Ilustración: "En el año 2000", por Jean-Marc Côté
La feliz paradoja
Cuando la teletransportación se transformó en una realidad, la extraordinaria posibilidad recibió opiniones encontradas. No se criticó en sí al dispositivo que la hacía accesible, sino a la necesidad de su existencia: ¿hacía falta?
La población de la tercera edad gritó que sí, con lágrimas. Ahora solo tenían que pararse lo más erguidos que las espaldas les permitieran, presionar un botón y listo, podían abrazar- tal vez por última vez- a aquellos seres queridos que habían migrado para una mejor vida.
Los más jóvenes sonrieron y festejaron a la forma más vívida de hacerle scroll a nuevos lugares, situaciones y personas.
Los de mediana edad, por su parte, alzaron la bandera del “No” con fuerza unánime e inusitada. Para ellos, solo les trajo más problemas a los que ya tenían.
Listo a continuación algunos de sus tempranos argumentos:
– Se anuló el concepto de llegar tarde por el tráfico, la familia y cuanta excusa, real o inventada, alguna vez se pergeñó. A partir de la teletransportación, todo se volvió algo agendado, acordado y ejecutado prolijamente.
– Desapareció el disfrute del viaje (lectura, charla, juego en el celular) y el concepto mismo de viaje, pues esos segundos de sonido chirriante no podían ser considerados como una travesía.
– Se perdió el valor tanto del reencuentro como del desencuentro.
Por supuesto, estas fueron las frescas opiniones de las primeras semanas. Con el paso de los meses, mientras la mitad de la población se trasladaba feliz a donde se le daba la gana, la otra ya avizoraba nada más y nada menos que el fin cercanísimo de la humanidad.
Lejos no estuvieron. Parecieron derrumbarse miles de estructuras y conceptos. Adiós a las aduanas, las fronteras y los límites en casi todos los sentidos.
Los acalorados debates mundiales no pararon de fluir rápidamente entre lo doméstico, lo económico y lo filosófico. El hilo discursivo se teletransportó, justamente, de forma permanente; lo que demostró la revolución histórica cabal que se estaba produciendo en la historia de la humanidad.
Cómo establecer un control fue la primera gran pregunta. La respuesta más administrativa y más sensata fue que era mejor no controlar nada, pero no pasaron muchos años hasta que se le encontró la vuelta en forma de acuerdos internacionales.
Qué nos pasaría como civilización fue el siguiente interrogante. La mitad feliz se redujo a un cuarto. Una nueva corriente del pensamiento promulgó el fin de la nostalgia y la melancolía, lo cual sonaba devastador.
Aseguraron que la sensibilidad se acabaría. Adiós a las lágrimas, al romanticismo y al arte. Cito palabras de Juana Verdi, una de las primeras intelectuales antitelestransportación:
“No nos va quedando nada de qué lamentarnos, y eso podría ser lo más lamentable para nuestra condición. El único dolor y obstáculo invencible es y será la muerte, pero no dudo de que algún día inventarán algún dispositivo para acabar también con ese lujo”.
No obstante, pasó medio siglo y no solo no sabemos cómo regresar del viaje a la muerte, sino que seguimos llorando y, por ende, haciendo arte.
Es innegable que la accesibilidad al traslado inmediato y la eliminación de toda imposibilidad de estar en cualquier parte del mundo, acarreó, a la par que las numerosas y emocionantes ventajas, consecuencias negativas impensadas.
Sabemos ya a esta altura que muchas sorpresas se acabaron y que muchas expectativas se derrumbaron. Conocimos a la gente como nunca antes, con todo lo que ello implica: perdimos las ventajas de la distancia, arruinamos nuestras idealizaciones y la ausencia de tiempo/espacio intermediario permitió conocer lados oscuros insostenibles.
Del optimismo festivo, cosmopolita y aventurero de los primeros años de las teletransportaciones (¿se acuerdan del slogan juvenil “Nacionalidad: ciudadano del mundo”); pasamos a la decepción. Pero ese estado siempre implica creación.
¡La angustia es esperanzadora, señores! mientras intentábamos entender los cambios y nos arrepentíamos de nuestros impulsos viajeros, seguimos expresándonos y eso nos permitió seguir sobreviviendo como sociedad.
Repetimos, una vez más, la secuencia posterior a todo invento: nos conectamos de forma inédita y excesiva, nos desconectamos temorosos y nos volvimos a vincular, pero en el rechazo y la pena.
Me es imposible, entonces, coincidir con Verdi. No me refiero solo a lo que, claramente, no sucedió, sino a los que nos depara como humanidad: no perderemos nunca la capacidad de lamentarnos y, por ende, la nostalgia.
Avanzar cronológicamente como civilización implica fines, comienzos y cambios; y ello acarreará siempre una lógica infelicidad.
Nos quedan muy pocas cosas ya por inventar, y tal vez efectivamente descubran la forma de sortear a la muerte; pero, aun ante semejante transformación, encontraremos algún tipo de insatisfacción. Probablemente, sintamos melancolía de la época en que llorábamos a los muertos. Y lloraremos por eso.
Nunca quedaremos satisfechos con nada y, no se enojen, eso me alegra, pues seguiremos reafirmando nuestra creativa humanidad.
Entonces, a 50 años de la primera teletransportación, no me queda más que celebrar lo mucho que extraño extrañar. Vaya paradoja.