La sombra dentro de la sombra
Sobre Carne de Perra. En una entrevista, Fátima Sime (enfermera de profesión) dice no considerarse una escritora. Se pregunta si escritor es quien cuenta una historia y la escribe, el que tiene un manejo maravilloso de lenguaje o quien se gana la vida con ello. Según ella misma, daría con una sola de esas tres características.
No hay mayor lucidez que el reconocimiento de los talentos y los límites. Fátima sabe que ha escrito una novela con una trama compleja, sobre un tema social, político, e histórico irresuelto que, por más que moleste, nos interpela aún desde el pasado, pero lo hace usando el territorio más difuso y literario de todos, el que está más distante de los juicios y prejuicios: el amor y la memoria. Sime sabe que ha cumplido y superado con creces el primer punto: escritor es quien cuenta una historia y la escribe.
Carne de perra narra el adoctrinamiento de una mujer –en años de dictadura– a manos de un hombre que en un proceso de degradación sistemática hecho de torturas, abusos sexuales, vejaciones, erotismo, e incentivos graduales, acaba integrándola a una red de inteligencia de la dictadura de Pinochet y realizando un crimen con ecos de magnicidio histórico. Ella, con su cara marcada y muchos años después, encontrará a su torturador, su amor, en una camilla de la Posta Central, mientras hace su turno de enfermera. Deberá tomar una decisión. La novela se narra intermitentemente en esos dos tiempos: el pasado del proceso de tortura, integración y un amor torcido y limítrofe, y el presente: el regreso de una mujer desarraigada a un país más frío y desolado que la mismísima Suecia. “…cuando camino hacia mi trabajo me envuelve un silencio más profundo que el de las calles con nieve de Suecia, porque ése de allá es verdadero y aquí simplemente yo dejé de escuchar”, dice.
Hay algo denso, oscuro, en el fondo de nuestros signos y nuestra cultura, algo que excede al período que narra la novela de Sime y que también ha intentado abordar una suerte de tradición literaria más o menos reciente, creando una representación un tanto extraña de los años setentas y ochentas: muchas novelas que retratan Santiago de Chile como el espacio donde se mueven moldes un tanto ridículos de la novela negra, parodias de Marlowe en una ciudad que no tiene mucho que ver con el Los Ángeles de Raymond Chandler. Carne de perra retoma espacios físicos cercanos o similares, pero desde una perspectiva que no repite estos esquemas y que se acerca a imaginarios como al de La mala estrella de Perucho González de Alberto Romero, esa novela que se inicia con un niño naciendo en el barrio del matadero, Franklin, emergiendo lleno de sangre entre las piernas de una mujer mientras, en otro plano, un animal es faenado. Ahí, entre moscas, sangre y fetidez, nace un bebé. Ya al inicio de la novela, la voz de María nos sitúa en ese territorio, lo huele entre los potentes olores de los medicamentos, el alcohol y el yodo, insuficientes para cubrir ese distintivo que seguimos cargando, por más procesos comunistas, dictatoriales, democráticos y neoliberales que hayamos pasado en nuestra historia. “…pensé en Franklin con Santa Rosa–dice ella–. Siempre que la urgencia estaba a tope, como esa noche, el olor del ambiente me recordaba esa esquina. Allá huele a fruta podrida, a mugre, a sangre vieja, el olor es fétido”.
La escritura de Sime está más cerca de El lugar sin límites de Donoso, del amor de Manuela –el travesti– por aquel Pancho Vega que la golpea en una zanja deseándola furioso y borracho hasta la dilución, o de la crispación que proyecta la posible intimidad de una casa de adobe en medio de la nada, paisaje donde amanece y oscurece a diario: historias de salvajismo, violaciones, alcoholismo, abusos, violencia física y verbal.
Sime sabe representar esas oscuridades. Un buen ejemplo es la escena donde el deseo, la tortura y la transgresión desdibujan sus límites y el secuestrador somete a María a un juego perverso donde la disfuncionalidad eréctil y la incapacidad del acto sexual son la norma, y un higo el medio para generar un placer racionalmente incomprensible. El amor también es cuerpo y las parejas que más se conocen son aquellas que saben cuál es límite de un dolor en su par, y al mismo tiempo, cuánto pulsar, cuánto apretar para superar ese dolor y llevarlo siempre más allá de ese límite. “Yo a usted, la conozco mejor que nadie”, dice el hombre al instar a María cometer un magnicidio de proporciones históricas.
Además del dominio en la técnica de relato, uno de los mayores aciertos de Carne de perra es generar una metáfora de estas extrañas formas del amor –que los psicólogos no tardarían en llamar patologías– y convertirlas en una estrategia de reinvención ficcional mediante la cual comprender un período psicológicamente complejo. Yo mismo, pensando en mi infancia, en esas tardes latas y tristes, en el lenguaje violento de las órdenes, en los adultos y en todo lo que se nos imponían callar o comprender entre líneas apelando a la mesura, no logro aún entender cómo durante la década del setenta o la primera parte de los ochentas las personas podían llegar a amarse en Chile. Carne de perra también cumple con ese rol fundamental de toda buena literatura, reinventar un suceso para abordar una historia desde una perspectiva otra, tal como se lee en el momento en que la mujer es sacada del calabozo y llevada a un departamento frente al Parque Forestal, en plena fase final de adaptación al grupo de inteligencia y en una suerte de parodia de un orden familiar, sorprendida entre muebles nuevos que huelen a plástico: “El hombre lleva un televisor nuevo. A color, le pregunta: ¿No le entusiasma a la imbécil mirar en vivo y en directo lo cambiado que está el país? ¿Piensa que esto es solo una tele? […] Te voy a mostrar ¡a todo color! la obra en la que estás participando. Lo hemos logrado. ¡A todo color!” Hay una sutil serie de elementos –espacios físicos, personajes, atmósferas– que alegorizan agudamente las mutaciones sociales de Chile en el paso de la dictadura a la democracia, que ligan la historia de entonces a la actual como un continuum y no una división. Si para la tradición de novela negra chilena, el gesto cómodo fue acoplar un formato a una condición complejísima de representar, Sime bucea en los espacios de la intimidad transgredida y logra revelar, dolorosamente, dinámicas sociales de lo que fuimos, somos y seremos. Para llegar ahí, a esa lucidez, hay que comprender las formas y relaciones entre ficción, poder y dinero, es decir, la mejor tradición de nuestra narrativa latinoamericana, tal como dice el equipo de inteligencia con María casi plenamente integrada: “¿Nos importa que sean otros los que se lleven el crédito por nuestros logros? No, señores. Cuando nos constituimos, ya conocíamos nuestro papel: ser la sombra dentro de la sombra.”
Tal vez Fátima Sime sí se equivocó en aquella entrevista. Carne de perra es mucho más que trama.