La gran duquesa
Soy un hombre racional. Reconozco que dos y dos son cuatro, y si alguien viniera a demostrarme que en realidad son cinco, de entender su explicación, lo aceptaría. Sé que Anastasia Nikolayevna Románova murió con 19 años a manos de los bolcheviques, y entiendo que pensar lo contrario, o sea, que la pequeña princesa siga con vida luego de un siglo sería propio de un loco. Por estas razones —y a pesar de mi edad y estar clínicamente diagnosticado— me considero un hombre sano y racional.
La mención al destino de la hija mayor del último zar no es ni casual ni por arrogancia de historiador: mis conocimientos sobre la historia rusa propiciaron mi injusta internación en este lugar.
Y es que, aunque me manejo bien en la historia europea del siglo XX, mi interés por ese gran país que hoy se extiende sobre Eurasia, y en particular por el periodo en el que reinaron los Romanov, se debió enteramente a Anastasia. Su triste y breve persecución por los bolcheviques, el haber perdido la vida a tan corta edad, su imagen noble, casi angelical, me cautivaron. Devoré todos los libros a mi alcance que tuvieran por tema o que nombraran fugazmente a Anastasia. Y eso cuando ni siquiera había recibido la licenciatura aún.
Pero me estoy perdiendo en recuerdos. Media vida investigando por placer acerca de Anastasia no me traería al lugar en donde estoy, pero es debido a estos conocimientos, y el estar en el lugar adecuado, que hallé mi perdición.
Como iba diciendo, sé que la pequeña princesa murió, todas las teorías acerca de un posible escape o destierro son un chiste — y uno de muy mal gusto—. Pueden decir lo que quieran acerca de mi condición, lo mismo antes como después del incidente, pero yo sé que no estoy loco, estoy tratándome ahora y también lo estaba por entonces.
Lo que vi aquel día ocurrió, por lo que no pude evitar sentirme indignado cuando le conté a Don Eduardo, colega de la universidad, de que vi a la gran duquesa paseando por el barrio Lastarria. En vez de pedirme que me explicara o que le contase más detalles, me preguntó si seguía tomando mis medicamentos. Le respondí con que sería un imbécil si creyera que Anastasia seguiría viéndose de veinte tras un siglo. Es un hecho que ella murió a los 19 años, pero lo que sí era razonable, y plausible, es que la gran duquesa hubiera reencarnado varias veces, y que de alguna forma, su alma estuviera ahora en el cuerpo de una chica en Chile. ¿Quién puede negarme que si la idea de la reencarnación es verdadera, creer a partir de ella que los rasgos físicos se mantienen no tiene sentido?
¿Y qué me llevó a Lastarria esa mañana? No es un barrio por el que camine a menudo, muy de vez en cuando paso a una librería o a tomar un café, pero, ¿ir por el solo hecho de ir? No, señor. Lo que pasó me sigue dando vueltas y no lo entiendo del todo: desperté ese día con un cosquilleo en mis piernas, no uno agradable, o siquiera la sensación de tener el miembro dormido, no, era un cosquilleo terrible, que me pedía a gritos que lo suavizará caminando sobre clavos, o corriendo en un campo de rosas silvestres. Pero al no tener ninguna de esas alternativas a mi alcance, me levanté sin desayunar ni ducharme, y caminé y caminé por varias horas en el centro de Santiago. Así terminé en Lastarria. Allí, en cuanto pasé cerca del Centro Cultural, el cosquilleo desapareció, ¿no llega a ser curioso? Como si quien escribe mi historia, quien sostiene la hebra de mi vida, me hubiera provocado ese cosquilleo para que cumpliera con estar presente ese día, a esa hora, en aquel barrio.
Me paré en seco cuando, en la vereda de al frente, vi a la gran duquesa salir de un café. ¿Cómo la reconocí? No por la ropa, claro. Sería ilógico pensar que ella seguiría vistiendo aquellos grandes vestidos de la realeza de hacia un siglo. Todo en su aspecto era primavera: el vestidito corto y amarillo, el fresco sombrero blanco que cubría sus claros cabellos castaños. También estaba en ella su actitud en el andar; dice de ella el historiador francés Marcel Frime en su libro La famille du tsar (1997):
“Regalaba una sonrisa amable a todo sirviente con el que se topaba en el castillo, varios de ellos le tenían gran estima, a pesar de odiar a otros miembros de la familia. Olga Mordiukova, una de las cocineras de la familia imperial, cuenta como el ruido de sus pasos era reconocible aun si andaba a tres habitaciones de distancia. Al caminar, daba saltitos infantiles, más propios de una niña que de una miembro de la realeza educada desde la cuna”.
Puede que algunos de ustedes aún duden de que se tratase del mismo personaje, pero, aunque ya deben suponerlo, no hubo ni hay semana, en la que no vea una foto suya. La busco en internet siempre que me dan acceso; antes tenía libros de fotografías inéditas de todos los Romanov; pedí a un artista que realizase un retrato suyo —me es una lástima no saber qué ocurrió con él luego de mi internación—. Puedo asegurarles que la reconocería donde sea, en el siglo que sea, y como sea que vaya vestida.
Y como si yo fuera un retrato, absorto me quedé ahí en la vereda, sin poder mover más que mis ojos, con los que la vi desaparecer en la esquina.
A partir de ese día no saben cuántas veces volví a pasearme por Lastarria. Llegué a un acuerdo con un médico para que me diera licencia por unas semanas, y, como si fuera un trabajo, comencé a pararme afuera de ese café desde las nueve de la mañana hasta bien entrada la noche.
Pero no la volví a ver. Días y semanas pasaron así, sin verla, sin confundirla con nadie —pues la gran duquesa Anastasia me es inconfundible—.
Solía llevar conmigo una pequeña libreta azul y una pluma metálica bien afilada en la que escribía apuntes y demás ideas que se me ocurrían camino a dar una clase; desde aquella ocasión, se transformó en mi bitácora, donde casi todas las entradas eran iguales: hoy no la he visto. El dolor que sufría mi espíritu cada vez que me iba de esa calle… que mi cuerpo se pusiera en marcha era un martirio, clavada estaba mi alma en esa fracción de cemento donde la vi por primera vez, el dar un solo paso fuera de ese metro cuadrado sagrado significaba arrancarla de ahí. Bien quería que se repitiera el acontecimiento, verla aunque sea una vez más, pero mi espíritu ya se hacía la idea de que la aparición de la gran duquesa había sido un hecho único, y que vano era esperar su repetición.
De todas formas, seguí yendo a Lastarria sin falta. Colegas de la universidad preguntaban por mí, mi estado y en qué estaba metido que no hablaba con nadie, si tuve un retroceso… No le respondí a ninguno.
Pasó todo un mes hasta que la volví a ver. Iba entonces con el mismo sombrero blanco y un vestidito rosa, pero además, y fue lo que me sorprendió, era acompañada de alguien: un hombre grande, grande como solo los hay en las montañas y en países fríos y sin sol; barbudo y de pelo largo, grasiento, como lo tiene la gente de poca higiene; estábamos en primavera, y aun así vestía una gabardina azul marino.
La aparición de aquel tipo no me dio una buena impresión. ¿Podría tratarse de…? Su aspecto extravagante y su gran estatura, sus movimientos cortos e hipnotizantes, me lo negué mil veces, pero un solo nombre se repitió en mi cabeza: Rasputín.
Los seguí. No sé por cuáles calles caminamos ni cuánto tiempo fue: quince minutos, media hora quizá. Y a pesar de que la arquitectura de los barrios no variaba en nada, lo eterno del viaje y lo desconocido del destino excitó a tal punto a mi mente que llegué a sentir que me marchaba de todo lo familiar y seguro, de la ciudad y del país, y de que poco a poco me acercaba a mi fin, como un desterrado a Siberia.
El barbudo abrió la reja de una casa amarilla pareada a otras y, sin cerrarla con llave, entraron.
¿Qué harás ahora? ¿Llamar a la puerta? No sabía muy bien cómo procesar todo aquello, y mucho menos cómo seguir. Escribí en la bitácora: hoy liberé a Anastasia Nikolayevna Romanova, y entré al patio.
Cerré la reja metiendo todo el ruido posible para llamar la atención de los habitantes y me fui hacía un lado, agachado tras unas sillas de terraza, para que no pudieran verme desde el interior. Esperé hasta que salió el barbudo, y al verlo tan de cerca la sospecha se transformó en un hecho: esa gabardina aún en primavera, la barba roñosa, el pelo grasiento y unas ojeras moradas. Frente a mi tenía al monje loco, Grigori Rasputín, perdición de la familia Romanov.
Cómo y por qué, mil veces por qué, por qué estaba él ahí, qué depravado plan maquinaba con la gran duquesa… El cosquilleo se manifestó de inmediato y con mayor intensidad. Me quedo corto describiendo la sensación con una palabra tan suave: fue una combustión espontánea, una llamarada que se apoderó de mis brazos y piernas, y que inflamó cada fibra y pelo grisáceo en ellos.
Y en llamas, supe que iba a hacer algo irreversible.
Al estar oculto no me vio de inmediato, pero, si no me vio de reojo, seguro que presintió mis intenciones en el ambiente. Atinó a voltearse cuando arremetí contra él, y por poco me esquiva. Será muy alto, ruso y loco, pero el ardor en mis miembros me dio la fuerza para derribarlo. Sabía eso sí que en cualquier enfrentamiento posterior me ganaría, por lo que salté sobre su cuerpo y entré a la casa. En la cocina, soltando un grito al ver mi figura —¿notaría el fuego sobre mi cuerpo?—, estaba Anastasia.
—Lo sé todo, no se preocupe. Conmigo estará a salvo —le dije, o puede que lo haya gritado.
—¡Gaspar!
Llamaba al monje. ¿Tendrá remedio? No, no, no, no, ¡no! ¿Por qué? Rasputín, igual que hacía un siglo hizo con toda la familia, la había hechizado. Cautiva por una supuesta voluntad que no era otra cosa sino hipnosis o brujería, la pequeña princesa tendría el mismo fin que tuvo hacía un siglo atrás. Escuché los pesados pasos del monje. Corrí hacía Anastasia, saqué la pluma de mi bolsillo y se la clavé en la garganta—insertándola hasta que mi puño topó con la suave piel de ese fino cuello pálido—. Vi el metal teñirse de rojo, y sentí el tibio liquido deslizarse sobre mi mano. Rasputín gritó al entrar:
—¡Imbécil! ¡¿Qué mierda hiciste?!
Iba a lanzarse sobre mí, pero le tiré una taza que tenía a mano. Eso lo desorientó lo suficiente para llevar un contraataque: con las pocas fuerzas que me quedaban, me abalancé sobre él, clavándole la pluma repetidas veces en el torso.
De ahí, recuerdo el ruido de los vecinos y paseantes llegando a la reja. Ya lo hiciste, nadie te creerá, eres un héroe y te trataran como un loco, pensé.
Le dejé la pluma clavada en una costilla y salí al patio. ¿Qué pinta llevas? La de un maniaco salido de una película.
Frente a mí se amontonaron los curiosos, los más valientes abrieron la reja y me detuvieron, cuando cualquier movimiento me fue imposible los restantes entraron al patio. Y entonces comenzaron los golpes, manotazos, patadas y escupos que cayeron sobre mi cabeza. El linchamiento apagó el fuego de mi cuerpo, o puede que el dolor de tanto golpe fuera mayor y opacara lo que ardía en mí.
¿Y a quién tienes en frente? En lo que mi vista se iba nublando vi: el azul marino de la gabardina, el grisáceo de la barba, la brillantez de la grasa en el pelo, ojos negros como el abismo. Pero ni una pizca de rojo en todo el cuerpo que indicara sangre. Rasputín sobrevivió, y antes de que todo se volviera oscuro, en un segundo de lucidez visual, creí ver en su rostro una expresión de disgusto, no de una tremenda rabia o de una pena enorme, sino simple decepción de quien ve sus planes retrasados. Debí clavarle la pluma directamente en el corazón, pensé, el monje loco había sobrevivido a mucho más que eso en el pasado.