La estudiante parisina
La estudiante parisina
Ojos celestes que desafiaban el azul del cielo.
Labios carmesí que entonaban con el ruiseñor de la noche.
Alma cristalina como el agua del arroyo.
Manos de miel que jugaban con las mariposas del sol.
Cabellos negros que arrullaban la mágica noche.
Mirada nostálgica que se perdía en los tiempos de mayo.
Cuerpo de ninfa que se posaba en el lienzo del pintor.
Corazón que acariciaba mis lágrimas en otoño.
Melodía del viento que contemplaba las verdes montañas.
Vientre sencillo que guarda trozos de mi vida.
Sangre que pintaba mis pálidas mejillas,
Sueños de alondra que traían primavera a mi taciturna ventana.
Días de estrellas que jugaban con mi firmamento.
Libro que se cerró sin las páginas de mi vida.
Canción del medio día que borraba mis pesadillas.
Girasol que alumbro la neblina de mis ojos.
Arcoíris que trajo sueños a mí compungido corazón.
Milagro que arropó la fragilidad de mis manos.
Mar que llenó de paz mis turbios pensamientos.
Fuego que derritió el hielo de mi puerta.
Regazo en el que jugaba mi luna de abril.
Néctar que sació mis labios en verano.
Danza que puso dirección a mis piernas.
Camelia que adornó mi triste jardín.
Sirena que remaba en la arena de mis silencios.
Aroma de jazmín que endulzaba la afligida noche.
Libertad que traía los recuerdos de mamá.
Guitarra que rozaba los miedos de mis nubes.
Rayo de luz que traía mi infancia en las violetas.
Borrador de guerras e imperios del ayer.
Congelado corazón mío en noches de septiembre.
La estudiante parisina, se ha ido.
El maestro, se ha ido
Corría el año 2012, cuando el maestro cerró sus ojos al mundo. Aquel enero sombrío y taciturno, mis lágrimas habían inundado el lecho en el que yacía mi amado maestro. El cáncer había hecho estragos en su fascinante vida, y que se llevaba una parte de la mía que no volví a coger al diario celeste, que me regaló cuando me gradué del colegio. Y mucho menos, quería saber algo de mis amigos los libros con los que descubrí el África, los tangos, las estaciones de Tokio, los vinos chilenos, las calles de Praga, Lisboa, y tantos otros lugares, que tiempo después, pude descubrir de otra manera.
Esa noche escuché la canción de la princesa de Serrat, que era una de las favoritas del maestro, que solía cantarme cuando le hablaba de los chicos. Y como una fuerza que me atrajera, pienso que era el maestro que se había escapado de Saturno cuando Dante estaba hablando con John Milton, y me sentó frente al escritorio como cuando era una estudiante de colegio. Terminé escribiendo nuevamente en el diario celeste, y creo que esta vez lo hacía mejor que las veces anteriores. Lo sé, porque el viento con el que acarició mi rostro el maestro lo decía.
Comprendí que el maestro no regresaría. Pero todo lo que me apasiona y me hace sentir viva, lleva su sello.
Portada: Pintura de Henri Matisse