La inútil perfección y otros cuentos sepiosos
Cuando en ese bello poema interpelativo de Oscar Hahn, ¿Por qué escribe usted?, se asoma la respuesta “Porque el claro porque la sangre porque el papel”, podríamos encontrar las razones del porqué Andrés Montero publicó estos cuentos a pocos días de terminar el 2011.
Estamos ante relatos de una impecabilidad que extraña en la nueva narrativa chilena, pero no porque sean un rotundo aporte vanguardista o innovador, sino tan solo (lo que advirtamos no es poco) porque saben disponer con fluidez la historia que nos cuentan. Es decir, presentarnos una situación de momentos cotidiana, para trastocarla con algo de ingenio, absurdo, provocación, irreverencia, descolocación, y rematarla con un cierre que, de seguro, en pocos talleres literarios se está ejercitando con tales efectos. Saber poner un punto final cuando corresponde, es ya un mérito para una narración breve. Y estos cuentos de Montero, aunque en apariencia carecen de originalidad, poseen la gran virtud de entusiasmar y dejar esa sensación de inteligencia y emotividad, que nos permitirá recordar, cuando hayamos cerrado el libro, alguna de sus anécdotas como un reflejo deslavado de lo que somos.
Algunos relatos despiertan una ternura que, rozando sutilmente lo pueril, nos devuelven a un estado adolescente de asombro y valentía, que permiten desarrollar cierta empatía natural con el que siente y reflexiona sobre la rueda de la desgracia y los dados de la suerte; los más consiguen con su humanidad hacernos entender que lo que vemos, pensamos y sentimos puede decirse en pocas líneas; o bien que el humor, acaso también la fina ironía, pueden salvarnos la vida, como ocurre en cuentos que ya pueden pasar a antologarse: “No podía ser de otra manera” o “Desilusión laboral”. El tono, el habla, la elección de la mirada, aunque podría abusar del narrador protagonista, no consigue agotar y hasta justifica la tensión necesaria, del absurdo metódico en que caen algunos de sus personajes, para alcanzar su eje, curiosamente, no hasta llegar a sentar cabeza, sino para ver desplomarse el andamiaje de una realidad/verdad impostada y tener la entereza de levantarse del asiento para silbar y aplaudir mientras van pasando las letras de los créditos.
Rescatamos el humor, la explosión de carcajada (“Los actores”, “Bazrum”, “Cómo enamorarse ciento ochenta y dos veces en Roma y soñar para contarlo”) y la ligereza, pero también la apuesta, sí pretenciosa, para darse lujos cortazarianos en páginas como “Semana”, “La inútil perfección” o “Los desconocidos”. Caso aparte merecen los relatos, por demás tan necesarios para animarse a desmitificar, esta vez sin composturas de ningún tipo, a Parra y Borges, en “Doy explicaciones” y “Sansón era argentino”, respectivamente. Sin dejar de ser sobrios y solidarios homenajes.
La inútil perfección y otros cuentos sepiosos, promete ser uno de los libros de cuentos que ocupen la lista de los mejores que se leerán el 2012. Y el narrador del último cuento, a modo de poética, declara, “…Además para eso soy escritor: para que las cosas que salen mal en la vida real salgan excelentemente bien en esas realidades paralelas que creo y que me creo y que hago que los otros se crean. Porque puedo mentir. Si no, la vida sería demasiado aburrida. Para eso escribo y para eso voy a seguir escribiendo. Cuando llegue a Santiago, voy a escribir que sí, que le encantó lo que le dije, que me invitó a su casa y nos besamos y bailamos y tuvimos sexo toda la noche. Porque para eso escribo yo, y los que no escriben sueñan y mienten, que viene a ser lo mismo”.
Por lo demás, y que quizás debió ser lo primero en decirse, Andrés Montero nació en Santiago en 1990 y este, para ser su primer libro, solo promete una escritura que al poco tiempo dará que hablar. Y eso se agradece. Mucho.