La tragedia despojada e incumplida en «El hombre que trasladaba las ciudades» de Droguett
Entonces ningún consuelo es suficiente
[…] El hombre solamente percibe en todas partes
lo horrible y absurdo de la existencia.
Friedrich Nietzsche
Antecedentes
Si las primeras dos novelas históricas de Droguett no gozaban de gran referencia crítica, el caso de El hombre que trasladaba las ciudades agudiza esta ausencia. Los motivos parecen ser más o menos claro. La novela no se publicó en Chile recién hasta el año dos mil diecisiete gracias a la editorial La Pollera. Su publicación original fue en España en junio de 1973 por Editorial Noguer. Según afirma Roberto Careaga, “dadas las circunstancias políticas chilenas nunca llegó al país. Su circulación fue restringida y su lectura también”. Carlos Droguett no era un escritor desconocido en España, pues en 1970 había sido el primer escritor latinoamericano en obtener el premio Alfaguara de novela. También había sido finalista del premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral en el año 1959 con su novela Eloy.
El autor señala en el epígrafe de la novela en la edición de 1973: “esta es una historia loca”. Es la historia trágica del personaje Juan Núñez de Prado y su incansable e infausta empresa que consiste en trasladar la ciudad llamada Barco que él mismo ha fundado en el año 1550 en la zona de Tucumán. No obstante, esta situación es tan solo el marco principal desde el que asistiremos, más bien, a los tormentos de este personaje, y de otros conquistadores, que se muestran temerosos frente al hecho de que Francisco de Villagra, otro conquistador al mando de Pedro de Valdivia en Chile les arrebate la tan preciada ciudad que han fundado. En esa línea, la ciudad se constituye como el verdadero eje central en torno al que giran los acontecimientos que serán revelados a partir de la interioridad de sus personajes. Son variados los procedimientos literarios y estéticos que el autor elabora para reconocer y hacernos parte de ese mundo interior, subjetivo, bajo el cual —según consigna Teobaldo Noriega (1983) en su estudio sobre la obra del chileno— “la epopeya de la conquista se reduce a una incursión dentro de la condición humana de quienes participaron en ella”: un “tratamiento original de la materia histórica en manos de Droguett. En el que se descubre “ante todo la tragedia interior del individuo” (Noriega 50).
Por otro lado, esta novela viene a confirmar tres aspectos que son relevantes en el proyecto literario del chileno. En primer lugar, la consolidación de un horizonte de vanguardia en la propuesta estética de Droguett, precedida por las novelas de mayor auge del autor: Eloy (1960), Patas de perro (1965) y El compadre (1967), escritas presuntamente a mediados de la década del cincuenta según ha declarado el propio autor en diversas entrevistas. La concreción de un universo trágico en la narrativa de Droguett, en este caso revelado, principalmente, a partir del personaje central de la novela, quien asume la figura de un sujeto trágico que no logra subvertir su condición de conquistador: Juan Núñez de Prado transporta una ciudad de un lugar a otro “solo para encontrarse al final sin nada, en un vacío absoluto” (Noriega 153). Finalmente, la constatación de una propuesta de novela histórica de corte vanguardista que anticipa el fenómeno del que, más adelante, darán cuenta ciertos críticos, entre ellos Fernando Ainsa, Seymour Menton o Fernando Moreno. Esta constatación es antecedida por las otras dos novelas históricas que, de manera embrionaria, ya daban luces de una nueva relación entre historia y literatura en Chile. Una relación que en un ámbito global, hispanoamericano, había sido anticipada con autoridad por ciertos escritores: el venezolano Arturo Uslar Pietri, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el cubano Alejo Carpentier o, mucho antes en el despunte del siglo xx, por el argentino Enrique Larreta.
Conforme a un estudio de Rene Girard —aplicado por Leónidas Morales a la narrativa de Carlos Droguett— es perceptible en la obra del chileno una mediatización de los personajes. A través de dicha mediatización en El hombre que trasladaba las ciudades se trasluce —que duda cabe— la figura del conquistador español. Pese a ello, lo que se hace en esta ficción —y de manera discursiva en las dos anteriores de la conquista— es una alteración en la imagen que mediatiza. Tiene que ver con la creación de nuevas matrices de sentido que se superponen a las ya reconocidas del sujeto que emerge de la novela. Quiero decir que cuando el narrador cede la palabra a los personajes, estos desarticulan y alteran su identidad (la imagen mediatizada), y la dejan en un marco indefinible atravesado por pesares, tormentos y dudas respecto a su condición de conquistadores y a su relación con la ambición, la muerte, el salvataje. Sin embargo, en el caso de las dos novelas anteriores, el conquistador nunca rehúye de su condición y solo se muestra sufriente por pesares naturales que no le son reconocibles. En cambio, en El hombre que trasladaba las ciudades, asistimos a una subjetivación más bien problemática, en la medida que el conquistador rehúye, o al menos lo intenta, de su esencia violenta y mortuoria. Pero no lo entendamos como una elución de los actos injustos de la conquista, o como una compensación literaria en el ámbito discursivo, pues donde existe una percepción de compensación emerge la idea de justicia, ahí la tragedia retrocede. Más bien, como advierte también Teobaldo Noriega, se trata de que el conquistador violenta un universo que le es desconocido “al tiempo que este lo transforma en un ser solitario, inseguro y extraño a todo lo que le rodea”. Desde la perspectiva de Tzvetan Todorov (1982), existiría una imposibilidad de reconocimiento del otro en su diferencia. En ese espacio la ciudad emerge como el motivo y el elemento plausible y palpable que revela una nueva conquista, la de la preservar, sin un motivo racional, la ciudad o la creación de una ciudad imposible, la Ciudad de Dios, que lleva a los conquistadores, en particular al personaje central, al borde del desquicio y la locura y a la constatación de que no se puede rehuir de la tragedia.
La tragedia de Juan Núñez de Prado
El personaje central de la novela, Juan Núñez, está atravesado por una constante duda respecto a cada acto que lo configura. Es la contraparte de Pedro de Valdivia, quien ha desplegado a sus hombres, Villagra y Aguirre, para apropiarse la zona de Tucumán donde Núñez ha construido su ciudad: “quiero dejar esta comarca bajo la autoridad del gobernador Pedro de Valdivia”— anuncia Francisco de Villagra cuando llega por primera vez a la ciudad de Barco, construida por Juan Núñez. Al mismo tiempo Núñez ya sabe los intereses de los hombres de Valdivia y con sus escasos hombres organiza, en secreto, el primer traslado de la ciudad, del que nos enteramos, fundamentalmente, por la corriente de la conciencia que nos revela los pensamientos del personaje: “lo voy a hacer hoy o mañana, en tres o cuatro noches todo estará listo, no señor, no dejaré robar esta ciudad”; “lo haremos por la noche, cuando la luz no sea tan violenta y la mudanza parezca menos trágica y más novelera”.
La empresa de Núñez revela un distanciamiento de la empresa de la conquista que tiene como botín el oro y la historia en las novelas previas. Los conquistadores al mando de Núñez —Vásquez y Guevara— no quieren perpetuar la muerte y el atropello contra el indio. Pero no desde la perspectiva que, por ejemplo, transparentó Bartolomé de las casas en La brevísima destrucción de las indias. En ese sentido la subjetivación de los conquistadores es menos una redención y una reflexión sobre los actos injustos de la empresa de conquista, antes que una reconfiguración del motivo y de los pesares internos de los personajes para el entramado ficcional. Eso sí, con un matiz, la muerte debía ser contra quienes querían robarles la ciudad. Así lo expresa Vásquez, uno de los hombres de Núñez de Prado: “tenemos que armar nuestra propia muerte, ser asesinos como ellos, señor, dijo Vásquez, aquí la muerte vil, la muerte a traición es la única moneda […] unas gotas de sangre de los soldados del don Francisco”. En esta línea, se establecen redes de sentido con las dos novelas históricas anteriores y se devela, y reconfigura, uno de los motivos centrales del imaginario: la conquista equivale a la traición y las constantes disputas. Pero en el caso de esta novela también se trata de “no matar a los cristianos pacíficos” ni “tratar de bestialidad al indio”, solo “salvar la ciudad para el rey y para Dios”. En definitiva, el asunto es que tanto en el nivel estético y narrativo el sujeto que proyectan los personajes pretende fragmentarse o problematizarse, pero ya no asimilarlo con la imagen clásica del conquistador español. No con el objetivo de mostrar un lado “bueno” de los conquistadores, sino que con el afán de revelar la tragedia de los personajes: “estamos haciendo una labor delicada y precisa, somos trabajadores manuales y no guerreros, tampoco conquistadores, nada de violentos o sanguinarios […] solo dejaremos a los viejos, a los traidores a algunos ahorcados”. Pese a todo, los personajes no pueden renegar de la esencia violenta que envuelve al conquistador y Núñez de Prado al querer escapar de dicha violencia, cambiando de lugar la ciudad, no reconoce que está dando muerte a quienes se oponen al traslado: “señor, estás matando a la gente para alimentar tu soledad, para que las devore tu miedo, señor, mírate la cara, estás lleno de soledad, dejas las ruinas en medio de tus sueños”.
Además de que los hombres de Valdivia quieran robar la ciudad se suma a los dilemas que atormentan a Núñez otro hecho: la prisión de dos conquistadores del bando de Francisco de Villagra. Núñez los ha tomado presos por traición y los mantiene en un calabozo. No obstante, si la ciudad ha de ser trasladada le toca decidir si debe o no llevarlos con él o ahorcarlos en el anterior emplazamiento. Esta decisión se torna compleja en la medida que el personaje —señalé antes— quiere rehuir de las prácticas deleznables de los demás conquistadores, pero también sabe que, frente a la negativa de quienes no quieran irse con él en el traslado, la muerte de los traidores podría servir para infringir temor, pero además para depurar de la traición la ciudad que pretende trasladar: “tres ahorcados justifican un cambio, murmuró no sintiéndose satisfecho, pero tampoco se sentía tranquilo ni contento”, “me llevaré las horcas, no dejaré señales de traiciones, de dolores de tormentos, me llevaré la ciudad, pero no sus miserias, mataré en estas calles a Antón de Luna y Alonso del Arco”.
La ciudad imposible
El primer traslado acontece y la ciudad es embarcada en carretas en donde se depositan las puertas, las ventanas y todo lo que era necesario llevarse. La traición no estaba considerada y los dos prisioneros fueron ahorcados por Juan Núñez, que aunque lo desee no logra torcer el camino. Por lo tanto, el primer emplazamiento de la ciudad, de una ciudad incompleta con “sus hermosas calles solas, todavía no formadas, no terminadas, como un paisaje inconcluso, como un trozo de escultura sin labrar”, cambia de lugar para dar paso a la ciudad de Barco Dos. Pero ocurre una desgracia —dirá el propio Juan Núñez— “no nos llevamos la ciudad y la vida sino la enfermedad y la miseria, no dejamos la muerte aquí, la llevamos con nosotros, tapada por montones de cuerda, escondida bajo las mesas y las sillas”.
Ni a Prado ni a nadie le interesó cuántos días tuvieron que caminar “en medio del sueño y del cansancio y del desaliento”, arrastrando carretas y una ciudad incompleta a cuestas. Pero sus cuerpos avanzaban con la tragedia; solo tenían “odio para conquistar cosas, tierra, oro, gloria, gritos, quejas”, pero no fuerzas para continuar con el traslado de la ciudad. Por lo tanto, en ese peregrinar insensato, la ciudad es nuevamente asentada. No obstante, Juan Núñez desde ya comienza a programar otro traslado: “salvaré a la ciudad aunque los españoles no se salven”, tal vez tenga que hacer “tres o cuatro”. Se revela en este pensamiento una alteración de los sentidos del protagonista, en tanto que se obsesiona con la ciudad: “yo soy parte de ella misma, estoy tan vencido como ella”, dirá Núñez. Este desquicio ingresa en la conciencia del propio personaje que se pregunta, “¿Salvarla de quién, Juan?”, pues se daba cuenta que estaba en una fase de “delirio y una enfermedad sin explicación ni motivo”. Este reconocimiento confirma ciertas cosas. Primero, que la instauración definitiva de la ciudad de Dios, que es el objetivo de Prado, no se logrará ya que en cualquier intento por trasladarla, acontecerán nuevos asedios que lo obligarán a seguir moviéndola. Pero incluso, con ese conocimiento, el personaje no abandona la empresa porque se da cuenta que ya él es parte de esa ciudad eternamente incompleta: “mi destino está encarnizado en la ciudad” —dirá Juan Núñez. No lo mueve la esperanza, sabe que Dios lo ha abandonado, no quiere redimirse por sus actos, ni piensa que salvar la ciudad sea una tarea justa. Simplemente, el sinsentido de la tragedia en medio de la locura y la soledad envuelve a la empresa que se ha propuesto. Como se ve, “la destrucción del hombre no solo existe a través de la violencia de la cual es causa o es víctima, ésta también es posible por el constante sentimiento que tiene el individuo de encontrarse aislado en una realidad donde todo le es ajeno” (Noriega 147).
“A mi no me gusta esta tierra, le tengo terror a los cerros y a las rocas, siento que la ciudad y nosotros estamos siendo ahogados entre ellos, nos falta el aire […] aunque no haya motivo para que nos llevemos las casas, yo lo haré con gusto, señor”. Así se produce el segundo traslado de la ciudad, pero que tampoco es definitivo. Pues, apenas se disponían a emplazar la ciudad se le informa a Juan Núñez lo siguiente: “dicen que vienen soldados de Chile a tomarte preso”. “Empujados por la desgracia y la fatalidad”, pero sin la certeza de que los persiguieran los soldados de Chile, Núñez comanda un tercer traslado. Las carretas vuelven a cargarse de casas, puertas, ventanas y calles que interpelan al personaje constantemente en su soledad: “agáchate, Juan, cógelos, Juan, abre las ventanas, todas las ventanas, por eso viniste, para que entre el viento y el sol, ábrenos, Juan, recógenos, Juan, le decía la casa […] hazlo, Juan, tú solo puedes hacerlo, mira la soledad en que estamos, mira el abandono”. En la tragedia las acciones de los mortales vienen dadas por elementos que la condicionan y que trascienden al hombre. “La realidad de Orestes implica la de las furias; las parcas están a la espera del alma de Macbeth. No podemos concebir un Edipo sin una Esfinge ni un Hamlet sin espectro” (Steiner 160). Acaso el desquicio de Juan Núñez opera como dispositivo que trasciende la conciencia y cordura del personaje. En ese sentido, la locura del personaje arrastra la conciencia a un nivel extremo y de ese modo se confirma un elemento primordial de la tragedia. Pues, en el fondo, sus actos están determinados por las diferentes fuerzas que operan en la tragedia y que no le permiten escapar.
Con la ciudad nuevamente instalada, después del tercer traslado, ocurre lo que antes se había comentado. Llega Francisco de Aguirre, un soldado sanguinario proveniente de Chile y parte del ejército de Pedro de Valdivia. Busca a Núñez de Prado, pues ha sido enviado por el gobernador de Chile. El fundador de la ciudad del Barco ha desaparecido. Aguirre lo busca por toda la ciudad hasta que Prado se hace presente. Aguirre no logra entender, ni nadie le puede explicar, el motivo de los traslados. Además, ve en Núñez de Prado un hombre débil que no cumple con la figura del conquistador: “eres un bárbaro débil y extraño”, “la conquista es cosas de hombres, de bandoleros decididos y sin entrañas, hay que hacer sufrir, hay que pasar por todas las muertes y dolores y desventuras […] salud hace falta y no ningún Dios, ni siquiera aquel Dios que devoró a su propio hijo asándolo en la cruz”.
Finalmente, el destino de Juan Núñez de Prado no es la muerte, como él lo desea si acaso no puede ya seguir “salvando” la ciudad. Aguirre le señala que deberá comparecer frente al Virrey en el Pirú, quien dictará su sentencia. La ciudad, entonces, queda en silencio frente a un Juan Núñez que, de modo similar a como le sucedió a Edipo, es destinado al destierro y posterior prisión. Antes de ello, le señala a Aguirre que se cuide y cuide sus espaldas, pues, le indica, “la ciudad es ahora tuya y tienes que preservarla y mantenerte vivo”. Lo particular del desenlace, como lo observa Teobaldo Noriega, es la ironía. Pues, en efecto, Aguirre se queda en la ciudad mientras Juan Núñez de Prado, cual Edipo, se va al destierro de una ciudad incompleta y constantemente en movimiento. Pero antes de quedarse en el emplazado de la ciudad y terminar de construirla, Aguirre decide trasladarla, tal como antes lo hiciera aquel “loco melancólico”, como lo nombra Aguirre:
¿Estás seguro de que podremos hacer más carretas?, precisaremos dos o tres docenas, suerte que trajimos caballos nuevos y descansados. Bajaremos los muebles, cargaremos sus sillas y su ropa, dijo mirando la casa. […] lo llevaremos todo si hemos de irnos. ¿Irnos por qué, irnos a dónde, señor? Si hemos de irnos, y nadie dice que lo haremos, y nadie dice que no lo haremos, tendemos un motivo poderoso.
Aquel motivo poderoso se revela cuando la novela ve ya sus últimos diálogos. Aguirre siente el ruido del viento, siente los cascos del caballo y exclama “puta madre si es él, si es Prado que viene entrando”. Temeroso, tal como Juan Núñez de Prado al comienzo de la novela cuando siente que lo persigue Francisco Villagra, ahora es Francisco de Aguirre quien piensa y escucha que Prado va tras de él y que, por lo tanto, debe trasladar la ciudad.
Las tragedias terminan mal, dice George Steiner, “el personaje trágico es destruido por fuerzas que no pueden ser entendidas del todo ni derrotadas por la prudencia racional” (22): la tragedia es irreparable.
El despojo de la tragedia
Según Teobaldo Noriega, la novelística de Droguett hace contacto con un planteamiento profundamente arraigado en la tradición filosófico-literaria hispánica”. Se trata de la visión senequista de la muerte como algo “perteneciente al Orden universal […]. En Séneca, es cierto, la muerte triunfa en cuanto que es un medio que tiene el hombre para escapar a la Fortuna” y en ese sentido Séneca estaba preocupado mucho más de que el individuo pudiera “hacer de su vida algo de valor, sea esta larga o corta. Sin embargo, con la lectura de El hombre que trasladaba las ciudades la visión de Noriega en cierto modo se confirma y se discute. Se confirma porque en efecto se mantiene una visión senequista de la muerte en su sentido universal: un acto de salvación. Pero, por el contrario, no se cumple esta visión en Droguett ya que la muerte no acontece, en esta novela, y no logra que el individuo y los personajes logren “escapar de la Fortuna”: en otras palabras, prevalece el completo sentido trágico en los personajes.
La obra confirma el motivo trágico, además, en la medida que todo esfuerzo realizado por Núñez de Prado para crear la ciudad de Dios en la tierra se ve asediado por fuerzas externas, como la persecución de Villagra, o por desquicios de la conciencia. Por ello, la construcción, fundación y emplazamiento de la ciudad cada vez se ve imposibilitada y obliga a realizar los traslados que, extensamente, he referido.
La ciudad que imagina Núñez es una ciudad distinta a la que proyectan los conquistadores. No es una ciudad en la que prime la muerte, la traición o la sangre de los indios. Sin embargo, el designio no permite que dicha empresa se lleve a cabo, ni por medio de los constantes traslados de la ciudad para evitar que sea tomada por los sanguinarios hombres de Valdivia. Así las cosas, el destierro de Juan Núñez deja en manos de Aguirre la ciudad, quien la volverá a trasladar para fundarla nuevamente en otro lugar, pero ya no es la ciudad de Dios la que será fundada, sino la irrecusable ciudad de los conquistadores, la ciudad terrena, que es de la que ha intentado rehuir durante tres años Juan Núñez de Prado. La destrucción del héroe es un hecho. Pero la intromisión de Aguirre revela algo más que una “acción reintegradora” o “una simple despedida o una clase de puesta en orden”. Aguirre simboliza a la historia de la conquista que —de modo paradójico para este análisis—viene a dar sentido a la tragedia en una dimensión discursiva.
Teobaldo Noriega escribe que las novelas de Droguett “entregan al lector la imagen de un mundo invadido por la constante presencia de la muerte, donde lucha desesperadamente el individuo tratando de aliviar su soledad”. Esta predilección por la muerte —señala el propio autor— se debe a que sus temas los recoge de la vida “y la vida es violencia, miseria e injusticia”. La declaración del autor dota de sentido su predilección por la muerte. No se trata tan solo de abordar la muerte para su uso estético y literario, sino que se proyecta una visión particular de la realidad y de la historia. La tesis de Noriega, que comparto en alguna medida, es que la sensibilidad negativa del autor proviene de la fatalidad y de sus experiencias vitales de infancia, tanto la muerte de su madre como la de sus hermanos. Esta sensibilidad —añado— encuentra un punto álgido cuando el autor reconoce su entorno social y adquiere conocimiento tanto de la historia nacional como universal, en particular de algunos hechos de índole traumática. En esa convergencia de espacios la muerte emerge sin la necesidad de buscarla. De ello también es consciente Noriega, pues advierte que en alguna medida el contacto de Droguett con la realidad inmediata lo ha apartado poco a poco de la “preocupación de la muerte como materia de angustia existencial y lo ha obligado posteriormente a plantearse la pregunta con relación a la muerte como hecho material que ocasiona el hombre en el otro hombre”. Una inquietud que resuena en la consciencia de Juan Núñez de Prado, de Villagra, de Guevara, del Padre Carvajal; en definitiva, de todos quienes ven que la muerte ha sido el principio de la conquista.
Tres direcciones posibles, respecto al motivo de la muerte en Droguett, ve Noriega: el hombre víctima de la muerte a manos de otro; agente y generador de muerte; y la de un ser que se debate ante el absurdo de portar sobre sus hombros su propio final. La del hombre que lleva su muerte o su desgracia a cuestas es “donde más intensamente se manifiesta la tragedia humana” y es la dirección de sentido que se plasma en las hojas de El hombre que trasladaba las ciudades. Los personajes “sumergidos en una realidad violenta que los aniquila sistemáticamente” —dirá Noriega— “son poseedores de lo que convendría llamar un sentido trágico de la vida”. Un sentido que sabemos proviene de una tradición en la que se reconoce la tragedia bajo múltiples sentidos, pero con un sustrato particular: la del sinsentido de la vida y de un destino irrecusable bajo un manto de fatalidad.
Para finalizar, un contrapunto. Se ha demostrado que la tragedia invade cada acto que se presenta en esta novela, de un modo similar a como lo dicta la tradición del arte dramático, de la que Droguett es conocedor. Pese a ello, la noción de tragedia presente en la obra del autor chileno no queda circunscrita exclusivamente a lineamientos específicos ligados a la idea de tragedia que se sostiene en el arte. Por el contrario, la idea de tragedia que se exhibe en Droguett desborda la exclusiva relación entre tragedia y literatura. Se asiste a una concepción de tragedia que en gran parte tiene que ver con las “experiencias de nuestro tiempo que solemos llamar, quizás erróneamente, trágicas” (Williams 33). El asunto de que la tragedia esté asentada en la historia de la conquista en este caso, como lo hace Droguett, vuelve contradictorio su sinsentido. Pues, el sufrimiento de los personajes en una empresa que parece destinada al fracaso no puede ser visto únicamente como “mero sufrimiento” o designio. Existe un contenido o un discurso ético que revela la “agencia humana en tales acontecimientos”. Lo que acontece en esta novela, por lo tanto, es el cumplimiento de la tragedia, en su acepción literaria, para el desarrollo de un universo narrativo autónomo propuesto en el texto. Pero que sea autónomo no quiere decir que se cierre. Por el contrario, se le otorga un sentido a la historia que se proyecta en un nivel discursivo. Dicho de otro modo, existe un cuestionamiento de un discurso previo prefigurado que es la historia oficial de la conquista. Tal cuestionamiento, que queda en los intersticios del texto literario, da paso a un movimiento en la concepción de tragedia bajo la que trabaja el autor. El camino es desde la concepción de tragedia enraizada en los lineamientos del arte dramático hacia una tragedia secular, “vulgar”, cotidiana en la que el sufrimiento de los personajes no carece de sentido, sino que —como lo afirma Raymond Williams— “el sentido trágico siempre está cultural e históricamente condicionado”. Este camino que terminará por instalarse en la tragedia despojada de toda tradición en la última novela del autor, Matar a los viejos, en la que ya no habrá que “buscar clases específicas de creencias: en el destino, en el gobierno divino, o en el sentido de lo irreparable”, pues la propia historia y sus agentes serán los que propicien el universo trágico.
Con un atisbo de esperanza y en un camino paralelo se puede finalizar este texto y sugerir que quizás la experiencia que Droguett proyecta en su universo ficcional no es el sentido de un sinsentido. Se podría tratar, más bien, de que al asumir el completo vacío que deja la historia trágica, no existe ningún espacio ni de redención ni de salvación, y al clausurar toda posibilidad de sentido se abren, al mismo tiempo, todas las posibilidades de buscar un sentido en la experiencia histórica, quizás en la escritura, asumiendo, como principio básico, su imposibilidad primigenia. Pues —como advierte Nietzsche— en medio de la tragedia “el arte avanza entonces como un dios salvador que trae el bálsamo saludable: él solo tiene el poder de transmutar esa náusea ante lo que hay de horrible y absurdo en la existencia, en imágenes que ayudan a soportar la vida”.