La niebla - Carcaj.cl
10 de diciembre 2012

La niebla

Estoy en la Selva Lacandona, echado en una hamaca junto al río e intentando pensar en qué punto se podrían cruzar la selva y los libros de Georges Perec, y la verdad es que no logro partir o llegar a nada.

Y es que lo impresionante de la selva es que nos va volviendo mudos.

Durante todo este viaje por Chiapas, W, o el recuerdo de la infancia ha sido el único libro que cargo y releo cuando hay tiempo para detenerse. Antes de partir a Chiapas invité a comer a dos personas queridas –muy buenos lectores–. Les pregunté qué pensaban de ese libro de Perec. Ana Negri me dijo que no lo había leído pero que Las cosas, uno de sus libros favoritos, le hacía pensar en la escritura de Perec como en algo cristalino. Como una ciudad bajo la luz tras la lluvia, debí haberle preguntado.

Eugenio Santángelo, por su parte, dijo que W le parecía una de las novelas más complejas sobre la memoria. Probablemente, es de las pocas personas que se ha acabado los interminables libros de Paul Ricoeur. Para Eugenio, en los tres niveles de lectura de W se pueden reconocer todos los tratados sobre el tema de la memoria. Yo estoy de acuerdo con él. Entre las dos escrituras cruzadas de W, el texto publicado entre septiembre de 1968 y agosto de 1970 en una revista francesa y la escritura reflexiva en el intento de comprender, cerrar y nombrar aquel texto sobre un hombre a quien le explican que su nombre no es su nombre sino el de un sujeto perdido en el mar más austral del planeta, repito, entre estos dos niveles narrativos, aparece el verdadero fantasma para quien dice orgullosamente no tener recuerdos de infancia: ese fantasma es la primera escritura: «A los trece años inventé y dibujé una historia. Más tarde lo olvidé (…) Todo lo que sabía ocupaba menos de dos líneas: la vida de una sociedad preocupada exclusivamente del deporte en un islote de Tierra del Fuego«. Es el mismo Perec quien nos explica que la red que tejen esas escrituras, y las lecturas que él hace, conforman el camino recorrido y el recorrido de su camino desde lejos, desde lo más lejos que pudimos estar, la infancia. Ese recorrido, siempre, es la reconstrucción de una memoria falseada – ¿existe alguna que no lo sea? –.

Y ahora que lo pienso, la selva y un niño tienen al menos una cosa en común. La primera etimología de infancia es «quien no dice». Infans. El tránsito de ese sentido al que todos conocemos por infancia suena a aquel ejercicio de revelación que tanto gustaba a Perec.

Infans: quien no dice.

Quien aún no nombra las cosas.

Y la selva, la selva nos vuelve mudos.

Nos hace retroceder.

Hasta algo irreconocible.

Memoria de la selva, memoria de la infancia.

Vuelvo a Ana. Ella decía que lo que más le gustaba de Perec era esa suerte de transparencia en su escritura. O mejor, cómo los seres humanos se vuelven transparentes en el uso de los objetos. Y definitivamente, el proceso de descubrimiento de la invención de la infancia es en W un desplazamiento constante y sin pausa de sentidos e imágenes, pieza oscura en tanto engranaje del resto de la memoria y en tanto fragmento opaco de nuestro pasado, presente y futuro. Horizonte. Bruma espesa.

 

La selva se cubre de niebla por las mañanas y las noches.

El resto del día, el sol da forma y claridad a las cosas.

 

El salto de un significante a otro, de una imagen evocada a otro fantasma, a otro signo, comienza con el primer recuerdo: una letra hebrea. Un nombre perdido en otra persona perdida en el mar. Un niño sordomudo llamado Gaspard Winckler. La conveniencia de un recuerdo en desmedro de otros. Yo sé que lo que digo es blanco, escribe Perec, es neutro, es signo una vez por todas de un desplazamiento una vez por todas. Ese hombre que recuerda, ese hombre que imagina, sigue la pista de una calle de infancia que lo lleva a una foto que lo lleva a tres recuerdos de la escuela que lo arrastran hasta la imagen de una madre despidiendo un niño en la estación de Lyon. Una W que se convierte en una X. Una incógnita que se vuelve una svástica que se transforma en un SS y luego en unas XX que evocan una parodia de Chaplin en El gran dictador. Un niño en el medio de mar. Una X que evoca un par de esquíes cruzados a un niño que, se supone, iba a un «colegio» del cual no recuerda a nadie… a ningún otro niño. Los esquíes, el deporte, el profesor de gimnasia en una escuela que no es escuela, que, tal vez, llega hasta nuestros días, una escuela que no es de infantes.

Hace algunas horas, en un sendero de la selva, un lacandón nos mostraba una hoja. Esta es la pata de burro, decía en su español extraño. La pata de burro es la única hoja del mundo que da la tinta para fabricar dólares. Los gringos llegan hasta territorio mexicano y guatemalteco a comprarla por toneladas.

Como una cosa se contiene en las demás, una seguidillla de piezas oscuras se cifran en el nombre de aquella isla austral, W, enigma que es, además, primer relato perdido de la infancia, primera pérdida de la inocencia, pedazos de palabras y dibujos, primera mordida en el cuello de una prima, como escribiría Enrique Lihn en La pieza oscura. No hay más pieza oscura que aquella, piedra angular que es soporte y falla a la vez: una isla en que la sociedad vive en un orden olímpico y competitivo.

La ley W se impone en todas partes y en todo momento, escribe Perec, y tiene más razón que la selva.

Hace algunas horas, recorrí las ruinas de una ciudad maya construida en el medio de la selva, frente al río Usumacinta y frente a Guatemala. Un descendiente nos explicaba que el ganador del famoso juego de pelota era, en efecto, el sacrificado. No el perdedor. Me pareció raro. Le pregunté si la nobleza jugaba. Claro, dijo, pero cuando ganaban ponían a un reemplazante para el sacrificio. Luego lo lanzaban de la pirámide más alta escalera abajo. A más sangre, mayor fertilidad.

Así de caprichosos son los signos. Del pigmento de una hoja a un dólar. De una sociedad olímpica a un campo de concentración judío. Del deporte a la competencia y la violencia más elemental. Así de brumosos y cristalinos son los signos, como decía Ana.

Ese orden cristalino que las cosas imponen a quienes las usamos, ese capricho de los signos es el camino de vuelta que recorre Perec hasta dar con la memoria de los campos de concentración alemanes entre lectura, recuerdo e invención continua. Pero los recuerdos son ideas. Y las ideas son cosas, abstracciones. ¿La baba de la cucaracha alada que acabo de aplastar al posarse en esta hoja que escribo, es una cosa? Y lo más dudoso de todo es que los libros que reúnen esas ideas, esos recuerdos, esas invenciones y esas palabras fantasmales también son cosas. Lo escrito también. Así que busco unas páginas atrás en esta libreta de viaje y encuentro esto:

«18 de julio: comunidad indígena de Tziscao.

Unos niños. Cuatro niños pescan a la orilla de la laguna Tziscao. Lo hacen artesanalmente, sin la evolución que la tecnología presupone en ese fantasma que se comprende por avance.

Sacan un pez.

El pez se retuerce.

El pez es pequeño.

Yo intento pensar en la casi imposible misión de vincular todas estas cosas a un libro de Perec sobre el que quiero escribir.»

 

Ya es de noche en la selva. Sigue sonando igual, o más. Sigue agrandándome una mudez.

Estoy pensando en dejar el libro de Perec en algún lugar de la selva. No sé bien por qué y al contrario de Bolaño que, si mal no recuerdo, abría y cerraba ese libro llamado Un paseo por la literatura con la figura de Perec. Soñé con Georges Perec, que tenía tres años y me visitaba, escribía Bolaño. Perec era un bebé y él lo besaba y lo abrazaba. Soñé que Perec era un niño y lloraba desconsolado, escribe Bolaño en el último capítulo de ese libro, le compraba golosinas y libros para pintar, y lo llevaba a un paseo marítimo en Nueva York diciéndole al oído nadie te dañará, ni intentará matarte. Si mal no recuerdo, luego llovía y volvían a casa, y Bolaño se preguntaba ¿dónde está nuestra casa?

Llueve en la selva. Vuelvo a revisar entre los apuntes de viaje:

Horas después, un niño y una niña desnudos. Suben a un bote de madera encallado. El niño mea. Se echa de panza sobre el bote. Nada con ambos brazos lago adentro.

Estoy pensando en dejar el libro de Perec en algún lugar de la selva. Tal vez se descompongan sus hojas en el barro o lo tome algún niño lacandón que hable, o no, español. Creo que lo decidiré por la mañana. Sin ver siluetas. La selva tiene las madrugadas más brumosas que he visto en mi vida.

Chiapas, 20 de julio, 2012.

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