La Huachita - Carcaj.cl
27 de septiembre 2010

La Huachita

Cuento de José Miguel Varas. Del libro del mismo nombre, ganador del Premio Altazor 2010 en su categoría. Ahora en Carcaj presentamos una muestra de esa prosa consistente a la que nos tiene acostumbrados este escritor inclaudicable, trabajando con la memoria, la identidad, en definitiva, con la revisión de las vidas de los seres que no aparecen en la Historia.

 

LA HUACHITA

Para mi sobrina Xiomara en Copiapó

Caminando un día, como todos los días, por estas calles tierrosas de Calama, me topo con algo que parece un animalito muerto. Es un sector apartado, una especie de peladero adonde llegan los mineros a botar esos mansos autos yanquis que los enloquecen cuando se echan a perder, cuando pasan de moda o, a lo mejor, cuando se les acaba la bencina. Entremedio de esos armatostes de lata tapizados de tierra veo en el suelo, al lado de un cierre de concreto, un cuerpecito oscuro, ¿un gato o un perrito muerto?, acurrucado en posición fetal, con las patas encima de la cabeza, tapando los ojos y las orejas, la postura del que no quiere saber, ver ni oír más de este mundo. Me agacho, lo recojo y veo que es una perrita mora, muy fina ella, con su cabecita triangular y a los dos lados unos ojos enormes, cerrados. Vive, está tibia, el corazón le late, los ojos le palpitan detrás de los párpados, como si quisiera abrirlos y no se atreviera. La acurruco contra el pecho y deja escapar un quejido muy débil. Me doy cuenta de que está maltratada, sangra de un desgarrón de la oreja derecha. Levanto la vista y veo que estoy a pocos pasos de la casa de la tía Aurelia. No podía tener mejor destino. Es como para creer que alguien dirige las cosas que deben pasar. A veces lo creo. Raras veces.

Para que nos vayamos conociendo: mi nombre es Benito Huanca Lama. Me desempeño como veterinario en jefe del área sur de esta ciudad. Suena bien, ¿no cierto? Yo mismo me inventé ese título. La verdad es que no soy médico de animales, soy paramédico paragente, egresado del INACAP pero, desde que me jubilé y me vine a vivir a Calama, como era mi destino, le hago de veterinario, con mucho estudio y cariño pero sin título de la especialidad. Hoy por hoy más me interesan los animales que los humanos: menos ingratitud. Jubilé con 25 años de servicio en el Hospital Roy Glover de Chuquicamata, hospital modelo en su tiempo, el más moderno de Sudamérica, como les gustaba decir. Ahora está sepultado debajo de mil toneladas de material y la caravana de los malditos camiones sigue echando más tierra y más tierra hora por hora y así crece y crece el cerro que ya cubre toda la ciudad condenada donde me casé y tuve mis tres hijos y donde dejé sepultados a mi padre y a mi negra, ahora doblemente sepultados. Mi papá era ariqueño, mi mamá de Mamiña y yo, que nací en Iquique, tenía fatalmente que venir a dar acá, porque así mis apellidos lo señalan: Huanca Lama. O sea, como si dijéramos, Huan Calama.

Disculpar la variación. No difareo, eso creo, pero se me divagan los pavos, son cosas. Bueno pues, entonces voy y toco la campanita a la puerta de la tía Aurelia, así le dicen todos y hasta yo le digo tía, aunque no viene al caso. Llega como siempre caminando apuradita pero con cuidado porque en la mano trae el vaso de agua fresca que me va a ofertar; es que me reconoce por el toquido y ella bien sabe lo que al cristiano le apetece a esta hora, las once más o menos, con este bruto sol calamitoso de Calama, pero yo le digo: deje el vaso por ahí porque le traigo una perrita huacha encontrada en la calle. Huachita, dice con su voz de azúcar, alargando la i: Huachiiita y es como si la bautizara, pero pase, pase por aquí. Me lleva a la pieza chica que yo llamo el consultorio, al lado del patio de la higuera, y me pongo a examinar a la pequeña. La tía Aurelia mira, se tapa la boca y de lástima sacude su cabeza de oveja con esa masa de canas que parece lana. Ella es una señora boliviana, muy morena, con anteojos, como una oveja. Es de veras que lo digo. Aunque, ¿cuándo se ha visto oveja con anteojos? No sé, bah, me, cuestiones que a uno se le escurren: sin los anteojos no parecería tan oveja como con.

Ella ama a los perritos y recibe a muchos de pensionistas. Aquí no faltan, por algo dicen que ésta es la ciudad de las tres

P: putas, pacos y perros. La casa es sólida y tiene mucho terreno con árboles. ¿Árboles en Calama? Sí, señor. Lo que pasa es que tiene un pozo muy noble, de 75 metros o más de hondura, que le da agua pura y fresca desde hace bien sus treinta años. Herencia que le dejó el difunto marido: el pozo y la casa. Ese hombre le tuvo negocios mineros, camiones, propiedades varias y una botillería que daba más que la mejor mina de oro, decía él. Ya viuda, la tía Aurelia la vendió porque le causaba demasiados dolores de cabeza. Las dos hijas enviudaron de golpe el mismo día. Adivine qué día sería. Sí, pues, ese día que más viudas y huérfanos le ha dado a Chile. En fin, ellas se fueron a vivir a Quilpué con sus niños. Ahora ya han de ser pailones.

Examino a la perrita en la mesita enlozada que tengo para mi trabajo en el consultorio y le voy mostrando paso a paso a la doña todo el daño que le hicieron, vamos contando hematomas, costurones, señales de golpes con palo y de quemaduras de cigarro. ¡Puta madre! Al que hizo todo eso habría que matarlo a pausa. Mire, mire, le muestro la pata trasera izquierda con una fractura mal soldada, formando casi un ángulo recto del codo para abajo, seguro que fue un pisotón de bestia, ha de serle muy difícil caminar. Lo primero que hago es curarle el desgarrón de la oreja, se queja y se revuelve cuando lavo y desinfecto la herida. Después le pongo un vendaje muy apretado para acomodar las dos costillas rotas, seguramente de una patada. Mientras la examino, gruñe, aúlla, se retuerce, dos veces me muerde una mano con esos dientecitos de agujas que tiene y está todo el tiempo vibrando, titilando, es un motorcito eléctrico. Esos ojos que tiene me miran con rabia, son redondos y negros como uvas negras, como bolitas de cristal negro, le sobresalen para los lados de la cabeza y a lo mejor me miran también con la tonta esperanza, la que nunca muere. La dopo con una inyección y hágase el silencio. Duerme tranquila, niña inocente. Levanto con una mano ese cuerpito blando y tibio, que apenas pesa y cabe casi todo en mi mano, y se lo entrego a la tía Aurelia.

Es un milagro que esté viva, le digo a la doña, pero va a vivir. Le quedan energías y ganas. ¿Vio cómo me mordió? Cuídela mucho. Dele de a poco lechecita tibia un poco aguada, porque de seguro hace tiempo que no come nada. No trate de hacerla comer muy rápido, se nos puede arrebatar. Hay que ir a pasitos. Bueno, usted sabe mejor que yo. Lo primero es que llegue a convencerse que aquí nadie le va a pegar. Eso es lo más difícil porque va en contra de su propia experiencia. ¡Esos ojos que tiene! Son enormes, igual que los ojos de la jirafa, el animal que tiene los ojos más lindos del mundo.

La tía me dice que sí pues, va a hacer todo lo que le digo pues. Como siempre pues. Y ya está acomodándole una camita en una caja de zapatos, con vellones y un trapo verde como sábana. Voy a hacer que duerma al lado de mi cama hasta que esté más alentadita. No sabe, don Benito, cuánto le agradezco. ¿Qué? Pues que me la haya traído. Tan terrible como la han tratado, ¿cómo en el mundo puede haber gente tan mala?, tal vez el dueño se pasaría bebidito, no sabía, pues, lo que hacía; con el vino a algunos les brota lo más malo del alma. Me pongo serio: por favor doña Aurelia, no sea tan demasiado franciscana, el que trató así a esta Huachita sabía muy bien lo que hacía, ése era malo de adentro, no empiece a perdonármelo, que sea curado no es disculpa, yo antes me curaba hasta las patas para las Fiestas Patrias y el Año Nuevo y no por eso, pus. Ni curado se me ocurrió jamás pegarle a un animal o a un niño. Ella sacude la cabeza, con la mano en la cara afligida. Me despido: vuelvo a verla pasado mañana o el viernes, pero si algo le pasa, me manda avisar con el Juanito, él sabe dónde encontrarme. Bueno pues, muchas gracias, don Benito, a ver si un día se viene a tomar un tecito con unos dulcecitos caseros. Le digo con mucho gusto, le extiendo la mano y ella me da su manito con timidez. Ya voy saliendo cuando en la puerta ella me dice: y dígame, ¿qué edad tendrá más o menos? Bueno, yo diría que es una doncella de un año y medio, o dos. Al oír la palabra doncella, mi oveja con anteojos se pone colorada. Llego a reírme solo mientras camino haciendo mi recorrido de todos los días, porque ha de saberse que soy el veterinario en jefe del área sur de Calama, no oficial, porque nadie me nombró. Hay un sol de fuego, el sol del desierto nortino, y la boca reseca ya se está imaginando un shop con el amigo Renán Valdés.

La tía Aurelia trae su vieja sillita de la cocina, patas chuecas, la paja del asiento hecha huilas, se sienta al lado de la Huachita y la mira dormir. Más de una hora duerme, como muerta, en su camita. Mientras la mira, a la doña le corren las lágrimas por la cara. Así me lo cuenta cuando vengo a los tres días; la perrita duerme así mucho tiempo, pero luego empieza a ponerse inquieta, afligidita, aunque sin despertar completamente, se queja y sacude la cabeza con desesperación. Seguramente soñando con el verdugo. Ella le dice, sh sh sh y consigue tranquilizarla, se duerme de nuevo. La pequeña despierta a las dos o tres horas más tarde, muy asustada, paré que preguntara dónde estoy, y se queja para adentro, temerosa de ser escuchada. Le da leche aguada con un poco de azúcar, la Huachita la sorbe con ansia, se queda adormilada. La tía le pone en la oreja una pomadita que ella misma prepara, de chachacoma con llantén, ella se queja pero se deja. Ya está entregada. Después, al otro día, pasa lo que pasa: la señora se pone a hablarle en una vocecita aniñada, finita, como macerada en miel, un violín de canario: pobrecita, mi niñita… pobrecita, la ha tratado mal ese hombre tan malo, pues, aquí nadie le va a hacer mal, aquí se le tiene mucho cariño, ¿verdad?, aquí queremos mucho a la Huachita, usted lo sabe pues, mi niña, ¿verdad?, usted se da cuenta, ¿no?

La perrita sigue sus palabras ladeando la cabeza y la mira que ya los ojos se le van a salir. La tía le dice: aquí no dejamos entrar a ningún hombre malo que le pega a las perritas, nadie le va a hacer mal nunca más, pues, mi querida, se acabó su pena, se acabó su contrariedad de la vida, pues Huachita, mi pobrecita, mi niñita linda, la niña más linda de toda la quebrada… Y la perra entreabre el hociquillo y deja escapar un quejido, y la señora oveja sigue su letanía, acompasada, con esas preguntas tipo “¿usted sabe que la queremos, sí?, ¿usted se da cuenta, no?” y entonces, me dice: ¿Se imagina, don Benito? ¡La Huachita comienza a responderme! A cada cosa que le digo, ella me hace una queja una octava más alta (la tía Aurelia toca el piano, por eso sabe de octavas) y así vamos conversando las dos, hasta que llega el momento que ella intenta, pues, repetir dos palabras: pobrecita y huachita.

Mire, doña Aurelia, le digo seriamente, los perros no pueden hablar, no pueden articular palabras. A veces tratan de imitar los sonidos. Sí, don Benito, yo sé que no hablan, por eso a mí me dio susto, la Huachita estaba tratando de hablar y eso no es cosa de juego, no está bien que los perros hablen porque el Señor no lo dispuso así. Entonces pensé que el esfuerzo le podía hacer mal y ya no seguí hablándole como antes. A ver, señora, vamos a ver, por favor repita lo que usted le decía tal cual y vamos a ver cómo responde. Y ella: ¿no le irá a hacer mal? Me hizo dudar: no sé, no creo. Vamos a ver a la Huachita, que salta de una casucha que le tiene habilitada la tía y corre hacia ella moviendo la cola, le lame las manos, deja escapar unos grititos de señorita, no halla manera de manifestarle su amor. Cuando digo corre, es una manera de decir, porque se mueve como a empujones, una vez se apoya en la pata chueca, a la siguiente la deja en el aire y avanza con tres, toda esquinada, descuadrada. Es increíble, han bastado tres días de cariño y buen trato y ya es otra, llena de vida. Empieza entonces la señora su demostración, imposible decir cuánto cariño pone en las palabras. Después de varias frases le dice “pobrecita”, y la perrita responde con un sonido raro, algo como “paurcí… paurcí”, con algo de buena voluntad uno ve que está repitiendo la palabra. La tía Aurelia, que la noto muy conmovida, se agacha, se acerca mucho a ella y le dice: ¿sí… qué trata de decirme, Huachita?, la chica contesta con algo como un aullido ahogado: “uau-jít, uau-jít”. A mí, viejo y descreído, se me paran un poco los pelos. ¿Ve, pues, lo que le digo?, dice la doña, ¡está tratando de hablar!, ¿será posible? Se santigua esta buena señora, se agacha y trata de besar a la perrita, pero ésta la esquiva, con los ojos trata de decirle algo, le tirita el cuerpo entero. ¿Pero qué, Huachita, qué me quiere decir?, y repite la perrita: Uau-chit… uau-chit… sí, sí, Huachita, yo la entiendo, está diciendo su nombre, ¿verdad, Hua-chi-ta? La chica tiembla más fuerte que antes y yo le digo: ya está bueno, dejémosla tranquila, no vaya a ser cosa. La tía le acaricia la cabeza y le da un beso: ya, ya, mi linda, tranquila, no se esfuerce tanto, yo la entiendo, pero no hable más ahora, váyase mejor a su casita.

A lo actual, la tía Aurelia tiene pocos pensionistas; una vez llegó a tener doce perros, imagínese el puro darles de comer… El sitio es grande, hay algo de pasto bruto, el único que crece por aquí, unos cuantos pimientos ya grandes y otros árboles más chicos, arbustos digamos, o sea, el sueño de un perro, con tanto tronco para mear y marcar territorio. La doña tiene sus normas y les enseña a hacer en unos cajones chatos llenos de arena, que hay tres o cuatro en varias partes. No me pregunte cómo consigue enseñarles porque no sé, ni sé cómo consigue que no se peleen. Les prepara comida cocinada y les tira algunos huesos y por lo que he sabido por fuera, porque ella no me lo dice, del regimiento le traen una vez a la semana un ollón de sobras. Así mantiene la pensión, porque estos pensionistas no pagan, sabido es. A veces viene una señora acomodada y se lleva algún perro, porque siempre hay alguno fi no entremedio del quiltrerío. La tía no hace cuestión, recibe lo que le quieran dar, para la alimentación de mis pensionistas, dice, pero no hace negocio, aunque yo a veces le he dicho que podría. No, ella acoge a los que le traen o a los que llegan de la calle, es la mayoría, y deja que se vayan los que quieran y chao no más, aquí no tenemos a nadie a la fuerza.

Hacia un costado el terreno empieza a subir y queda una cancha bastante grande con declive donde años ha, estaban instalados unos canteros. Cuando se fueron, dejaron algunas piedras: unos cuantos peñascos tamaños, pedazos de lápidas, también unas bases de columnas quebrajadas. Ahí tuve el gusto de conocer a Don Alberto, un perro grande pelo de alambre color amarillo, como hecho de paja, de cara rectangular, patas bastante largas, muy sociable y bueno para el teatro, a ratos hasta baila. Lo que más lo entusiasma en la vida es subirse a una de esas columnas truncas porque a ese nivel puede dar la mano de igual a igual, estira la delantera derecha, ladea la cabeza y cuando uno le toma la mano se sonríe, palabra que es cierto, y asiente varias veces con la cabeza. Claro que nunca quiere terminar la función, por él se pasaría el día entero trepado en la columna y dando la mano, pero al final uno lo deja con la mano estirada, le dice: ¡ya, basta Don Alberto! Y él contesta con unos cuantos ladridos alegres y se convence de bajar de su pedestal. Un perro agradecido de la vida. Cuando ve por vez primera a la Huachita, ¡flechazo instantáneo! Le llegan a temblar las patas. Se acerca a ella con la más enorme delicadeza, como un galán antiguo, y le pone una cara de lacho que es para la risa. Le baila alrededor, le propone con ladridos cortos alguna correría, no sé, salir a conocer, a dar una vuelta. Ella mira para alguna parte, como ida, lo ignora. Él se esfuerza, se acerca, se agacha y dobla los codos, se arrodilla para estar a la altura de ella, la mira con ternura, una ternura que me parece, como le dijera, estilo Maurice Chevalier. Era un cantor francés que veíamos en las películas blanco y negro que pasaban en esos tiempos. Era conquistador y usaba, echado al ojo, un sombrero de esos que llamaban hallullas. Así lo veo a Don Alberto, hasta me lo imagino de hallulla y con corbata humita. Pero ella, nada. Poca bola. Así que el galán se aleja con la cabeza caída, corazón destrozado.

Con el paso de los días, la Huachita embarnece, pero nunca tanto, porque es de las que jamás van a tener problema de kilos, salta, mueve la colita, se ve un poco más grande. Es toda ternura con la tía Aurelia. A mí me saluda contenta y hasta me lame las manos, aunque manteniendo las distancias, no es partidaria de caricias del viejo veterinario. Hasta por ahí no más.

En eso, de un día para otro, pasa un acontecimiento imprevisto para ella, aunque de antemano uno sabe que va a venir, como las fases de la luna: la Huachita está en celo, me comunica la tía toda preocupada, como si algo grave fuera a pasar. Ya andan las hormonas transmitiendo por el viento, empiezan a llegar los pretendientes que ya han pescado la señal en su radar, hasta vienen algunos de otros barrios, parece increíble: un policial algo bastardo, un terrier, varios quiltros pura raza. Todos calentuchos, con la lengua fuera, algunos con la erección imposible de ocultar, muertos de ganas, tembleques, babeando. La Huachita se pone muy seria, no se hace responsable de lo que ha desatado, se esconde. La patrona la protege, la cuida. De vez en cuando espanta a los pretendientes, pero al poco rato vuelven, más cargosos que nunca. De repente en un descuido se le meten al patio y persiguen a la perrita como desesperados. Ella arranca corriendo como puede, toda patuleca, pero al fi nal la arrinconan, forman un remolino alrededor de ella, todos acezando, tratando de cubrirla y al mismo tiempo peleándose entre ellos. La tía trata de dispersarlos a escobazos, se apartan, dan unas vueltas y regresan con más ímpetus.

Entonces aparece… tata-tatán… el héroe, el enamorado sincero, Don Alberto. Llega enojado, pelando unos dientes amarillos enormes, da unos gruñidos sordos y se pone a repartir tarascones. Primero al policial que ya estaba montándose encima de la pequeña, lo sacude de una oreja y el conquistador lloriquea mariconamente y se hace a un lado, después castiga a los otros. Está hecho una fiera este animal. Al final, los perros calientes se apartan y se quedan por ahí, al aguaite, reclamando entre dientes pero sin atreverse a más. Don Alberto se pone delante de la pequeña como un escudo, sin dejar de gruñir profundo, llega a dar miedo. La tía llega con su escoba vengadora y corre a los pretendientes hasta que los hace salir del patio y cierra la puerta con pestillo. La Huachita está acurrucada, agradecida, supongo, pero no mira a su salvador. Este se da unos paseos con las patas tiesas y el pecho inflado, se cree mucho, se acerca a la niña, pero no tanto. Siempre caballero. Pero llega la hora de la verdad, los sentimientos no se pueden ocultar tanto, pero con el acto hay dificultades. Don Alberto es fácilmente cinco veces más grande que ella. No encuentra modo. Ella no se retaca, se resigna, no se niega a nada, pero es que no hay manera. Fuera de que es tan chica, debido a su pata quebrada, su parte interesante queda a ras del suelo. Cómo decirle, son centímetros y ángulos insalvables. Al final, después de mucha maniobra y contorsión, muchos intentos fallidos, con suspiros y aullidos de rabia, Don Alberto se queda sacudiendo involuntariamente los cuartos traseros, tirándose al aire: todo termina en coitus interruptus, como se dice en términos científicos, el macho deja caer su semilla a la tierra, cosa tan deprimente, mientras ella busca con la mirada a la tía Aurelia, que acude a socorrerla y la toma en brazos. Don Alberto reclama con unos cuántos ladridos fuertes, pero se siente achunchado, eso se nota, y opta por emprender la retirada. Es un caso más de amor imposible. No se sabe cuáles son los sentimientos de la Huachita. La tía la consuela y le habla con más suavidad y dulzura que nunca: pobrecita, mi niñita, mi Huachita querida… no sufra, mi linda, le queda tanta vida por delante… usted sabe que aquí la queremos mucho pues, Huachita… Ella tirita y deja escapar su respuesta, que suena más clara que nunca: hua-chit… hua-chit. Sí, mi linda… pobrecita. Y la chica: pour-cit… pour-cit. Y así dialogan largo rato.

En la tarde, cuando ya el sol baja y la calor también, estoy donde mi amigo el Renán Valdés, propietario de “El vellocino de oro”, jugando como siempre al dominó y tomando un shop cuando llega corriendo el Juanito: On Benito, dice la doña Aurelia que por favor vaya, que es urgente. ¿Y para qué sería? No sé, dice que por favorcito vaya al tiro. ¿Qué será? Le habrá pasado algo a la Huachita… aunque de una pena de amor nadie se muere. Bueno ya, le digo al cabro, dígale que está bien, que en cuanto me desocupe voy a verla. Y seguimos con el Renán la partida comenzada, pero me voy sintiendo cada vez más preocupado. Así que el adversario me gana y yo le digo que dejo el desquite para mañana y él dice: ¿Y esa iñora siquiera le paga algo? Mire que ella tiene con qué. Ya, ya, le digo, mañana seguimos, le doy la mano y parto para lo de la tía Aurelia. Cuando llego, como una hora más tarde, porque la casa está retirada, me da algo, un pálpito de fatalidad, siento que se me encoge el corazón. Meto la mano por la ventanita del lado y abro el cerrojo del portón. Tía Aurelia, la llamo, pero nadie contesta. Camino y al llegar al patio de la higuera escucho a la Huachita, está llorando con aullidos de dolor. La encuentro medio encogida. Cuando me ve, llora más que antes. Me dice algo gimiendo y se acurruca contra un zapato. ¿Qué le pasó, Huachita, cuál es su mal? ¿Le duele su corazoncito? Porque me había quedado con la idea de que ese afán de hablar y el exceso de cariño podían causarle un patatús. ¿Y dónde está la tía? Ella trata de contestarme y dice algo que suena como Aurelia, au-ueelia. La tomo en brazos, sí, Huachita, tranquila. Le hago cariño en la cabeza. Pero ella se retuerce con indignación y me tira un mordisco a la mano. ¿Pero qué le pasa? La dejo en el suelo, ella me mira y caminando medio de lado, con sus pasos desarbolados, me guía hasta el dormitorio, donde está la tía Aurelia tendida de espaldas en el suelo con la cara ceniza y la boca abierta, muerta a más no poder.carcaj

(1928-2011) Escritor, periodista y locutor. Fue premio nacional de literatura el año 2006.

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