La opacidad del lenguaje y hueco de la memoria - Carcaj.cl
21 de noviembre 2013

La opacidad del lenguaje y hueco de la memoria

Sobre la poesía de Waldo Rojas, Poesía continua & Deber de urbanidad. Como señala Jaime Concha en las palabras liminares de este libro, “a diferencia de muchos poetas, Rojas es un buen lector de su poesía”. Nuestro autor, lo ha expresado muchas veces, adelantándose a los críticos: el poeta encuentra primero palabras, no las cosas que están detrás de las palabras. Las palabras se abren hacia otra realidad de significaciones, para hacer circular el sentido. En un segundo momento, las convenciones de la significación atraen esas palabras hacia la comunicación. Esta concepción del poema, de la poesía y de la función del autor, que  probablemente está en las antípodas de mis propias convicciones sobre el texto poético, expresa de manera muy clara, la importancia que Rojas le da a la reflexión del momento mismo de la escritura en el propio acto de escribir. Indagación que reúne en el sí mismo al autor, al personaje, al poema y al mundo, con el fin de hacer de la experiencia personal una experiencia cultural. Entre sus poemas y su reflexión metalingüística sobre los mismos, hay una integración que se percibe no sólo en lo que se dice, sino también en el cómo se dice. Resulta difícil saber si esta metapoiesis es un presupuesto de toda su escritura, o si ésta determina de algún modo la cristalización de ese distanciamiento crítico que el poeta ejerce sobre su propia voz o la de otros, intercambiando permanentemente los papeles, pero también convirtiéndose en una voz que se desdobla al mismo tiempo que es unívoca.

La obra poética de Waldo Rojas, tiene lugar en el recinto del lenguaje, es un decir no para comunicar, sino para hacer aparecer, como lo ha enfatizado. Y agrega, que el poeta no comunica ni lo mismo ni del mismo modo que el lenguaje ordinario, el de la comunicación corriente, ya que comunicar en poesía es vivir una experiencia en que las palabras se vuelven opacas: “al escribir poesía hago literatura, un poema es un texto, no requiere de la verdad para existir”. Planteamiento que palpamos en el territorio de sus poemas, donde por todas partes la realidad se deshace para dejar hablar a los fantasmas, a los espejos, a  los sueños, al recuerdo de nada, el día mutilado, los espacios del vacío y del hastío, y en fin todo aquello que “un deber de urbanidad” nos hace nombrar de una manera casi desganada para no abdicar de la vida, como ser apostrofa ya en “Príncipe de naipes: “este convidado de piedra de sí mismo, el último en la mesa –frente a los despojos- cuando ya todos se han ido”. De ahí proviene la diferencia fundamental con otros poetas de su tiempo.

La asunción del mundo fragmentado se desarrolla a partir de una situación casi enmarcada por un sujeto difuminado en el mundo de las cosas, la naturaleza, los objetos culturales y una interioridad artificial y artificiosa. Todo sucede en una sala de cine, en el universo disperso de una habitación, en una calle donde la soledad es lo único que aumenta, en una baraja de naipes o un día mutilado donde la poesía rescata las heridas y lo único real son las moscas. Frente a un mundo que se desmorona y el espectáculo de un yo que se petrifica en el magnesio de la memoria, lo que permanece es el hueco, la huella, el vacío de lo que fue, evocado en el poema como una fotografía estancada, sin redención ni progreso: “en toda la extensión de la plata/ brillaba un negro aceite de cormoranes muertos” (Cormoranes). Es en esta zona de estados de ánimo donde reaparecen ciertas imágenes primordiales (el mar, el pez, la profundidad de la noche y del agua, el natural desolado), sobre las cuales el desgarro existencial se abre y cierra una y otra vez, para crear un discurso de cuya tensión nace el poema: “conexiones como zonas de intercambio de substancias, interregnos, espacios intermedio y flujos de relaciones”.

En general, la exigua crítica a su obra, se ha detenido en una serie de aspectos que dan cuenta del carácter reflexivo de sus textos, que busca aprehender el flujo de lo sensible, que intenta mostrar los objetos en el acto de ser vistos, que desea escudriñar el tiempo como una confluencia de lo natural y lo humano. Entre los aspectos que se mencionan, está la opacidad del lenguaje, el carácter cognoscitivo y la disposición espacial de los poemas, el antagonismo entre vida individual y vida social, la importancia de lo fónico y lo plástico, el desdibujamiento entre el adentro y el afuera, la situación marginal del hablante y su tránsito por espacios periféricos, el análisis del discurso desde diferentes perspectivas que incluyen la autoreflexividad, la multiplicación del foco de percepción y la marginación del sujeto. Oscar Hahn, por ejemplo, ha planteado que “quebrado el puente de unión entre el sujeto lírico y el mundo objetivo, los habitantes de estos poemas deambulan por los aledaños del pasado, en busca de un nuevo vínculo que les permita acceder a los códigos ocultos de una realidad trabajosamente sondeada en el lenguaje”. Una aguda crítica como Carmen Foxley, se centra en el funcionamiento referencial del lenguaje y las modalidades de la focalización, para mostrar la tensión entre quien habla y la mirada del que ve, en la escisión marcada por el adentro y el afuera y el mirar a través de vidrios y ventanas. Como indica el sujeto del texto “Aquí se cierra el círculo” de Príncipe de naipes: “En adelante habrá un adentro y un afuera en todas partes. / Un adentro debajo de la tierra, / un afuera lejos de la curva del planeta./ Un afuera terrible flotando en un satélite,/ y un adentro sin sonido, hueco, tres metros bajo el suelo”. Separación de un mundo que no da cuenta del adentro. El afuera es el vuelo, pero para el adentro no hay vuelo, solo el hueco debajo de la tierra. Situación que se reafirma en el poema “Pájaro en tierra”, donde el cielo vacío y el “engaño de las alas” sumergen al ciudadano en “los parques salpicados de lodo”, con la “vista baja”, “las alas herrumbrosas” y las “plumas oxidadas”.

La poesía de Rojas se inicia con una cierta nostalgia por el tiempo y el lugar perdido y en esa dimensión se acerca a los láricos, pero muy pronto se interna en una búsqueda personal que busca congelar el mundo para fijar las marcas de la realidad en la memoria en una especie de petrificación fotográfica, que le debe mucho a la visualidad del cine. En poemas como “Príncipe de naipes”, “Ajedrez”, “Moscas” o “Calle” de su primer libro, el desdoblamiento de los sujetos produce espejeos y espejismos que replican el adentro y el afuera, en una serie de situaciones que se desrealizan y transforman unas a otras haciendo que el lector pierda de vista qué se mira y desde donde o que se interpela y qué es interpelado. Gesto discursivo recurrente sobre un mundo deshabitado, cuyo escenario es imaginado una y otra vez para instalar en él la performance de un suceso o un registro, creado sobre la base de sensaciones, percepciones y asociaciones, que dan cuenta del mundo desde un ángulo inadvertido o imaginado. En ese juego territorial del discurso que busca su sentido en el límite de la referencialidad, el sueño, la oscuridad, la agonía, la decadencia y la muerte, aparecen siempre de soslayo, pero como presencias ciertas del desastre humano soñado o real:

“Como si dos ciudades nos disputasen, y nosotros ya distintos/ feamente inermes, /árboles de estupor sobre el mismo roquerío” como se lee en “Cormoranes” o “una sed y un rumor sordo” en “La perpetración” o “Han caído los años y su chapuceo de peces…y nosotros sin hablarnos. / Como sucede hasta este mismo día” en “Proustiana” todos textos de Cieloraso.

Si El puente oculto representa un vuelco en la poesía rojiana, ya sea para focalizarse de una manera nueva en los sujetos, ya sea para mostrar los límites espaciales y temporales de dos realidades que ya no pueden tocarse, ya sea como indica Jaime Concha, para mostrarnos ahora el trauma del exilio, este vuelco no reprime la línea central de una obra que en su compacta estética, mantiene la imposibilidad referencial hacia una naturaleza cuyo tiempo circula al margen de toda corrosión humana, porque “el aire…en mi boca despereza su espasmo de guadaña” y “las palabras me van pesando/ con la fuerza obtusa de un cerrojo herrumbrado”.  Para el sujeto rojiano, ver y ser visto es parte del desgaste de la vida, imaginada como llaga vergonzante, indigna, abyecta y putrefacta.  Si bien la palabra permite dar cuenta de una realidad que se desgasta permanentemente sobre su eje cultural, es falaz porque no dialoga con la Naturaleza sino solo consigo misma; es por lo tanto un remedo, una imitación del medio natural,  del afuera: “Aquí solo me hallan, reducido por el Arte Falaz de la Palabra/ a imitar el remedo brutal con que replican al acoso de nuestras imitaciones” (De rerum natura). Pero fuera de la Naturaleza (“la naturaleza no deja ruinas” se señala en Cifrado en la Villa Adriana), el mundo de los objetos y las materias domesticadas por el proceso moderno, también sufren desde la visión humana el deterioro del tiempo, como si  al ser tocados por la humanización se identificaran con la degradación y el deterioro humanos: asi puerto “meces un agua vil y ya dormida”, tienes “avenidas sin espesor”,  “ventanas ilusorias” o casas con “el umbral hundido”.

En los últimos textos, la poesía de Waldo Rojas pareciera afincarse cada vez más en la escritura y su imposibilidad de humanizar el afuera, excepto a partir de la visualidad cultural y las imágenes ensoñadas que se perciben en el pliegue de la memoria como procesos de lejanías, de brumosidad, oscuridad y opacidad del mundo: “surco de la noche”,” florecimiento mustio”, “tañido nevado”, “blando despeñamiento”, mudez dañosa”, “fuente opaca” (Poema “Dormida” de Almenara). Este mismo intento, aparece en varios poemas de Deriva florentina, con el uso cada vez mayor de recursos fónicos, gráficos, semánticos y otros artificios que buscan enfatizar una escritura focalizada en la errancia de las cosas, en aquello que el poema llama “la certidumbre inhabitable” en donde “patios y puentes caen en trance de verbo” frente a “una memoria que se repliega a ciegas”. La experiencia humana se potencia a través de una ciudad cada vez más presente en una escritura que la reconquista una y otra vez, para poner al sujeto como parte de ella y cuyo ojo omnímodo lo inmoviliza al mismo tiempo que lo hace existir. Los últimos poemarios, Fuente itálica y Deber de urbanidad tienen que ver probablemente con aquello que señala Concha, una deuda de gratitud, un testimonio, un signo de admiración, de deuda, pero también de duda, frente al empozamiento del presente. Mundo ajeno pero siempre apropiado, Italia, Francia, a pesar de mantener la opacidad fotográfica de otros textos, proponen una travesía a veces casi ensoñada donde “al despertar repentino de la medianoche la ventana fue blanca ((El retorno) y donde a pesar de la “infiltración nocturna” y “las opacas medusas del hastío”, “vasta en demasía es la memoria que retiene el aliento de las horas de ventura”, como reza el poema final del libro Deber de urbanidad.       

Puente levadizo el de esta poesía, oculto, pero que se transparenta en las imágenes que se bifurcan entre el lenguaje y el ser, en la búsqueda de los códigos ocultos de una realidad que se escapa siempre, en la mirada escéptica de un sujeto cuya retórica culturalista avanza y retrocede sobre sus propias huellas en un dédalo interminable: “doble crueldad de no poder rescatar tu rostro/ ahora que quizás tú también lo hayas perdido en tu recuerdo/ después de tanta miseria y de todos estos años” (La perpetración).

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