La Nakba que no termina
Este año la conmemoración de la catástrofe palestina –Al Nakba, perpetrada en 1948 por Israel- tiene un sabor especialmente amargo. Esto, porque va necesariamente acompañada de otra conmemoración de ya cien años: la Declaración Balfour del 2 de noviembre de 1917.
En ella la administración británica, que había ocupado de facto Palestina desde el fin de la primera guerra mundial, indicaba: “El Gobierno de Su Majestad ve con beneplácito el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará todo lo posible por facilitar el logro de este objetivo, entendiéndose claramente que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y el estatus político de los judíos en cualquier otro país”” Al referirse a “las comunidades no judías existentes en Palestina”, la declaración pasaba por alto que ellas, los palestinos, conformaban más del 90% de los habitantes del territorio ya expuesto a una campaña de colonización por parte de las organizaciones sionistas.
La Nakba y la Declaración Balfour pueden ser entendidas como una imagen del sistema de dominación contemporáneo de Palestina, porque muestran tanto la brutalidad perpetuada de la ocupación como la completa complicidad de la comunidad internacional, especialmente de las potencias. Por eso no puede extrañar que la Primera Ministra británica Theresa May haya anunciado que el Reino Unido conmemorará con orgullo los cien años de la declaración. Evidentemente, hoy el relevo del colonialismo británico lo ha tomado, por otros medios, Estados Unidos, pero lo que está en juego es todavía el marco colonial que determina la comprensión del mundo, incluyendo a algunos y segregando a otros como vidas despreciables.
Es tentador pensar a la Nakba y a la Declaración Balfour como puntos de origen de la catástrofe de los palestinos. En ambos casos se inician procesos sin retorno que conducen al exilio masivo, la muerte, el encarcelamiento y a lo que hoy ha terminado siendo un Estado de Apartheid. Pero precisamente por ello, ambos hechos históricos habría que considerarlos en una suerte de continuo con la emergencia de los nacionalismos del siglo XIX, imbuidos profundamente de ideales racistas cuya oposición teórica entre civilización y barbarie justificaba cualquier atrocidad cometida contra gentes esencializadas en una categoría básica, pero sin ningún tipo de historia: los árabes, los musulmanes, los africanos, etc.
Como bien decía Edward Said: “La antigua distinción entre «Europa» y «Asia» o entre «Occidente» y «Oriente» reagrupa, tras estas grandes etiquetas, todas las variedades posibles de la pluralidad humana, y las reduce en este proceso a una o dos abstracciones colectivas finales”. La categorización de lo humano en variables dicotómicas es el dispositivo retórico fundamental a través del cual a determinados cuerpos les es negada la humanidad, mientras otros la representan por excelencia.
Esta separación de los pueblos no europeos como «otros absolutos» tiene su doble expresión en el colonialismo y en el antisemitismo. El odio moderno a los judíos delata que en el racismo, como bien indicaba Michel Foucault, realmente nunca se está combatiendo contra un pueblo que proviene de otro lugar, sino contra lo que se considera una permanente amenaza de mácula para lo propio. “Lo que vemos como polaridad, como ruptura binaria en la sociedad –dice Foucault-, no es el enfrentamiento de dos razas recíprocamente exteriores; es el desdoblamiento de una única raza en una superraza y una subraza. O bien, la reaparición, a partir de una raza, de su propio pasado. En síntesis, el reverso y el fondo de la raza que aparece en ella”. El racismo, en este sentido, es siempre la producción de un humano que al erigirse como tal desecha a otros pares que considera un peligro o los somete a una categorización jerárquica, donde se es humano total o parcialmente.
La Nakba representa, en este sentido, el momento de la captura de Palestina, una absorción dentro del mundo occidental que separa como un peligro contra la civilización a aquellos que se han resistido a ser incorporados sin más en la gradiente clasificatoria de lo humano. Una vez conquistada, la oposición clásica entre Oriente y Occidente funciona a partir de la incorporación definitiva de lo judío dentro de Occidente y la segregación y control colonial de los palestinos “terroristas”, “subversivos”, “incivilizados”. Desde allí resulta mucho más comprensible el relevo que, a fin de cuentas, han hecho los musulmanes respecto a la cuestión judía, en una Europa que ha terminado por redireccionar todo su antiguo odio a los judíos hacia el Islam y los cuerpos sin historia que lo encarnan amenazando a la civilización por entero.
La Nakba palestina es la imagen de la catástrofe de toda la civilización porque sus premisas, su modo de funcionamiento sigue siendo el que produce por todo el mundo terroristas, refugiados y humanos a medias que pueden vivir en bolsones de pobreza sin que a nadie le importe hasta que se rebelan a su destino.
Si la Nakba sirve de signo de un tiempo que no ha terminado y que los palestinos viven en carne propia en la forma de un Apartheid y pogromos contra la población civil en Gaza, de Palestina podemos sacar otra imagen contrapuesta pero no simétrica. La Intifada (Levantamiento) es la forma por medio de la cual la opresión es expuesta como una injusticia y la vida de los que resisten se vuelve imposible de jerarquizar. Lo que la Nakba articula como retórica de sometimiento de la barbarie ante la luz de la civilización, la Intifada lo destruye mostrándola como lo que es: una catástrofe.
Si existe una forma de extensión global de la Intifada, ella corresponde a la Campaña por el Boicot, Desinversión y Sanciones contra Israel (BDS). Porque el problema palestino puede ser entendido como la imagen general del racismo, que sigue reproduciendo el poder, también Palestina es el punto en el que la resistencia ya no se vuelve un asunto puramente local. En la resistencia contra la ocupación revienta toda entelequia del otro para devenir todos parte evidente del flujo y de la mezcla que es el mundo. Resistir al racismo es exponer su catástrofe ya no como una lucha entre la pureza y la mezcla (entre los judíos y las comunidades no judías de Balfour), sino en el reconocimiento de la mezcla como punto de partida.
Publicado originalmente en El Desconcierto
Ilustración: «Conflicto-En», Daniel Aguilera
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