La risa fascista. Propaganda y racionalidad cínica en Adorno
Lo diabólico de la risa falsa radica justamente
en el hecho de que ella parodia eficazmente incluso
lo mejor: la reconciliación
Theodor W. Adorno
En los albores de la posmodernidad, y en el contexto de una controversia a propósito de la filosofía de la música de Adorno, Jean-François Lyotard afirmó: “Nosotros tenemos sobre Adorno la ventaja de vivir en un kapitalismo [sic] más enérgico, más cínico, menos trágico. Pone todo en representación, la representación se dobla (como en Brecht) y por lo tanto se presenta. Lo trágico da paso a lo paródico”.[1] Sin abordar directamente la cuestión de la supuesta obsolescencia del pensamiento adorniano debido a este nuevo diagnóstico histórico, digamos que la afirmación de Lyotard tiene al menos el mérito de presentar una mutación mayor, que hasta hoy sentimos, en las formas de vida y sus procesos de legitimación. Aparece en este extraño pasaje de un capitalismo “trágico” a uno “cínico”, que hace que nos preguntemos por el sentido de estos dos términos en este contexto. Una respuesta programática sería: en vez de la tragedia de un sistema socioeconómico que continuamente oculta el carácter fetichista de sus procesos de determinación del valor en todas las esferas de la vida social –es decir, la tragedia de un sistema incapaz de asumir lo que realmente es porque se fundamenta en la represión ideológica de sus principios–, tendríamos el cinismo de prácticas capaces de reduplicar su propio sistema de representaciones tomando una distancia brechtiana con respecto a lo que ellas mismas dicen, como en una eterna parodia. Lyotard es aún más claro al respecto cuando en el mismo texto señala: “Al mismo tiempo que el Kapital [sic] mantiene, empero, en la vida y en el arte, la ley del valor como separación, ahorro, corte, selección, protección, privatización, –al mismo tiempo mina por doquier el valor de la ley, nos obliga a mirarla como arbitraria, nos prohíbe creer en ella. Es bromista. […] La crítica no puede ir más allá de esta bufonería”.[2]
Es por esta razón que el “capitalismo no ofrece nada para creer en ello, su moralidad es el cinismo”.[3] La declaración no podría ser más directa. La fortaleza del capitalismo provendría de que ya no se toma en serio a sí mismo, de que mina continuamente el valor de la ley que él mismo enuncia. Ya no necesitaría ningún tipo de creencia ciega en los contenidos normativos que presenta, la creencia en un principio seguro de indexación entre los criterios con aspiración de validez universal y las situaciones prácticas. Esto significa que todos podríamos distanciarnos de los contenidos normativos del universo ideológico capitalista porque el propio discurso del poder ya se ríe de sí mismo. Sin embargo, y este punto es sumamente importante, esta aparente falta de legitimidad sería el verdadero núcleo de su fuerza; su crisis de legitimidad sería su núcleo motor.
De modo que Lyotard señala no solo el momento en que las sociedades capitalistas comenzaron a pasar por una crisis general de legitimidad, sino también el momento en que fueron capaces de legitimarse mediante una cierta “racionalidad cínica”, estabilizando así una situación que de otro modo habría sido una típica e insostenible situación de crisis. Como señalé, esto hace toda la diferencia, especialmente si tomamos en serio el diagnóstico de que “la crítica no puede ir más allá de esta bufonería”. Pues la impotencia de la crítica sería el resultado de la habilidad del capitalismo para hacer crítica cínicamente. Antes de que entendamos mejor la estructura de este proceso de inversión, resulta irónico que el propio Adorno está al tanto de este cinismo constitutivo del régimen contemporáneo del capitalismo y de su estructura ideológica. Otra prueba más del desencuentro en los procesos de recepción mutua de los pensamientos francés y alemán. Vale la pena entonces comenzar insistiendo en algunos aspectos fundamentales de la discusión adorniana de la ideología.
Adorno y la risa del poder
Lo primero que es necesario aclarar es que una lectura cuidadosa de algunos de los textos centrales de Adorno nos muestra un esfuerzo por pensar la obsolescencia de categorías como falsa conciencia, reificación, ignorancia, error e ilusión para la configuración de los móviles de la ideología. Esto como resultado de la exigencia de pensar el impacto de los cambios históricos en la configuración del concepto de ideología. Adorno es claro sobre este punto: “Para la ideología, en sentido propio, se precisa incluso de relaciones de poder [Machtvehältnisse] opacas, mediadas y en esa medida también amortiguadas. Hoy, la sociedad, censurada injustamente por su complejidad, se ha convertido en demasiado transparente [durchsichtig] para ello”.[4] Esto significa que, en cierto modo, el desafío actual sería pensar el concepto de ideología a la luz de unas relaciones de poder transparentes, exigencia que nos enfrenta a una compleja tarea. Ya que cuando lo que prevalece son relaciones de poder inmediatas en cuanto tales, no hay necesidad de hablar de “ideología”, pues “ideología es justificación [Rechtfertigung]”:[5]una operación mediante la cual se logra que las situaciones empíricas se adapten a las expectativas de validez exigidas por las aspiraciones universalizantes de la razón demandan. Esto requiere que el poder sea mediado por la reflexión sobre su legitimidad, mediación que llevaría al poder, por ejemplo, a enmascarar sus verdaderos principios cuando éstos no pueden postularse sin contradicción. Es precisamente el reconocimiento de tales expectativas de validez en toda construcción ideológica lo que lleva a Adorno a insistir en la existencia de un elemento racional siempre presente en la ideología. De este modo, la crítica de la ideología puede operar en los intersticios donde los nodos sintomáticos son evidentes, donde leemos la contradicción entre los procedimientos de justificación y la efectividad. La crítica no haría más que mostrar cómo la construcción ideológica en cierto sentido no realiza su propio concepto.
Ahora bien, ¿qué pasa en una situación donde la transparencia misma parece ser el motor central de la perpetuación de la ideología, es decir, una situación donde los principios del poder son claramente contradichos sin que esto produzca una reorientación de la conducta de los sujetos? No se trata simplemente de pensar las relaciones de poder sostenidas en la asimetría de fuerzas; por el contrario, se trata de entender cómo el régimen contemporáneo de transparencia del poder es capaz de cumplir las exigencias de validez y legitimidad, transformando la contradicción postulada en una contradicción resuelta. Para lograr esto, el primer paso es tener presente que esta “desnudez que no enmascara” solo puede entenderse identificando un cierto tipo de ironía como su núcleo operativo. Como si el régimen contemporáneo de la ideología solo pudiera ser descrito mediante una reflexión previa sobre la ironía.
En principio, esto parece inconsistente, pues las múltiples figuras de la ironía son por todos conocidas como el arma definitiva de la ilustración en la constitución retórica de la crítica; uno de los móviles más usados por los críticos ilustrados fue la risa como instrumento para exponer las imposturas del poder. Ya está claramente presente en los cínicos de la antigua Grecia, que radicalizaron la ironía socrática e hicieron de la risa la pieza central de la crítica. Consideren, por ejemplo, el sarcasmo de Diógenes contra la hipocresía de la lógica subyacente a las supersticiones, la moral y la política: vemos aquí, entre otras cosas, la idea de la risa como una figura de la crítica que busca descalificar y desenmascarar la apariencia que sostiene quien está siendo burlado. Esta clásica teoría de la risa como desenmascaramiento de la apariencia podría aclarar por qué los vicios que parecen risibles en este contexto son principalmente la hipocresía y la vanagloria, pero no así la perversión. Y es que la hipocresía y la vanagloria expresan la inadecuación entre las dimensiones de la apariencia y la esencia, que no es exactamente lo que sucede con la perversión, cuya ausencia de naturalidad se presenta como tal.[6]
Pero esta noción de la ironía vinculada a la eficacia retórica de la crítica no encuentra resonancias en Adorno. Es ilustrativo en este sentido el aforismo 134 de Minima moralia, que lleva por título “El error de Juvenal” (el mismo Juvenal que dijo: difficile est satyras non scribere). Allí la ironía, especialmente la que aparece en la forma de sátira, es entendida como una reacción del poder a los imperativos del cambio, ya que el blanco principal de la sátira es usualmente la “decadencia de las costumbres”.[7] La crítica que utiliza la ironía se vincularía con la lógica de la conservación, pues su criterio rector “est[á] amenazado a cada momento por el progreso, que hasta tal punto se da por supuesto como ideología vigente, que el fenómeno, degenerado, es rechazado sin que se le haga la justicia de tratarlo racionalmente”.[8] Estaría guiada, entonces, por un “consenso trascendental inmanente”, un sentido común nunca cuestionado.
Lo que Adorno parece estar haciendo aquí es recuperar un importante tema de la teoría clásica de la risa relativo al carácter normativo del humor en su relación con la lógica de conservación.[9] Un poco como si su perspectiva debiera entenderse en continuidad con la propuesta de Hobbes según la cual la risa sería una sanción contra la “desviación”, una reacción provocada por “la aprehensión de algo deforme en otras personas, en comparación con las cuales uno se ensalza a sí mismo”.[10]
Sin embargo, Adorno está haciendo más que esto: si no insiste en los vínculos evidentes entre la ironía y la crítica ilustrada es porque entiende que la ironía sigue funcionando en el núcleo del poder, pero no como un llamado a algún tipo de consenso intersubjetivo trascendental sobre las normas y valores “que no admite contestación”. De hecho, aparece como “consenso universal en el contenido [inhaltlich universales Einverständnis]”, o sea, como una extraña imposibilidad de dar efectividad (Wirklichkeit) a lo presente. De modo que ya no se trata de pensar la ironía como una manera de apelar a una verdad intersubjetivamente compartida que trascendería la situación ironizada; se trata más bien de pensar una extraña ironía que mantendría su efectividad al burlarse de quienes buscan burlarse de ella.
Es en este sentido que debemos entender la propuesta central de Adorno según la cual “[e]l medio de la ironía –la diferencia entre ideología y realidad [Wirklichkeit]– ha desaparecido”.[11] Esta desaparición no simplemente se refiere al hecho de que las contradicciones que la ideología pretende justificar son procesos constitutivos de la realidad y no el resultado de la inadecuación entre idea y realidad. Si así fuera, Adorno no estaría haciendo más que repetir algunas de las ideas del Marx maduro, como por ejemplo la idea marxista de que el fetichismo no es exactamente una ilusión de la falsa conciencia, sino más bien una suerte de “contradicción objetiva”, es decir, una contradicción que surge del objeto mismo. En cambio, al afirmar que la diferencia entre ideología y realidad ha desaparecido, Adorno nos recuerda que en la actualidad la ideología se afirma como tal en su propia efectividad, sin que eso modifique el compromiso de los sujetos en su campo. Insiste en la existencia de una cierta relación de duplicación (Verdoppelung) entre la ideología y la realidad, para recordar que “[l]a ideología no es ya ningún velo encubridor [Hülle], sino simplemente el semblante amenazante [Antlitz] del mundo”.[12]
Recordemos también que esta transparencia no ha de entenderse como una realización directa de las expectativas de justificación presentes en la ideología; tan solo indica que los sujetos actúan aquí como falsa conciencia ilustrada, es decir, como conciencias que han develado reflexivamente los principios que determinan sus acciones “alienadas” (pues claramente saben lo que la realidad es). De ahí que puedan tener una “creencia descreída [glaubenslosen Glauben]” en la mera existencia:[13] el resultado de una realidad que ya lleva en sí misma su propia crítica.
Del fascismo al matrimonio de Beatriz de Holanda
Solo es posible entender esta extraña creencia descreída si consideramos cómo la ideología actualmente es capaz de poner en funcionamiento un proceso de ironización de la realidad que responde de una peculiar manera a las demandas de justificación constitutivas de su propio concepto. Esto nos permitirá ver que la cuestión planteada por Lyotard cuando habla de un capitalismo bromista ya había sido planteada por Adorno, pero en la época de sus estudios sobre el fascismo. En cierto modo, para Adorno el fascismo es la risa que viene del poder, cuestión que es posible afirmar a partir del carácter “carnavalesco” de la ideología fascista: su carácter paródico, que absorbe al mismo tiempo contenidos ideológicos aparentemente contradictorios tales como el vínculo campesino con la tierra y el culto futurista de la industria, sería, según Adorno, el secreto de su fuerza. Todo se habría tratado de apariencias devenidas apariencias y, de manera más importante, esto habría sido bien sabido. Adorno insiste en que nadie creía en la mitología del fascismo, ni siquiera sus portavoces, sino en “su creencia”, lo cual significa que la responsabilidad de creer era siempre remitida a un Otro, una suerte de “sujeto-supuesto-creer”. Aquí es imposible no citar completo el pasaje de Adorno dedicado precisamente a este análisis:
Del mismo modo que la gente cree poco, en el fondo de su corazón, que los judíos son el demonio, creen completamente en el líder. Ellos no se identifican realmente a sí mismos con él, pero representan como actores esta identificación, ejecutan su propio entusiasmo, y de este modo participan en el espectáculo del líder. Es a través de este espectáculo como encuentran el justo equilibrio entre sus impulsos instintuales en continuo movimiento y el estadio histórico de ilustración que han alcanzado, y que no puede revocarse arbitrariamente. Es probablemente la sospecha de este carácter ficticio de su propia “psicología de grupo” lo que hace a las multitudes fascistas tan despiadadas e inaccesibles. Si se pararan a razonar durante un segundo, el espectáculo entero se haría añicos, y a ellos les daría un ataque de pánico.[14]
Es como si el fascismo representara la celebrada máxima de Saint-Just: “El que hace bromas estando a la cabeza del gobierno tiende a la tiranía”.[15] Cada una de estas ideas debe ser tomada en serio. En primer lugar, la idea de una identificación irónica que llevaría a los sujetos a “ejecuta[r] su propio entusiasmo”, un “como si” que desarticula la distinción clásica entre “entusiasmo” y “desencanto” y que ya no necesita que los sujetos se identifiquen simbólicamente con los tipos sociales ideales. Es un poco como si el poder que se ríe de sí mismo exigiera que los sujetos ironicen sus propios roles sociales en todo momento.
Ahora podemos entender mejor las afirmaciones aparentemente extrañas de Adorno tales como que “[l]a denominada psicología del fascismo se engendra en gran medida mediante manipulación”:[16] una “manipulación” del inconsciente, una “expropiación” del inconsciente por el control social o incluso una “apropiación por parte de los opresores de la psicología de la masa”, como dirá Adorno en “Teoría Freudiana y el modelo de la propaganda fascista”.[17]Tomados fuera de contexto, estos términos podrían inducirnos a pensar que Adorno opera dentro de la lógica del enmascaramiento ideológico o incluso de la ideología como una suerte de ilusión de la falsa conciencia, lo cual sería un error. No es otra la razón de que el concepto central del texto en cuestión sea falsedad [‘phonyness’],[18] término que indica la posición de una impostura que se afirma a sí misma irónicamente. Esto es absolutamente central: para Adorno, los líderes autoritarios fascistas son falsos [phonies]. En este sentido, el funcionamiento interno de los regímenes de manipulación solo podrá dilucidarse si respondemos la pregunta: ¿cómo y por qué el sujeto forma vínculos sociales con líderes claramente falsos? Pregunta que obedece al imperativo adorniano de criticar la ideología no mediante la refutación de tesis o la identificación de contradicciones performativas, sino a través del análisis de las disposiciones (Dispositionen) conductuales que la ideología intenta reproducir en los sujetos. Esto significa que debemos entender qué forma de vida es postulada por este discurso ideológico.
Sin embargo, antes de intentar responder esta pregunta, ¿no podríamos decir que este análisis de la ideología fascista parece extrañamente próximo a algo fundamental en nuestras sociedades “posideológicas” supuestamente marcadas por la desafección con respecto a todo proyecto utópico? Si así fuera, el aire de familia entre el capitalismo bufón posideológico de Lyotard y el fascismo en su versión adorniana no sería mera casualidad. Ya que en ambos casos estaríamos enfrentados a mecanismos de poder fundados en las ideologías de la ironización.
Que el mismo esquema de ironización subyace al análisis adorniano del mecanismo ideológico en la contemporaneidad capitalista lo confirman las líneas finales de su texto dedicado al análisis de la televisión como ideología: “No pocos de los guiones analizados juegan con la consciencia de ser kitsch y le dan a entender al espectador no ingenuo que no creen en sí mismos, que no son tan tontos”.[19] Lo que Adorno está describiendo es un ejemplo definitivo de ideología, que funciona precisamente porque no es tomada en serio.
Este punto es central si recordamos que para el filósofo frankfurtiano la industria cultural da cuenta, de manera hegemónica, del establecimiento de las dinámicas de los procesos de socialización. En este sentido, la verdadera pregunta planteada por Adorno no se refiere a procesos unívocos de “manipulación” que desestimarían la posible multiplicidad de modos de recepción y resignificación; tiene que ver, en cambio, con las consecuencias de procesos de socialización mediados por contenidos previamente ridiculizados. Las reflexiones de Adorno apuntan en esta dirección, especialmente en “Tiempo libre” (1969), ensayo tardío que, en definitiva, propone algunas revisiones al marco general del concepto de industria cultural tal como había sido desarrollado en Dialéctica de la Ilustración.
A partir de un estudio empírico realizado por el Instituto de Investigación Social sobre la recepción de los medios alemanes del matrimonio de la princesa Beatriz de Holanda, Adorno se da cuenta de la necesidad de abandonar el esquema clásico de la ilusión ideológica para el análisis de los “síntomas de una consciencia duplicada [Symptome eines gedoppelten Bewußtseins]”. A propósito de éstos dirá:
El resultado fue que muchos [participantes en el estudio] (no sé si eran representativos) se comportaron de una manera muy realista y abordaron críticamente la importancia política y social del mismo acontecimiento que en la pantalla del televisor los había maravillado como algo único. Así pues, lo que la industria cultural presenta a la gente en su tiempo libre es, sin duda, consumido y aceptado, pero (si mis conclusiones no son precipitadas) con una especie de reserva, igual que hasta los ingenuos no consideran real lo que sucede sobre un escenario o en una película. Más aún (tal vez): la gente no se lo cree.[20]
Si Adorno aún vislumbra una posibilidad emancipatoria en esta distancia frente a la credulidad en los contenidos ideológicos, podemos decir que esta “creencia descreída” es exactamente lo que permite el funcionamiento y asegura la perpetuación de la ideología en nuestros días. Los contenidos ya son ridiculizados y esto es lo que les permite seguir circulando.
Podemos apreciar en el diagnóstico de esta autoironía de la industria cultural una fértil ruta abierta por Adorno para el análisis de las formaciones ideológicas contemporáneas. De hecho, un análisis empírico de productos recientes de la industria cultural demuestra el predominio de este esquema. Los personajes de cuentos de hada que ya no se reconocen y critican sus propios roles, la publicidad que se burla del lenguaje publicitario, las celebridades y los representantes políticos que se burlan de sí mismos en los programas televisivos: todos estos hechos son simplemente figuras de un proceso general de formas de vida burlonas que nos confronta con lo que alguna vez Peter Sloterdijk llamó ideología reflexiva, una posición ideológica que carga en sí misma la negación de los contenidos que presenta. Astuta manera de perpetuarlos incluso en circunstancias históricas donde ya no se podría esperar que encontraran un arraigo sustancial.
En este sentido, la conservación de la crítica de la ideología puede mostrar su relevancia. Nuestras sociedades “posideológicas” no están definidas precisamente por la ausencia de constructos ideológicos recurrentes utilizados para la justificación de prácticas y valores sociales; por el contrario, están marcadas por su perpetuación en la forma de la ironía. Pues incluso si son ridiculizados, tales constructos continúan determinando el marco narrativo estable y socialmente compartido para la descripción de las prácticas y los valores. Esto nos muestra que una crítica de la ideología que busque dar cuenta de cómo en la actualidad el poder funciona desde una racionalidad cínica debe ser ante todo una crítica de la ironía.
Identificaciones irónicas
Quizás solo sea posible entender bien la necesidad de esta autoironía en el corazón de la ideología si destacamos la aparición de una peculiar manera de identificación de los sujetos con los vínculos sociales. Noten, por ejemplo, cómo ya no se le exige a los sujetos que se identifiquen con tipos ideales elaborados según identidades fijas y determinadas, que demandarían compromiso y una cierta ética de la convicción. En realidad, cada vez más son llamados a sustentar identificaciones irónicas, es decir, identificaciones en las que en todo momento afirman su distancia en relación con lo que están representando o incluso con sus propias acciones. Como si Adorno, dándose cuenta de que los sujetos actuaban sus identificaciones con el líder fascista, hubiera tocado un punto central sobre el modo de individuación y socialización en las sociedades capitalistas contemporáneas.
El psicoanálisis, especialmente el de orientación lacaniana, ha insistido en el rol de las identificaciones como procesos centrales en la socialización y perpetuación de los vínculos sociales. Socializar es básicamente “hacer como si”, actuar a partir de tipos ideales que funcionan como modelos. Sin embargo, para dar cuenta de dos maneras distintas de “hacer como si”, el psicoanálisis lacaniano se ha visto en la necesidad de establecer una distinción estricta entre la identificación imaginaria, fundada en la introyección constitutiva y especular de la imagen de un otro que tiene el valor de tipo ideal, y la identificación simbólica, que indica el reconocimiento de uno mismo en un rasgo unario proveniente de un Otro (usualmente de quien sostiene la función paterna) en la posición de ideal del yo. Esta forma de identificación, que funciona por medio de rasgos unarios antes que por imágenes estáticas, es un modo de reconocimiento que no exige compartir una identidad fija, sino que más bien lleva al sujeto a reconocer su deseo en lo que no tiene una objetivación previamente determinada.
Mediante esta duplicidad de los mecanismos de identificación, Lacan buscaba explicar que la socialización basada en los procesos de identificación podía dar cuenta del hecho de que los sujetos son capaces de reconocerse a sí mismos en funciones simbólicas que no se agotan en las figuras contingentes de quienes las portan. Sin embargo, todo sucede como si transformáramos en ironía esta falta de objetivación previamente determinada propia de las funciones simbólicas.
Al igual que las identificaciones simbólicas, las identificaciones irónicas no están vinculadas con la introyección de imágenes privilegiadas que se encuentran en una posición ideal. Por un largo tiempo, la disolución irónica de la determinidad también fue entendida como disolución de la fijación de la imagen de sí: al exponer incesantemente la distancia entre sujeto enunciador y enunciación, el ironista se muestra como quien nunca está presente en su decir, como quien nunca da una imagen de sí mismo. Como dijo Schlegel de la ironía socrática: “En ella todo debe ser broma y todo debe ser serio, todo debe resultar cándidamente sincero y profundamente simulado a la vez”.[21]
Así, la destrucción de la pregnancia de las imágenes de sí puede simplemente dar como resultado la continua implementación de una cierta distancia irónica con respecto a toda determinidad empírica, es decir, a todo rol identitario que determine roles sociales. Una distancia que puede estabilizarse a partir del momento en que los sujetos tratan sus identidades sociales como meros semblantes, para usar el término de Lacan, o incluso como una apariencia en cuanto tal. Esta lógica de la ironización puede realizarse, por ejemplo, mediante la “flexibilidad” de una subjetividad plástica que puede afirmarse como puro juego de máscaras ya no sujetas a ningún principio unificador. Como si el presente hubiera confirmado el diagnóstico de Nietzsche:
[existen épocas en las] que el individuo está convencido de poder hacer más o menos todo, de estar más o menos a la altura de todo papel, en la que cada cual ensaya consigo mismo, improvisa, vuelve a ensayar […] Los griegos, una vez que hubieran adoptado esa creencia en los roles […] se volvieron realmente comediantes […] Pero lo que yo temo, lo que ya hoy se palpa con las manos, en caso de que se tuviera ganas de palparlo, es que nosotros, hombres modernos, estamos ya por completo en el mismo camino; y cada vez que el hombre comienza a descubrir en qué medida desempeña un papel y en qué medida puede ser comediante, se vuelve comediante…[22]
Noten también que este régimen de identificación cobra importancia cuando recordamos cómo esta distancia irónica es actualmente una condición necesaria para el funcionamiento de la ideología. Recordemos la propuesta central de Althusser (cercano, al menos en este punto, a Adorno) de que la ideología no es una cuestión de falsa conciencia o de creencia ciega, sino de repetición de rituales materiales.[23] Repetición que bien puede prescindir de un compromiso subjetivo. De hecho, es aún mejor para el sujeto tomar distancia crítica de su actuar para no confundirse con sus roles y rituales sociales. De esta manera, la inercia en la modificación de la acción será aún mayor, pues el sujeto se disocia de su propia acción, que adquiere así la fuerza del automatismo. La repetición sin creencia –o el famoso dicho de Pascal que invierte la relación entre acto y creencia: “Poneos de rodillas, moved los labios rezando y creeréis”– nos recuerda que el concepto de creencia ideológica no nos remite precisamente a estados intencionales, sino a estructuras de la praxis social. Es teniendo a la vista fenómenos similares que Adorno puede hablar de una “creencia descreída”. Un buen ejemplo de este tipo de posición subjetiva nos lo ofrece Richard Rorty en su libro Contingencia, ironía y solidaridad.
Rorty piensa la ironía básicamente como una forma de vida propia de las sociedades democráticas liberales basada en una posición general en contra de valores que aspiran a fundamentar las costumbres y las instituciones en criterios evaluativos no revocables:
Llamo “ironistas” a las personas de esa especie porque el hecho de que adviertan que es posible hacer que cualquier cosa aparezca como buena o como mala redescribiéndola, y renuncien al intento de formular criterios para elegir entre léxicos últimos [es decir, determinaciones con valor de necesidad ontológica], las sitúa en la posición que Sartre llamó “metaestable”: nunca muy capaces de tomarse en serio a sí mismas porque saben siempre que los términos mediante los cuales se describen a sí mismas están sujetos a cambio, porque saben siempre de la contingencia y la fragilidad de sus léxicos últimos y, por tanto de su yo.[24]
Esto significa que los valores compartidos, que Rorty llama “léxicos últimos” para enfatizar su aspiración a estar investidos de una dignidad metafísica, serían radical y continuamente puestos en duda por el ironista, cuya ironía surgiría de estar al tanto de la contingencia histórico-cultural de todo vocabulario que describe criterios normativos de justificación. El saludable relativismo propio de quienes saben que los términos con los que describimos nuestras expectativas de justificación están siempre sujetos al cambio animaría la recuperación rortyana de la ironía. Pues los criterios de justificación no serían más que “las trivialidades por las que se definen contextualmente los términos de un léxico último actualmente en uso”.[25]
Según Rorty, el ironista no inviste los procesos de socialización de convicción (pues actúa mediante identificaciones irónicas, diríamos nosotros). Sin embargo, no puede suministrar un criterio positivo para transformar esa inseguridad en una apertura a la producción de una autodeterminación efectiva y estable. Como en el caso de la ironía romántica, aquí la ironía está ligada a un movimiento de continua autodescripción que pone a la subjetividad más allá de toda determinación concreta.
Sin embargo, y este es el punto más importante, Rorty reconoce que un concepto de ironía tal exige una distinción estricta entre las esferas pública y privada. Ya que si la ironía concierne a una cierta manera de suponer valores que apuntalan la esfera pública, no se trata de decir que la retórica pública deba ser irónica. De hecho, “[e]l ironista toma las palabras que son fundamentales para la metafísica y, en particular, para la retórica pública de las democracias liberales, sólo como un texto más”.[26] No obstante, actúa como si tomara en serio las palabras de la retórica pública de las democracias liberales. Rorty no puede pensar que los valores de las democracias liberales sean enunciados irónicamente. Él mismo dirá: “No puedo imaginarme una cultura que socialice a sus jóvenes de forma tal que les haga dudar continuamente acerca del propio proceso de socialización de que son objeto”.[27] Pero nosotros podemos.
Sabemos que para Rorty se trata de insistir en una necesaria distancia de la absolutización de los valores utilizados por los sujetos para regular y justificar sus acciones cotidianas, algo que, de una u otra forma, no puede sino remitirnos al Kant de Was ist Aufklärung? con sus distinciones entre los usos público y privado de la razón. Esta distancia haría a los sujetos inmunes a la tentación metafísica de creer que sus valores pueden dar cuenta de la correcta descripción de las creencias, acciones y sistemas de quienes comparten valores distintos. Y esto abriría el espacio necesario para la tolerancia liberal del otro. Sin embargo, dado que la ironía es esencialmente une affaire privée, la retórica de las democracias liberales sería aceptada precisamente porque no exige la absoluta convicción por parte de los sujetos. De hecho, el problema de la justificación ha sido desacoplado del problema de la verdad. Quizás esta sea en efecto la condición sine qua non para la perpetuación de las formas de vida hegemónicas en las democracias liberales. ¿Un precio demasiado alto?
Notas
[*] Publicado anteriormente como Vladimir Safatle, “Sobre um riso que não reconcilia”, Cinismo e falência da crítica (São Paulo: Boitempo, 2008), 91-109. También como “The Fascist Laugh. Propaganda and Cynical Rationality in Adorno”, en Pierre-François Noppen y Gérard Raulet (eds), Théorie critique de la propagande (París: Éditions de la Maison des sciences de l’homme, 2020), 123-134. Para la traducción se han tenido a la vista ambas versiones, que difieren ligeramente en algunos puntos. Traducción de Rodrigo Zamorano.
[1] Jean-François Lyotard, “Adorno come diavolo”, Dispositivos pulsionales, trad. José Martín Arancibia (Madrid: Fundamentos, 1981), 107-123, p. 108.
[2] Ibid., p. 120.
[3] Jean-François Lyotard, “Capitalismo energúmeno”, Dispositivos pulsionales, op. cit., 9-50, p. 17.
[4] Theodor W. Adorno, “Contribución a la doctrina de las ideologías”, Obra completa 8. Escritos sociológicos I, trad. Agustín González Ruiz (Madrid: Akal, 2004), 427-446, p. 436.
[5] Ibid., p. 434.
[6] En cierto sentido, esta idea de lo cómico vinculada con la inadecuación de la apariencia aún está presente en Bergson, cuando éste señala que por lo general encontramos en lo risible una cierta “rigidez de mecanismo [propia de lo que enmascara] ahí donde nos gustaría encontrar la atenta agilidad y la viva flexibili-dad de una persona”. Henri Bergson, La risa. Ensayo sobre el significado de la comicidad, trad. Rafael Blanco (Buenos Aires: Ediciones Godot, 2011), p. 14.
[7] Theodor W. Adorno, Obra completa 4. Minima moralia. Reflexiones desde la vida dañada, trad. Joaquín Chamorro Mielke (Madrid: Akal, 2006), p. 218.
[8] Ibid.
[9] Al respecto, véase Quentin Skinner, “Hobbes and the Classical Theory of Laughter”, Tom Sorell y Luc Foisneau (eds.), Leviathan After 350 Years(Oxford: Oxford University Press, 2004), 139-166. También podríamos recordar las palabras de Simon Critchley: “Buena parte del humor, en especial las comedias de reconocimiento –y la mayor parte del humor consiste en una comedia de reconocimiento–, simplemente busca reforzar el consenso y de ninguna manera pretende criticar el orden establecido o cambiar la situación en la que nos encontramos”. Simon Critchley, On Humour (Londres/Nueva York: Routledge, 2002), p. 11.
[10] Thomas Hobbes, Leviatán, o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil, trad. Manuel Sánchez Sarto (Buenos Aires: FCE, 2005), p. 46.
[11] Theodor Adorno, Minima moralia, op. cit., p. 219.
[12] Theodor Adorno, “Contribución a la doctrina de las ideologías”, op. cit., p. 446.
[13] Ibid., p. 445.
[14] Theodor W. Adorno, “La Teoría Freudiana y el modelo de la propaganda fascista”, Obra completa 8. Escritos sociológicos I, op. cit., 380-405, p. 404.
[15] Esta lectura adorniana del fascismo como parodia podría encontrar sustento en el hecho de que ni Hitler ni Mussolini pueden ser definidos técnicamente como dictadores. Mussolini fue el jefe legal del gobierno y Hitler el canciller legal del Reich. Como nos recuerda Agamben: “Aquello que caracteriza tanto al régimen fascista como el régimen nazi, como bien se sabe, es que ambos permitieron que subsistieran las constituciones vigentes (respectivamente, el Estatuto Albertino y la Constitución de Weimar) –según un paradigma que ha sido agudamente definido como de “Estado dual”– poniendo junto a la Constitución legal una segunda estructura, a menudo jurídicamente no formalizada, que podía existir al lado de la otra sólo gracias al estado de excepción”. Giorgio Agamben, Estado de excepción, trads. Flavia Costa e Ivana Costa (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2014), pp. 97-98. ¿No tendríamos aquí un extraño caso de la estructura bajtiniana de la norma que está siempre acompañada por su doble paródico? ¿Cómo entender la posición subjetiva de quienes apoyan un poder que al mismo tiempo que acata la ley no hace sino negarla mediante el cinismo?
[16] Theodor Adorno, “La Teoría Freudiana y el modelo de la propaganda fascista”, op. cit., p. 402.
[17] Ibid., pp. 402-403.
[18] N. de. T.: es este término en inglés –que denota impostura, hipocresía y voluntad de engaño– el que utiliza Adorno en el texto original. El texto citado fue publicado originalmente en inglés como “Freudian Theory and the Pattern of Fascist Propaganda”, en Psychoanalysis and the Social Sciences, Vol. III, ed. Geza Róheim (Nueva York: International Universities Press, 1951), 279-300. Fue incluido posteriormente en el volumen 8 de las obras completas de Adorno: Gesammelte Schriften, Vol. VIII (Frankfurt: Suhrkamp Verlag, 1975), 408-433.
[19] Theodor W. Adorno, “La televisión como ideología”, Obra completa 10/2. Crítica de la cultura y sociedad II, trad. Jorge Navarro Pérez (Madrid: Akal, 2009), 455-467, p. 465.
[20] Theodor W. Adorno, “Tiempo libre”, Obra completa 10/2. Crítica de la cultura y sociedad II, op. cit, 573-582, pp. 581-582.
[21] Friedrich Schlegel, “Fragmentos críticos”, en Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, El absoluto literario. Teoría de la literatura del romanticismo alemán, trads. Cecilia González y Laura Carugati (Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2012), 112-131, p. 127.
[22] Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, en Obras completas. Volumen III. Obras de madurez I, ed. Diego Sánchez Meca, trads. Jaime Aspiunza, Marco Parmeggiani, Diego Sánchez Meca y Juan Luis Vermal (Madrid: Tecnos, 2014), 705-905, p. 871.
[23] Louis Althusser, “Ideología y aparatos ideológicos del estado (Notas para una investigación)”, La filosofía como arma de la revolución, trads. Oscar del Barco, Enrique Román y Oscar L. Molina (México: Siglo XXI, 2019), 102-151, p. 138.
[24] Richard Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, trad. Alfredo Eduardo Sinnot (Barcelona: Paidós, 1991), pp. 91-92. Es sumamente sintomático que Rorty entienda este debilitamiento de los “léxicos últimos” como el resultado de una “dialéctica” que estaría en funcionamiento en el pensamiento hegeliano. Una dialéctica basada en el continuo juego de redescripciones. He aquí la definición: “el llamado método dialéctico de Hegel no es un procedimiento argumentativo o una forma de unir sujeto y objeto, sino simplemente una técnica literaria: la técnica de producir cambios sorpresivos de configuración mediante transiciones suaves y rápidas de una terminología a otra” (96). Sin embargo, esta reducción de la dialéctica a una técnica literaria ya fue criticada por el propio Hegel en sus consideraciones sobre la ironía romántica.
[25] Ibid., p. 93.
[26] Ibid., p. 111.
[27] Ibid., p. 105.