas de soldados desmoralizados, sedientos y hambrientos atravesaban el desierto de regreso a Egipto: menos de una cuarta parte del ejército que Ibrahim había comandado al estallar la guerra. Napier se adelantó a ellos y se dirigió al puerto de Alejandría, donde amenazó con someter a esa ciudad al mismo trato que a Akka, a menos que Muhammed Alí accediera a todas las exigencias británicas. Alí solicitó conservar al menos la provincia de Palestina, pero Napier volvió a advertirle de que «reduciría Alejandría a cenizas»,[39] con lo que Palestina quedó descartada. Del mismo modo, Napier presionó para que entrara en efecto inmediato el tratado de Balta Liman en Egipto. Alí también cedió en este punto.
Así fue como, gracias al vapor, Gran Bretaña destruyó el proto-imperio árabe. De Beirut a Alejandría, los vapores de la Marina Real conformaron la vanguardia de la victoria, más diestros que sus símiles a propulsión eólica en cada maniobra que busca la ventaja de la movilidad en el espacio. En un artículo relativo a los «vapores de guerra de hierro», el Manchester Guardian citaba una carta anónima de un súbdito británico en Alejandría:
Últimamente, tanto se ha hecho en el Levante gracias al vapor que todo el mundo se ha hecho consciente de su capacidad como elemento constitutivo de la guerra o la paz, y está siempre presto a preguntar: «¿Qué será lo próximo que logrará?». Ibrahim Pasha sólo puede explicar haber perdido la costa de Siria en tan sólo una semana admitiendo que «los buques a vapor transportaban al enemigo aquí, allá y acullá, tan repentinamente que se habrían necesitado alas para estar a la zaga. Más le valdría a uno luchar contra un genio».[40]
Tal poder provenía de los combustibles fósiles: el vapor permitía a los almirantes y capitanes conectar sus navíos a una corriente del pasado, una fuente de energía externa al espacio y tiempo de la batalla real, a través de la cual los buques lograban disparar como si tuvieran alas propias. La superioridad militar británica se vio radicalmente robustecida por su capacidad de movilizar aquella mercancía como fuerza para arrollar al enemigo. O, como señaló el Observer en referencia a Palestina: «El vapor, incluso ahora, casi materializa la idea de omnipotencia y omnipresencia militar; está en todas partes, y no hay quien pueda oponerse a él».[41] Después de haber demostrado su valía en Palestina, Gran Bretaña estaba preparada para proyectar el poder de los combustibles fósiles a lo largo y ancho del planeta.
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El país cuyo destino quedó sellado de forma más inmediata por estos acontecimientos fue Egipto. La industria algodonera de Muhammed Ali se desmoronó prácticamente de la noche a la mañana. Al extenderse el libre comercio por su reino en decadencia, las fábricas del Nilo no pudieron competir con las exportaciones británicas, y la razón es bastante sencilla: Egipto no poseía motores primarios modernos. Tampoco poseía energía hidráulica, en tanto el Nilo es un río que serpentea lentamente por una pendiente casi imperceptible, sin rápidos ni cataratas.Tampoco contaba con energía de vapor. En cambio, las fábricas egipcias funcionaban mayoritariamente con energía animal: bueyes o mulas, o incluso fuerza física humana para hacer funcionar las máquinas. En comparación a los motores a vapor, dichas fuentes de energía eran muy deficientes. Eran débiles, irregulares y caóticas. ¿Por qué, entonces, Muhammed Ali simplemente no adoptaba el uso de la energía a vapor? De hecho, no había otra cosa que deseara más. En sintonía con las tendencias de la industria capitalista, comenzó a manifestar, a partir de la década de 1820, una preocupación por el vapor y el carbón rayana en la fijación. Entendía que sólo podría hacer frente a Gran Bretaña emulando su ejemplo, en fundiciones y fábricas y en los mares, tanto en la competencia económica como en la guerra. «Los ingleses han hecho grandes descubrimientos, pero el mejor es el de la navegación a vapor», diría al emisario de lord Palmerston.[42]
Pero el vapor exigía su combustible. Alí no poseía reservas. Era muy consciente de este problema, al punto de organizar expediciones al Alto Egipto y Sudán y más allá con el afán de localizar vetas de carbón. Mi estudiante de doctorado Amr Ahmed defendió recientemente su tesis Egypt Ignited: How Steam Power Arrived on the Nile and Integrated Egypt into Industrial Capitalism,1820s-76 [“Egipto Encendido: cómo el poder del vapor llegó al Nilo y propulsó a Egipto hacia el capitalismo industrial, de la década de 1820 a 1876”]. En ella describe cómo la búsqueda de carbón impulsó la expansión imperial de Muhammed Alí. Uno de sus motivos al conquistar Siria fueron los informes sobre la existencia de carbón en el monte Líbano. Y efectivamente, se podía extraer carbón por debajo de las colinas de los drusos y maronitas: en 1837, los egipcios consiguieron extraer un volumen equivalente al 2,5% de la producción total británica. Al parecer, este carbón libanés era de calidad inferior, caro, evidentemente insuficiente para alimentar la transición al vapor en las fábricas de El Cairo antes de que los británicos las derribaran. La naciente industria del carbón en el Monte Líbano también le generó problemas a Alí. La gente fue obligada a trabajar en las minas, y aborrecía el trabajo, al punto de que en 1840 hubo sublevaciones contra las fuerzas de Ibrahim Pasha, y la insurgencia fue aprovechada por los británicos a favor de sus propios fines políticos. La revuelta contra los sueños carboníferos de Alí contribuyó a su caída. Su proyecto era crear un imperio fósil en tierras árabes, y como todos los constructores de imperios, fue un tirano despiadado (en 1834, el pueblo de Nablus se rebeló contra él). Al final, el proyecto se fue al traste, en gran parte porque Alí no supo establecer reservas de carbón adecuadas como base del imperio. Sólo cabe especular sobre lo que habría ocurrido si las reservas turcas de carbón, que hoy sabemos existen en gran cantidad, hubieran caído en sus manos. Poco después de la guerra de 1840, un Muhammed Alí en decadencia exclamó a un visitante británico: «¡Carbón, carbón, carbón! Eso es lo único que necesito».[43]
En la década de 1830, Egipto se balanceaba entre el centro y la periferia. Emprendió una industrialización precoz, convirtiéndose brevemente en la principal «economía emergente», como se la denominaría hoy, fuera de Europa y Estados Unidos. Pero era un momento en el que el acceso a la energía de vapor y al carbón que la sustentaba determinaba la suerte de la nación; sin ese boleto de embarque, y sufriendo una brusca patada desde arriba, Egipto cayó por la escalera. Las fábricas de algodón del Nilo no tardaron en arruinarse. Egipto se convirtió en un importante mercado para las exportaciones británicas, y en una fuente aún más importante de suministro de algodón en bruto, es decir, un país relegado a la periferia. Después de 1840, sufrió la desindustrialización más extrema experimentada en cualquier lugar durante el siglo XIX. Hacia 1900, entre el 93% y el 100% de sus exportaciones consistían en un único cultivo, un grado de especificación inusual. Dada la importancia de Egipto dentro del mundo árabe, este subdesarrollo situó a la región en su conjunto en una posición de subordinación respecto a los países capitalistas avanzados de Occidente, relación de poder que tan sólo se consolidó con los acontecimientos de 1840 y que tuvo resultados muy duraderos. En Egypt Ignited…, Amr sigue el rastro de esta historia con asombroso detalle y la manera en que Egipto quedó subsumido bajo la economía fósil que giraba en torno a Gran Bretaña; su economía acabó impregnada de carbón y vapor, pero se trataba de carbón y vapor importados desde Gran Bretaña, utilizados para la producción y el transporte de materias primas. Tengo la esperanza que su libro se publique pronto para así leer el relato completo.
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El segundo país cuyo destino en esa época estaba ya escrito en las estrellas es Palestina. En 1840, el Imperio Británico propuso por primera vez la colonización de ese país por judíos. Más concretamente, el 25 de noviembre, Palmerston escribió a Ponsonby, el embajador en Estambul: «Esto es un gran triunfo para todos nosotros» -la caída de Akka, hace tan solo unas semanas- «especialmente para usted, que siempre sostuvo que el poder de Mehemet colapsaría bajo la presión de un ataque europeo». Y luego continuaba:
Procura intentar hacer lo que puedas por estos judíos; no tienes ni idea de hasta qué punto el interés se siente entre ellos; sería extremadamente político [si pudiéramos hacer] que el Sultán les diera todo el incentivo y las facilidad para regresar y comprar tierras en Palestina; y si se les permitiera hacer uso de nuestros cónsules y embajadores como canal de su reivindicación, en otras palabras, se se colocaran virtualmente bajo nuestra protección, regresarían en números considerables, y traerían con ellos mucha riqueza.[44]
57 años antes del primer congreso sionista, 77 años antes de la declaración Balfour, 107 años antes del plan de partición, el principal arquitecto del Imperio Británico durante su apogeo estableció aquí la fórmula para la colonización de Palestina. Por alguna razón, este documento en particular parece no haber sido citado nunca en toda la historiografía. Pero todo está ahí, encapsulado en una misiva enviada durante la euforia posterior a la pulverización de Akka.
En 1840 se manifestó el primer frenesí de lo que hoy conocemos como proyecto sionista. Llevaba unos años gestándose. Como es bien sabido, a finales de la década de 1830 se produjo en Gran Bretaña un auge del sionismo cristiano, la doctrina según la cual los judíos deben ser reunidos y «restaurados» en Palestina, donde se convertirán al cristianismo y precipitarán la segunda venida de Cristo y el comienzo de los Últimos Días. El principal propulsor de este evangelio fue el conde de Shaftesbury, emparentado por matrimonio con lord Palmerston; intentó sacar el máximo partido de este vínculo familiar, pero cada vez que hablaba con el secretario de Asuntos Exteriores, se veía obligado a dejar de lado sus argumentos religiosos. En cambio, le acribilló a informes detallando «los potenciales productivos de la Tierra Santa», que «durante siglos han sido totalmente descuidados». Si tan sólo Gran Bretaña se decidiera a insertar judíos en ella, Palestina podría convertirse en un proveedor de algodón en bruto y en un mercado para productos manufacturados, y «nuestros capitalistas podrían verse tentados a invertir grandes sumas en maquinaria y cultivos».[45] Tras una cena con Palmerston el 1 de agosto de 1840, el piadoso pero astuto Shaftesbury anotó en su diario: «me veo obligado a argumentar política, financiera y comercialmente; estas consideraciones son las que dan en el blanco».[46] Pero la escatología y el imperio no eran necesariamente incompatibles. Shaftesbury consiguió que Gran Bretaña abriera un consulado en Jerusalén en 1838; no fue por casualidad, por tanto, que ese mismo año Gran Bretaña se introdujera en la región mediante el tratado de Balta Liman. Dios y Mammon resultaron congeniar bastante bien. Lady Palmerston, la esposa del secretario de Asuntos Exteriores, con quien al parecer formulaba sus opiniones, leyó la caída de Akka en su Biblia:
No puede ser coincidencia que todo haya sucedido de este modo. Tengo la impresión de que se trata de la restitución de los judíos y del cumplimiento de las Profecías. (…) Es ciertamente muy curioso y Acre parece haberse derrumbado al igual que los muros de Jericó, y el ejército de Ibrahim haber sido dispersado de la misma manera que las innumerables huestes que eran enemigas de los judíos, como se lee en el Antiguo Testamento.[47]
Ya aquí cabe señalar que se trataba de una fantasía totalmente gentil, cristiana, blanca y anglosajona, en la que los judíos mismos que en ese momento vivían en Medio Oriente o en otros lugares no desempeñaban ningún rol activo.
El propio lord Palmerston vio que la destrucción de Akka era un claro signo no del fin de los tiempos, sino de una nueva era de prosperidad. La industria algodonera dejaría de estar constreñida a falta de mercados. Tras lo que denominó «la postración de Mehemet Alí», Palmerston reafirmaba su filosofía general:
Debemos hacer un esfuerzo permanente por encontrar nuevas necesidades para los productos de nuestra industria en otras partes del mundo. El mundo es lo suficientemente grande y las necesidades de la raza humana lo suficientemente amplias como para satisfacer la demanda de todo lo que podamos fabricar; pero es tarea del gobierno abrir y asegurar las rutas para el mercader.[48]
Era en este plan que los judíos tenían un rol por desempeñar. En otra carta -y este documento se ha citado con relativa frecuencia- Palmerston decía a Ponsonby que convenciera al sultán de «alentar a los judíos a regresar y establecerse en Palestina, ya que la riqueza que traerían con ellos aumentaría los recursos en los dominios del sultán»; además, un asentamiento judío serviría «como freno a cualquier designio perjudicial futuro que pudieran tramar Mehemet Alí o su sucesor».[49] En lo que duró la «crisis oriental», Palmerston dictaminaba una y otra vez tal razonamiento en las cartas que enviaba a su embajador: un «retorno» de los judíos a Palestina introduciría «un gran número de capitalistas pudientes»; si el sultán los aceptaba, se ganaría la amistad de las «clases poderosas de este país» (es decir, del Reino Unido); «el capital y la industria de los judíos aumentarían en gran medida sus ingresos y aumentarían en gran medida la fuerza de su imperio».[50] En esto podemos reconocer una cierta radiografía del sionismo imperialista. En tanto los judíos estarían atados a la metrópoli, otorgarles Palestina ayudaría a desplegar el desarrollo capitalista y evitaría el surgimiento de nuevos contendores recalcitrantes en la región.
El 17 de agosto, mientras Charles Napier bajaba y subía por la costa libanesa a bordo del Gorgon, el Times publicó un artículo en el que argumentaba que un asentamiento judío en Palestina funcionaría como «una trinchera frente a la invasión de la tiranía sin ley y la degeneración social»; en resumen, sería «ventajoso para los intereses de la civilización en Oriente».[51] Los destacamentos de avanzada del sionismo estaban formados por oficiales de la burocracia imperial, algunos de ellos recién llegados del campo de batalla. Un coronel llamado Churchill -Charles Henry, pariente lejano del más famoso Winston-, quien había comandado las fuerzas británicas que marcharon por Damasco a principios de 1841, reunió a varios dignatarios en un salón y pronunció un discurso:
Así es, amigos míos, hubo una vez un pueblo judío, ilustre en las artes y renombrado en la guerra. Estas hermosas llanuras y valles, ahora ocupados por el árabe salvaje y errante, en los que la desolación ha fijado su férreo sello, alguna vez se deleitaron con la exuberancia de sus fértiles y abundantes cosechas, y resonaron con los cantos de las hijas de Sión. ¡Que se acerque la hora de la liberación de Israel![52]
Este Churchill era muy consciente de que no existía, como él mismo dijo, «una fuerte noción entre los judíos europeos de regresar a Palestina».[53] El deseo de los judíos por quedarse donde vivían le frustraba. Igualmente frustrante era que su gobierno se aferrara a la política de mantener al Imperio Otomano intacto, bajo la tutela y custodia británicas. Él deseaba verlo hecho trizas, y la colonización judía de Palestina proporcionaría el martillazo adecuado para ello. En una larga carta a Moses Montefiore, presidente de la Junta de Diputados de los Judíos Británicos, enviada desde Damasco, donde se había instalado como cónsul, Churchill le exhortaba a convencer a sus compatriotas judíos de que se trasladaran a Palestina, y quizá también a Siria:
terminaría usted por obtener la soberanía de, al menos, Palestina. (…) Estoy perfectamente seguro de que estos países deben ser rescatados de las garras de gobernantes ignorantes y fanáticos, que la marcha de la civilización debe progresar, y sus diversos elementos de prosperidad comercial deben ser desarrollados. Es inútil quedarse de brazos cruzados observando como aquéllo nunca será el caso bajo el despotismo torpe y decrépito de los turcos o los egipcios. Siria y Palestina, en resumidas cuentas, deben ser tomadas bajo protección europea y gobernadas según el sentido y el espíritu de la administración europea. En última instancia, a esto hay que llegar.
Churchill imaginó una entidad judía en Palestina bajo la protección de Gran Bretaña y sus aliados, armada para la «defensa contra las incursiones de los árabes beduinos».[54]
Otro hombre que se apresuró en llegar a Palestina durante este propicio momento fue George Gawler. Recién trasladado desde Australia Meridional, donde había sido gobernador, escribió un panfleto titulado «Pacificación de Siria y Oriente: Sugerencias prácticas para el establecimiento de colonias judías en Palestina, el remedio más mesurado y sensato frente a las miserias de la Turquía asiática». Viajó a Palestina a comienzos de la década de 1840 y de algún modo se las arregló para percibirla como «un país fértil, nueve décimas partes del cual yacen desoladas». Según él, la tierra yacía vacía, salvo por unos pocos «analfabetos e itinerantes Bedawy» que de tanto en tanto se encontraban en «ciudades desiertas y llanuras cubiertas de arbustos espinosos». Su solución: «REPOBLAR LAS CIUDADES Y CAMPOS DESIERTOS DE PALESTINA CON EL PUEBLO ENÉRGICO», a saber, los judíos, que la convertirían en un próspero mercado bajo el alero de una «fuerza naval patrullando frecuentemente las costas», es decir, los vapores británicos.[55] Un amigo de Palmerston, E. L. Mitford, también concebía que Palestina era un lugar «estéril y desolado». La colonización judía traería «bondades a Inglaterra y se haría sentir en los desdichados corazones y hogares de los pobres manufactureros de Manchester, Birmingham y Glasgow»; de particular importancia, impulsaría una implantación basada en combustibles fósiles, en la región y más allá.[56] Un Estado judío independiente bajo protección británica «pondría la gestión de nuestra red de comunicación a vapor enteramente en nuestras manos y nos situaría en una posición de mando en el Levante desde la cual frenar intentos de intromisión, abrumar a quienes se declaren abiertamente enemigos y, si fuera necesario, repeler su avance».[57]Tal era la fórmula estampada por los acontecimientos de 1840.
Este fue, pues, el momento de la concepción de dos nociones interrelacionadas: uno, que no existe ningún pueblo en Palestina; dos, que la tierra debe tomarse por fuerza de la tecnología basada en los combustibles fósiles. En cuanto a la primera, los sionistas contemporáneos debaten sobre quién formuló por primera vez el lema «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra», pero hay consenso en que apareció alrededor del año 1840. Algunos apuntan a un artículo que Shaftesbury escribió en el Times en 1839, en el que utilizó la frase «Tierra sin pueblo – pueblo sin tierra»: hoy, Tierra sin pueblo suena quizá algo más escalofriante. Otros atribuyen el honor a su compañero sionista cristiano Alexander Keith, que se embarcó en una expedición a Palestina en 1839 y se las arregló para regresar con la impresión de que se trataba de un «país sin pueblo» que clamaba por la llegada de «un pueblo sin país». Las ciudades y pueblos de Palestina estaban «desolados y deshabitados»; desde Gaza hasta al-Jalil, todo lo que Keith podía observar eran «lugares desiertos y pueblos en ruinas, ninguno de ellos habitado».[58] Pero ahora había ocurrido un milagro. «Como si el Señor lo hubiera ordenado», escribió Keith sobre Akka, «una bomba penetró en un polvorín almacenado por la defensa y voló todo el arsenal por los aires, como para demostrar que el momento había llegado en que la última fortaleza de Palestina llegara a su término, y piedra a piedra la esparció sobre el suelo» -piedra a piedra la esparció sobre el suelo- «como si tampoco estuvieran lejanos los tiempos en que manos extranjeras encontraran otro trabajo, y levantaran las murallas en ruinas de otra forma. (…) Acre cayó en suerte de cierta tribu de Israel».[59]
Que no existía gente viviendo en esa tierra pasó a convertirse en un tema recurrente de los comentarios británicos sobre Palestina. Shaftesbury informó a Palmerston de que la colonización judía sería «el modo más barato y seguro de proveer para los yermos de esas regiones despobladas».[60] El Morning Post publicó un típico artículo en el que se afirmaba que «Siria y Palestina están despobladas», territorios vacíos en los que los «hijos» del «desierto árabe» no habían logrado «establecerse y consolidar su nacionalidad». Se calculaba que el año 1840 coincidía con una profecía bíblica de la restitución judía.[61] Tal fusión de escatología e imperio se puso muy de moda después de Akka, como se aprecia en el que es quizás el tratado más peculiar que surgió en esta época, un revoltijo de 350 páginas de exégesis y realpolitik y fetichismo del vapor titulado «Los reyes de Oriente», de autoría anónima. En él una vez más se afirmaba que Palestina poseía “pocos” habitantes, y la caída de Akka era alabada como producto de una intervención divina mediante el vapor, el pilar del poderío británico.[62] Como evidencia del significado metafísico de Akka, el autor citaba un informe de primera mano sobre cómo «la ciudad no es más que un gran montón de ruinas: ni una sola casa del lugar, por pequeña que sea, ha escapado a la furia de nuestro disparo. (…) Todo es el más amplio testimonio de la inigualable precisión de nuestros cañones» – alabado sea el Señor: «miles de su guarnición se cuentan entre los moribundos y los muertos».[63] Ergo, la restauración era inminente. Este autor afirmaba que «los judíos comienzan a regresar a Judea».[64]
Dos versículos de la Biblia arrojaban una luz particular sobre este proceso. Al comienzo del capítulo 18 de Isaías, en la versión King James, leemos: «¡Ay de la tierra que hace sombra con las alas, que está más allá de los ríos de Etiopía! Que envía embajadores a través del mar, en naves de juncos sobre las aguas, diciendo: Id, veloces mensajeros, a una nación dispersa y desolada»[65] – ¿de qué clase de naves hablaba aquí el profeta? Evidentemente, debía de referirse a los barcos a vapor británicos[66], que eran los que enviaban embajadores por mar para abrir Palestina a los judíos. De esto, el autor dedujo una profecía novedosa: Gran Bretaña «EMITIRÁ UNA PROCLAMACIÓN, garantizando su protección a todos los judíos que regresen a Siria».[67]
Así también, la manía cruzó el Atlántico y llegó a los Estados Unidos de América. En las semanas previas a la caída de Akka, una influyente publicación periódica relativamente progresista, The Western Messenger, entendía la dirección en la que soplaba el viento. «Ahora que los buques a vapor navegan por la bahía de Alejandría, que surcan las aguas del Nilo y que se oye el rugido de las locomotoras a vapor corriendo sobre las vías férreas, ¿acaso no es moralmente cierto que el poder musulmán ha cesado?» Había llegado el momento de «dar a los judíos la posesión de Palestina».[68] Tomarían posesión de la tierra y la defenderían a punta de poderío militar, y desde ese lugar toda clase de beneficios comenzarían a fluir hacia Occidente. Pero el primer sionista estadounidense de importancia, que, a diferencia de casi todos sus homólogos británicos, resultó además ser judío, fue Mordecai Manuel Noah, que en 1844 pronunció su Discurso sobre la Restauración de los Judíos.[69] Nunca visitó Palestina, pero pareciera haberse enterado por viajeros británicos de que «la tierra se encuentra despoblada», aunque relató que «se encuentran aceitunas y aceite de oliva por doquier», y que el trigo, el maíz, el algodón y el tabaco crecen en las llanuras y colinas, y «las uvas de la variedad más grande crecen por todas partes». Ahora se estaban produciendo «grandes e importantes revoluciones» en aquella tierra. Noah se aferró a la opinión de que la desaparición de Alí auguraba «la organización de un poderoso gobierno en Judea», e imploró a EE.UU. que lo acogiera bajo su alero.[70]
Noah también leyó Isaías 18. Profundizó un poco más en la exégesis al leerlo directamente en hebreo y descubrir que el profeta llamaba gomey a las naves. Esta palabra hebrea también podría significar «un ímpetu, una fuerza propulsora», una prueba más de que el profeta se refería al vapor. Pero en la interpretación de Noah, la fuerza de vapor sería estadounidense, no británica. «La tierra que se extiende más allá de los ríos de Etiopía es América» y los barcos «nuestros barcos a vapor», con la misión divina de asentar a los judíos en Palestina.[71] «El descubrimiento y la aplicación del vapor serán un gran colaborador en la promoción de este interesante experimento». Ha colocado a los judíos americanos «a pocos días de viaje de Jerusalén. Nuestro comercio mediterráneo y levantino, hasta ahora muy descuidado, resurgirá, y ofrecerá facilidades para llegar directamente a Palestina desde este país».[72] Volviendo a la opinión corriente de que en ese momento el lugar no presentaba actividades económicas, Noah anticipó que «los puertos del Mediterráneo se abrirán de nuevo al ajetreado zumbido del comercio; los campos volverán a dar fructífera cosecha».[73] Concebía un futuro en el que
todo el territorio que rodea Jerusalén, incluidos los pueblos de Hebrón, Safat, Tiro, también Beirut, Jaffa y otros puertos del Mediterráneo, estarán poblados por judíos emprendedores. Los valles del Jordán serán ocupados por agricultores del norte de Alemania, Polonia y Rusia. Los comerciantes ocuparán los puertos marítimos, y los lugares más prominentes dentro de las murallas de Jerusalén serán adquiridos por los ricos y piadosos de nuestros hermanos.
Algunas profecías sí se cumplen.
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¿Qué podemos concluir de todo esto? Aquí se nos presenta el primer momento de articulación: el momento que puso en marcha la globalización del vapor mediante su despliegue en la guerra fue a su vez el momento que concibió el proyecto sionista. Pero no se trata necesariamente de una sincronía perfecta. El sionismo todavía era sólo una idea incipiente. Ningún asentamiento judio apareció en Palestina a raíz de 1840; en sentido estricto, los Palmerston, Shaftesbury, Churchill, Gawler, Noah y los demás, fracasaron. Se adelantaron medio siglo a su tiempo. Pero cuando el movimiento sionista finalmente fue ensamblado, fue como una locomotora que podía colocarse sobre rieles ya trazados e instalados por el Imperio Británico a contar de 1840: las clases dominantes de la metrópoli ya habían ideado la lógica de su colonia satélite en Palestina, aunque tan sólo fuese su imagen mental. El sionismo no se materializó en 1840, como sí lo hizo el ejercicio de la violencia impulsada por el vapor. Podríamos concluir de ello que esta última tuvo una primacía causal en la historia. El sionismo existió primero a nivel de superestructura, sobre la base del imperio fósil.
No digo esto con la pretensión de hacer un descubrimiento revolucionario. Los amplios contornos de esta historia pueden encontrarse en la historiografía existente, incluido el trabajo reciente más comprometido y sostenido con el periodo, a saber, Tierras Prometidas: los británicos y el Oriente Próximo Otomano [‘Promised Lands: The British and the Ottoman Middle East’], de Jonathan Parry. Parry relata cómo los británicos se introdujeron en la región mediante el vapor. «A contar de la década de 1830», escribe, «la fuerza del vapor se perfiló como una valiosa herramienta para intimidar a los árabes y hacerles sentir el poderío británico».[74] Más allá del Levante, dos territorios árabes en particular fueron sometidos a dicho poderío: Yemen e Irak. En 1839, Adén fue ocupada y anexada como estación de aprovisionamiento de buques a vapor; a finales de la década de 1830, se realizaron varios experimentos de circuitos de comunicación a vapor a lo largo del curso del río Éufrates. Hacia 1841, tras quitar del camino a su principal obstáculo, «su supremacía naval regional era indiscutible». Parry añade recatadamente que «la cuestión de si acaso el vapor podría civilizar a los árabes era una pregunta para la posteridad».[75] Parry sigue la tradición de los escritores de historia británicos, moderados caballeros bebedores de té que se niegan a sacar implicaciones o a seguir líneas; también evade cautelosamente la economía política y reprime los cerros de evidencias acerca de la manera en que la dinámica de la acumulación de capital impulsó la expansión hacia Oriente Próximo, evidencias de las que aquí sólo he proporcionado una pequeña muestra. Pero el lector atento podrá sin duda discernir el arco narrativo.
«Una gran parte de lo que los británicos alguna vez pensaron acerca de Oriente Próximo ya se había pensado hacia 1854», afirma Parry.[76] Calibrando un poco esta aseveración podemos afirmar que una gran parte de las cosas que los británicos y los estadounidenses pensaron alguna vez sobre Palestina ya se había pensado hacia 1844. Y todo comenzó con una superioridad tecnológica extrema, la penetración en la región por medio de máquinas de vanguardia alimentadas por combustibles fósiles. Ese tipo de sometimiento se mantendría hasta nuestros días; lo que ocurrió en 1840 no fue una intrusión efímera, como las campañas de Napoleón. Los británicos no se desligaron de Oriente Próximo, sino que se adentraron cada vez más en él, hasta que, en la última década del siglo XIX, tras ocupar Egipto, su poderío aumentó lo suficiente como para dejar el del Imperio Otomano disminuido y poner así en marcha la colonización de Palestina. Lo único que hizo el Reino Unido fue compartir este poder con Estados Unidos y luego transferirlo. Pero como atestigua el bombardeo en curso de Yemen, los británicos siguen estando muy presentes.
Tal vez sean necesarias algunas palabras adicionales sobre la dialéctica entre mente y materia. En aquel momento de 1840 se dio una extraña espiral de realidad y fantasía: los británicos realmente redujeron una ciudad palestina a nada más que un amasijo de ruinas. Entonces empezaron a imaginar que toda Palestina era un paisaje ruinoso, desolado, desierto, despoblado; elaboraciones fantasiosas en el mejor de los casos, pero representaciones bastante adecuadas de cómo debe haber lucido Akka después del 3 de noviembre. Unas cuantas vueltas más en la espiral y el vaciado imaginario del territorio se convierte en precursor de lo real. «Tierra sin pueblo», rezaba la fórmula de la Nakba. Siempre pioneros, los británicos emprendieron una eliminación prefigurativa del pueblo palestino. En ese momento, curiosamente, los judíos todavía tenían una posición bastante simétrica a la de los palestinos: existían como personajes de la trama, pero exclusivamente en el reino de la imaginación. Los judíos reales no figuraban. Ellos no clamaban por abandonar sus hogares y asentarse en Palestina; más bien, al contrario, como incluso ha observado un erudito sionista, «los judíos británicos se oponían a “cualquier cosa que pudiera llegar a amenazar su estatus de ingleses ‘hechos y derechos’.» Los judíos ingleses sólo podían sentirse avergonzados ante la insinuación de que esperaban ansiosamente volver a Palestina».[77] El sionismo, antes de ser judío, fue imperial.
Pero, por supuesto, con el tiempo, judíos no ficticios serían reclutados para el proyecto sionista, y los palestinos no ficticios serían borrados de la existencia física en su propia tierra. Situado en este contexto historiográfico de larga duración, el genocidio de Gaza no parece tan accidental. En su informe a la ONU, Albanese es lo suficientemente valiente como para recurrir a la escuela de estudios coloniales para dar una explicación. Escribe: «Las acciones de Israel han sido impulsadas por una lógica genocida que forma parte integral de su proyecto colonial de asentamiento en Palestina, poniendo de manifiesto una tragedia anunciada». El exterminio genocida es el ápice del colonialismo de poblamiento, y en Palestina, a contar de 1948, «desplazar y borrar la presencia árabe indígena ha sido una parte inevitable de la formación de Israel como “Estado judío”».[78] Por supuesto, tiene razón. Pero el colonialismo de poblamiento en Palestina nunca se sostuvo por sí mismo y nunca podría haberlo hecho. Y la tragedia fue predicha mucho antes de Yosef Weitz[79] y los de su calaña. En sentido figurado, los palestinos fueron expulsados de Palestina ya 183 años antes de este genocidio; con algunas interrupciones y contratiempos, la materialización y la escalada del acto se puso en marcha a partir de entonces. Consideremos las palabras de Isaac Herzog, presidente de la ocupación, aducidas por Albanese como un ejemplo de intención genocida: en octubre y noviembre, afirmó que su entidad lucha en nombre de «todos los Estados civilizados… y los pueblos», contra «una barbarie que no tiene cabida en el mundo moderno»; que «arrancará de raíz el mal y será bueno para toda la región y el mundo».[80] Estas palabras podrían perfectamente haber sido puestas en su boca por los anglo-sionistas de 1840.
Podríamos parafrasear el lema de la escuela de estudios coloniales y afirmar que el apoyo imperial a la entidad sionista es una estructura, no un acontecimiento. Según procederé a argumentar brevemente, dicha estructura se fue fraguando gracias al poder excepcional concedido a aquellos que disponían de combustibles fósiles y ha seguido funcionando de esa manera, pero antes de lanzarme a ello, permítanme señalar una última cosa sobre 1840: el relato que he hecho aquí es incompleto y parcial. Lo más problemático es que se basa exclusivamente en fuentes inglesas. No leo árabe, por lo que no puedo decir si existe una historiografía árabe de 1840. Parry tampoco lee árabe, pero nos dice: «Existen muchos archivos no-anglosajones que parecieran no haber sido explorados a cabalidad por nadie».[81] Sean cuales sean las fuentes árabes de 1840 y alrededores, e independiente de lo que se diga acerca de este primer contacto con el poder del vapor y las nociones del sionismo, aún no han dejado huella en la literatura inglesa. Una investigación en profundidad sobre este momento debiese comenzar por indagar fuera de la metrópoli.
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Notas
[1] Francesca Albanese, ‘Informe de la Relatora Especial sobre la Situación de los Derechos Humanos en los Territorios Palestinos Ocupados desde 1967’, Naciones Unidas, 25 de marzo 2024, 1, 11.
[2] Plan Dalet citado en Ilan Pappe, La Limpieza Étnica de Palestina (Oxford: Oneworld, 2007), 82; ver, además, 64, 77–8, 88, 147.
[3] Cf. Ilan Pappe, La Limpieza Étnica de Palestina (Oxford: Oneworld, 2007).
[4] Liyana Badr, Un Balcón sobre el Fakihani (Nueva York: Interlink Books, 2002), 76, 81, 73.
[5] Por ejemplo, Thomas E. Lovejoy & Carlos Nobre, ‘Amazon Tipping Point: Last Chance for Action’, Science Advances (2019) 5: 1–2; Chris A. Boulton, Timothy M. Lenton & Niklas Boers, ‘Pronounced Loss of Amazon Rainforest Resilience since the Early 2000s’, Nature Climate Change (2022) 12: 271–8; James S. Albert, Ana C. Carnaval, Suzette G. A. Flantua et al., ‘Human Impacts Outpace Natural Processes in the Amazon’, Science (2023) 379: 1–10; Meghie Rodrigues, ‘The Amazon’s Record-Setting Drought: How Bad Will It Be?’, Nature (2023) 623: 675–6; y para consultar mayor documentación y discusión, ver Wim Carton & Andreas Malm, The Long Heat: Climate Politics When It’s Too Late (London: Verso, 2025).
[6] Palabra árabe para designar un cauce por donde corren ríos en temporadas de lluvia [N. del T.].
[7] Mukhayam es la palabra árabe para ‘campamento’, con la que se designan los campamentos de refugiados palestinos [N. del T.].
[8] Charles Napier, The Navy: Its Past and Present State (Londres: John & Daniel A. Darling, 1851), 48. Cabe señalar que una cantidad mínima de referencias – en su mayoría las fuentes de citas directas – se incluyen en lo que sigue.
[9] Se utiliza esta expresión para designar el gobierno del Imperio Otomano [N. del T.].
[10] F. S. Rodkey, ‘Colonel Campbell’s Report on Egypt in 1840, with Lord Palmerston’s Comments’, Cambridge Historical Journal (1929) 3: 112.
[11] Hansard, Cámara de los Comunes del Reino Unido, vol. 49, 6 de agosto de 1839, 1391–2.
[12] Citado en C. K. Webster, The Foreign Policy of Palmerston, 1830–41: Britain, the Liberal Movement and the Eastern Question (Londres: Bell, 1951), 629.
[13] Coronel Hodges citado en William Holt Yates, The Modern History and Condition of Egypt, vol. 1 (Londres: Smith, Elder and Co., 1843), 428 (énfasis del original).
[14] Archivo Broadlands: Lord Ponsonby citado en ‘Constantinople 22 March 1846: Secret Memorandum on the Syrian War of 1840–1841’, por el general Jochmus, MM/SY/1-3.
[15] David K. Brown, Before the Ironclad: Development of Ship Design, Propulsion and Armament in the Royal Navy, 1815–60 (Londres: Conway Maritime Press, 1990), 61.
[16] Carta de Charles Napier al Coronel Hodges, 23 de agosto de 1840, en Elers Napier, The Life and Correspondence of Admiral Sir Charles Napier, vol II. (Londres: Hurst and Blackett, 1862), 21 (énfasis del original).
[17] Según se relata en W. P. Hunter, Narrative of the Late Expedition to Syria, vol. I (Londres: Henry Colburn, 1842), 69–70.
[18] Citado en Letitia W. Ufford, The Pasha: How Mehemet Ali Defied the West, 1839–1841 (Jefferson: McFarland, 2007), 141.
[19] Nombres árabes correspondientes, en castellano, a las ciudades de Tripoli y de Tiro [N. del T.].
[20] Carta enviada el 25 de septiembre, incluída en Charles Napier, The War in Syria, vol. I (Londres: John W. Parker, 1842), 83, 124.
[21] Archivo Broadlands: Lord Palmerston a Lord Ponsonby, 5 de octubre de 1840, GC/PO/755-769.
[22] Nombre árabe correspondiente, en castellano, a la ciudad de Acre [N. del T.].
[23] The Mirror of Literature, Amusement, and Instruction, ‘Burford’s panorama’, 13 de febrero de 1841, 107 (énfasis del original).
[24] Napier, The War, 206.
[25] Robert Burford, Description of a View of the Bombardment of St. Jean D’Acre (Londres: Geo. Nichols, 1841), 8, 3.
[26] Capitán Henderson citado en Yates, The Modern History, 435.
[27] Elliot Papers: Lord Minto a Robert Stopford, 7 de octubre de 1840, ELL/216.
[28] Informe del coronel Charles F. Smith a Lord Palmerston en ‘Correspondence Relative to the Affairs of the Levant’, Parliamentary Papers, 1841, VIII, 56.
[29] Tait’s Edinburgh Magazine for 1841, ‘Registro político’, 1841, VIII, 65.
[30] Carta de Charles Napier a Eliza Napier, 13 de noviembre de 1840, incluida en Napier, The Life and Correspondence, 113.
[31] Napier, The War, 211.
[32] Elliot Papers: Robert Stopford a Lord Minto, 5 de noviembre de 1840, ELL/214. Stopford fue el comandante en jefe durante la batalla de Akka.
[33] Recuento del Sr. Hunt en W. P. Hunter, Narrative of the Late Expedition to Syria, vol. I (Londres: Henry Colburn, 1842), 310.
[34] Yaacov Kahanov, Eliezer Stern, Deborah Cvikel & Yoav Me-Bar, ‘Between Shoal and Wall: The Naval Bombardment of Akko, 1840’, The Mariner’s Mirror (2014) 100: 160.
[35] Carta de H. J. Codrington a E. Codrington, 4 de noviembre de 1840, en Selections from the Letters (Private and Professional) of Sir Henry Codrington (Londres: Spottiswoode & Co, 1880), 162.
[36] Archivo Broadlands: Lord Palmerston a Lord Ponsonby, 14 de noviembre de 1840, GC/PO/755-769.
[37] Yates, The Modern History, 474.
[38] Carta del General Jochmus a Lord Ponsonby, 17 de enero de 1841, en August von Jochmus’ Gesammelte Schriften, Erster Band: The Syrian War and the Decline of the Ottoman Empire, 1840–1848 (Berlín: Albert Cohn, 1883), 84 (cf. 178).
[39] Tait’s, ‘Political register’, 65.
[40] Manchester Guardian, ’Iron War Steamers’, 14 de abril de 1841.
[41] The Observer, ‘The Recent Victories’, 28 de noviembre de 1842.
[42] John Bowring, Report on Egypt and Candia, Addressed to the Right Hon. Lord Viscount Palmerston (Londres: W. Clowes and Sons, 1840), 147.
[43] A. A. Paton, A History of the Egyptian Revolution, vol. II (Londres: Trübner & Co., 1863), 239.
[44] Archivo Broadlands: Lord Palmerston a Lord Ponsonby, 25 de noviembre de 1840, GC/PO/755-769.
[45] Archivo Broadlands: Lord Ashley (después Conde de Shaftesbury) a Lord Palmerston, 19 de abril de 1836, GC/SH/2-22. Las posibilidades comerciales de Palestina también fueron señaladas en otro informe más detallado enviado a Lord Palmerston: John Bowring, Report on the Commercial Statistics of Syria, addressed to the Right Hon. Lord Viscount Palmerston (Londres: William Clowes and Sons, 1840), e. g. 14–19, 30.
[46] Citado en Eitan Bar-Yosef, ‘Christian Zionism and Victorian Culture’, Israel Studies (2003) 8: 28.
[47] Lady Palmerston el 3 de diciembre de 1841, en Tresham Lever, The Letters of Lady Palmerston (Londre: John Murray, 1957), 243–4 (énfasis del original).
[48] Archivo Broadlands: Lord Palmerston a Lord Auckland, 22 de enero de 1841, GC/AU/63/1.
[49] Citado en, p. ej., Regina Sharif, ‘Christians for Zion, 1600–1919’, Journal of Palestine Studies (1976) 5: 130; Herbert A. Yoskowitz, ‘British Zionistic Writings Revisited’, European Judaism (1979) 13: 45; Shlomo Sand, The Invention of the Land of Israel: From Holy Land to Homeland (Londres: Verso, 2012), 153.
[50] Las primeras dos cartas citadas en Sharif, ‘Christians for Zion’, 130; Bar-Yosef, ‘Christian Zionism’, 29; la tercera: Archivo Broadlands: Lord Palmerston a Lord Ponsonby, 4 de diciembrer 1840, GC/PO/755-769.
[51] The Times, 17 de agosto de 1840.
[52] Morning Herald, ‘Syria’, 3 de mayo de 1841.
[53] Citado en Sharif, ‘Christians for Zion’, 132.
[54] Coronel Churchill a Sir Moses Montefiore, 14 de junio de 1841, en Lucien Wolf, Notes on the Diplomatic History of the Jewish Question, with Texts of Treaty Stipulations and other Official Documents (Londres: Spottiswoode, Ballantyne & Co., 1919), 119–21 (énfasis del original).
[55] Citado en The Voice of Israel, ‘The Tranquilization of Syria and the East’, 1 de septiembre de 1845, 168 (énfasis e itálicas del original ).
[56] Citado en Albert M. Hyamson, ‘British Projects for the Restoration of Jews to Palestine’, Publications of the American Jewish Historical Society (1918) 26: 143.
[57] Citado en Sharif, ‘Christians for Zion’, 131.
[58] Alexander Keith, The Land of Israel, according to the Covenant with Abraham, with Isaac, and with Jacob (Edimburgo: William Whyte & Co., 1843), 34, 382, 366.
[59] Ibid., 382 (énfasis del original).
[60] Citado en Bar-Yosef, ‘Christian Zionism’, 29.
[61] The Morning Post, ‘The Jews’, 30 January 1841.
[62] Anon., ‘The Kings of the East’: An Exposition of the Prophecies Determining, from Scripture and from History, the Power for Whom the Mystical Euphrates Is Being ‘Dried Up’; with an Explanation of Certain Other Prophecies Concerning the Restoration of Israel (Londres: R. B. Seeley y W. Burnside, 1842), 277; sobre el vapor como un pilar de poder, ver 48–50.
[63] Ibid., 209, 211 (recabado desde The Times).
[64] Ibid., 212.
[65] Traducimos directamente desde el inglés para conservar la coherencia del texto. El mismo fragmento de la Biblia es traducido, en la versión de Reina-Valera (equivalente hispano del King James), de la manera siguiente: “¡Ay de la tierra que hace sombra con las alas, que está tras los ríos de Etiopía; que envía mensajeros por el mar, y en naves de junco sobre las aguas! Andad, mensajeros veloces, a la nación de elevada estatura y tez brillante, al pueblo temible desde su principio y después, gente fuerte y conquistadora, cuya tierra es surcada por ríos.” [N. del T.]
[66] Ibid., 204–6.
[67] Ibid., 212 (itálicas del original).
[68] The Western Messenger, ‘Restoration of the Jews to Palestine’, octubre de 1840, 264, 266.
[69] Sobre este estatuto de Noah, ver Louis Ruchames, ‘Mordecai Manuel Noah and Early American Zionism’, American Jewish Historical Quarterly (1975) 64: 195–223. Coincidencia o no, Noah también estuvo ‘entre los más férreos opositores a la abolición de la esclavitud, sacando provecho de su posición como editor del New York Evening Star para caracterizar a la población afromamericana como mentalmente inferiores a los blancos, para apoyar el así-llamado mandato mordaza que impedía que el Senado pusiera en cuestión la esclavitud, e incluso argumentar a favor de la necesidad de tomar medidas para “que la publicación de literatura abolicionista un crimen penado por la ley.” Joseph Phelan, ‘”How Came They Here?”: Longfellow’s “The Jewish Cemetary at Newport”, Slavery, and Proto-Zionism’, EHL (2020) 87: 141.
[70] M. M. Noah, Discourse on the Restoration of the Jews (Nueva York: Harper & Brothers, 1845), 10, 35–6.
[71] Ibid., 47–8.
[72] Ibid., 39.
[73] Ibid., 35.
[74] Jonathan Parry, Promised Lands: The British and the Ottoman Middle East (Princeton: Princeton University Press, 2022), 376.
[75] Ibid., 143.
[76] Ibid., 15.
[77] Yoskowitz, ‘British Zionistic’, 45.
[78] Albanese, ‘Informe de la Enviada Especial, 2.
[79] Yosef Weitz (1890-1972) fue, en tanto dirigente del Fondo Nacional Judío, uno de los principales arquitectos de la colonización sionista y la limpieza étnica de Palestina, poniendo en marcha, desde el año 1949, un vasto programa de reforestación destinado a borrar la memoria de los pueblos palestinos destruidos durante la Nakba. [Nota de los Editores]
[80] Citado en ibid., 14.
[81] Parry, 13.
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