Foto: Lee Busel
Las fuerzas ficticias del derecho y el mecanismo de la protesta
J’ai faim et soif et, tout à coup, je découvre que je ne suis pas seule.
Non!
Avec la bête qui respire à côté, il semble que d’autres choses respirent; et bientôt, Je vois grouiller à mes pieds tout un peuple de choses immondes.
Et ce peuple est lui aussi affamé.
Antonin Artaud. Les Cenci.
[…] si quisiéramos presentar a la vista de cada cual los terribles dolores y tormentos a los que está continuamente expuesta su vida, el horror se apoderaría de él: y si condujéramos al optimista más obstinado por los hospitales, los lazaretos y las salas de martirio quirúrgico, por las prisiones, las cámaras de tortura y los chamizos de esclavos, por los campos de batalla y las cortes de justicia, si luego se le abrieran todas las tenebrosas moradas de la miseria donde esta se esconde de las miradas de la fría curiosidad y finalmente se le dejara mirar en la torre del hambre de Ugolino, entonces es seguro que al final comprendería de qué clase es este meilleur des mondes possible.
Shopenhauer, A. El mundo como voluntad y representación.
En su “Préface aux Lettres Persanes” de Montesquieu, Paul Valéry escribía que “la era del orden” pertenece al “imperio de la ficciones” y añadía que “ningún poder es capaz de fundar el orden sólo con la represión de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias”.[1] Esta formulación de Valéry puede dar cuenta del vínculo entre el ejercicio militarizado del poder y el ejercicio de la prensa oficial que, cercando la información, criminaliza la protesta e intenta presentar como necesaria la fuerza del orden, al menos de dos modos, o bien no refiriendo a sus crímenes o bien presentándolos solamente como casos aislados. Así, entonces, ningún orden puede fundarse y mantenerse a sí mismo como poder solamente por la represión de los cuerpos sin una apelación a cierta ficción que sin embargo conjura.
Esto implica que la violencia no sólo se ejerce sino que requiere ocultarse, es decir, necesita una suerte de doble fondo, un doble ejercicio. La violencia de la fuerza policial-militarizada se oculta a través de los medios que relatan la violencia de la ley como una fuerza necesaria, como un recurso a la razón, o como casos aislados o simples excesos que no representan ni empañan el espíritu de la constitución: “Ellos querían derribar al gobierno militar antes del año 89 […] pero no lo consiguieron. […] La democracia fue lo que nosotros construimos en la Constitución para que se verificara el día en que la Constitución determinaba que se verificaba y se verificó”, afirmaba Jaime Guzmán. La legitimidad del Estado y su verificación, sin embargo, se funda sobre un acto de violencia ilegal, por lo que cada vez que la ley se aplica actualiza el origen violento de la ley[2]. Esto muestra que el ordenamiento de la ley (su formalización y su aplicación jurídica) responde a una violencia constitutiva, de modo tal que la apropiación de la violencia es el fin último del derecho.
La declaración del estado emergencia (estado de sitio de facto, como declaración de guerra) y el subsiguiente acuerdo por la paz (“y contra la democracia”, lapsus decidor) de Piñera no funcionan sino como la actualización de la violencia de la cual dependen tanto la ley como su suspensión. De este modo, la verificación y actualización del momento a-legal de la Constitución decretada en Dictadura, remite tanto al momento de su fundación como a los mecanismos de su conservación. El acto de declaración (estado de emergencia o acuerdo por la paz) por parte de Piñera, identificando y produciendo una fuerza extraña contra la cual dirigirse, pretende conservar el estado de cosas remitiendo a la fundación dictatorial de la ley: la dictadura marca el origen y las acciones de la institucionalidad legal. Dicho de otro modo: el estado de emergencia o el acuerdo por la paz declarado o convocado por el gobierno de Sebastián Piñera se funda, protege y actualiza la violencia institucional de la Dictadura.
En este registro, entonces, el derecho se instaura a sí mismo y asegura su propia conservación recurriendo al doble dispositivo de una violencia que se despliega pretendiendo ocultar el proceso de su constitución.[3] No hay poder sin simulacro –y sin simulacro de expulsión del simulacro. Los medios de conservación, así, requieren imponer una representación no violenta de su origen y de sus actualizaciones. Bajo este registro es que los medios de comunicación masivos producen la opinión común o el sentido común de que se debe estar de acuerdo con el fondo de las protestas sociales pero no con la forma. Este doble dispositivo funda, ejerce, justifica. Se dice, pues, que es necesario rechazar la violencia del lumpen, pero esto para atribuir unilateralmente el nombre de violencia solo a la insurrección, y para ocultar que el fondo de lo que las fuerzas militares defienden (la privatización o la precarización de la vida) coincide absolutamente con la forma de su represión.
La violencia del derecho, así, asegura su “legalidad” ejerciendo una represión de los cuerpos, represión que a su vez se oculta a través de sus necesarias fuerzas ficticias en contra de cualquier insurrección posible. De parte a parte, el orden o el ordenamiento del estado de cosas (el recurso jurídico al concepto mismo de derecho) implica, así, a priori, tanto el recurso a la violencia como a su ocultamiento. Por esto el ejercicio de la violencia implica que esta debe borrarse, haciendo natural los modos en que se ejerce. En esto consiste el escamoteo de los medios corporativos. La prensa “oficial”, la que cuenta, digamos, con cierta presunción de “objetividad”, está dispuesta de antemano a legitimar la violencia del aparato legal llamándola fuerza de orden y a atribuir el nombre “violencia” sólo a la multitud. Como la denegación afirma el referente, esto ocurre incluso –temblor de su discurso– cuando se denuncian los abusos no sin antes declarar que la denuncia se corresponde con determinada línea editorial. Los canales de información coinciden con los canales de represión, el toque de queda se retiraba mientras se ponían en marcha los planes de persecución de la agencia nacional de inteligencia y la quietud de la programación se tomaba la pantalla.
Más aún, en la medida en que la figura de la policía expone que no hay una distinción clara y distinta entre lo esencial y lo accidental respecto del ámbito del derecho y la violencia,[4] la represión se redobla y oculta en el silenciamiento informativo ahí donde las violaciones se presentan una y otra vez como excesos, como hechos accidentales, como casos aislados. Sin embargo, la posibilidad de la violación o del violentamiento está desde ya inscrita en la institucionalidad. La constitución violenta del poder, pues, no es accidental. Esto quiere decir que la violencia contra la trasgresión posible, implica que los “excesos”, los “casos particulares”, los “desacatos” o los “exabruptos fuera de norma” perpetrados por funcionarios –toda vez sacrificables, siempre exculpando de responsabilidad a los altos mandos– responden a la génesis y a la estructura de la institucionalidad.
El derecho, así, le debe a la violencia su origen y su conservación ficticia, y de tal manera que es necesario afirmar que todo lo que ocurre fuera de protocolo se corresponde con la estructura misma que ejerce su fuerza para proteger el derecho en cuanto tal –del derecho que pretende erigirse como tal. Los casos aislados no son sino la puesta en marcha de una sistemática política de represión. Dado que las fuerzas de orden se declaran por principio obedientes y no deliberantes, se desprende que los efectivos de la fuerza policial que aparecen como ejecutores de los actos de violencia son parte de un engranaje a partir del cual todos l-s detenid-s, muert-s, herid-s, sometid-s a torturas y a violencia sexual son la expresión de que en Chile no hay represión sin segregación, sin cálculo, sin imposición, sin olvido. El despliegue histórico de la producción de este olvido, en cada caso, ha pretendido configurarse bajo el llamado a alguna supuesta unidad. Ya Renán en “¿Qué es una nación?”, planteaba que el olvido es necesario para mantener la homogeneidad y la unidad de la nación.[5] Esto implica que la violencia y el olvido de esa violencia, la represión y sus fuerzas ficticias, son constitutivos para la unidad espiritual. Declara Piñera:
“Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite, incluso cuando significa pérdidas de vidas humanas, que está dispuesto a quemar nuestros hospitales, nuestras estaciones del metro, nuestros supermercados, con el único propósito de producir el mayor daño posible […] Ellos están en guerra contra todos los chilenos de buena voluntad que queremos vivir en democracia, con libertad y en paz […] Llamo a todos mis compatriotas a unirnos en esta lucha contra la violencia, contra la delincuencia. Por eso hemos establecido estados de emergencia […] Hoy no es tiempo de dudas o ambigüedades, hay que tomar partido, y yo llamo a todas las fuerzas políticas, y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, a condenar sin ninguna duda y con total fortaleza eta violencia y delincuencia […]» (Sebastián Piñera, Discurso 20 de octubre)
“Toda democracia tiene no solamente el deber, tiene también la obligación de defenderse de la violencia destructiva y criminal que tanto daño causa a sus ciudadanos. Y lo tiene que hacer con los instrumentos, con las armas de la democracia y del estado de derecho. En consecuencia, todos los chilenos y chilenas que amamos la democracia y que amamos la paz debemos unir, ahora, nuestras voluntades y nuestras fuerzas para consolidar la paz, y para combatir la violencia de forma de proteger mejor el orden público [….] Mientras no tengamos paz, mientras podamos garantizar el orden público y la seguridad ciudadana no vamos a poder avanzar a pie firme ni hacia un Chile más justo, ni tampoco hacia un Chile con mayor igualdad de oportunidades. Por eso para que Carabineros y la Policía de Investigaciones puedan cumplir con su importante labor en materia de orden y seguridad, tienen que poder usar la fuerza legal, legítima, racional y proporcional […] Nada perjudica más la paz y el orden público, y la calidad de vida de los chilenos que debilitar a nuestras fuerzas de orden y seguridad. Por estas razones nuestro gobierno reconoce, aprecia y apoya la difícil y abnegada labor que han debido cumplir nuestros Carabineros y los policías de Investigaciones […] Igual como el gobierno, Chile Vamos y los partidos de oposición hemos logrado importantes acuerdos en materia de la agenda social, en materia de la hoja de ruta para una nueva Constitución, hoy día necesitamos un nuevo acuerdo que nos permita hacer lo que todos los chilenos nos están pidiendo: un acuerdo por la paz y contra la democracia, y contra la violencia, perdón, un acuerdo por la paz, por la democracia y contra la violencia” (Piñera, discurso 24 de noviembre)
La conjunción de las declaraciones de Piñera muestra que no hay unidad sin guerra, y sin olvido de esa guerra como total normalización. Huelga subrayar no sólo que el presidente se refiere a lo público únicamente para adjetivar la seguridad, primordialmente contra cierto enemigo interno, sino también que el gobierno aprecia y apoya la abnegación con la que las fuerzas de orden han cumplido su deber. Para Piñera, nada perjudica más la paz y el orden público, y la calidad de vida de los chilenos que debilitar a nuestras fuerzas de orden y seguridad, nada es más perjudicial, ni siquiera que las fuerzas de paz y orden público atenten contra la vida de algunos de sus ciudadanos en un correlato de injusticia estructural. En concordancia, cada vez que se apela a la unidad o a la paz, se hace bajo la amenaza de perseguir no sólo los actos de “delincuencia” que atentan contra la “democracia” y el “orden público” sino también de perseguir el disenso crítico (“Por esa razón, le he solicitado al ministerio del Interior que mañana presente querellas por la Ley de Seguridad Interior del Estado contra aquellas personas que han incitado, o que han promovido o que han fomentado… en la comisión de los graves delitos que hemos conocido durante esta jornada”, declaraba Piñera el 12 de noviembre). Cada vez que se apela a la unidad, a la buena voluntad, a la paz, entonces, es a condición de que esa demanda sea una apelación al olvido de quienes encarnan el sufrimiento de la violencia: La política coincide, pues, con la policía, con la represión de cualquier disensión interna posible[6].
Esto es, pues, lo que
aparece en la monopolización de la violencia: la estrategia de intentar fundar,
proteger, conservar y justificar su propio origen, naturalizando su legalidad y
erigiéndose contra lo que amenace su constitución, en un movimiento que incluso
produce –medios corporativos mediante– esa amenaza: “Nuestro Escudo Nacional
dice ‘por la razón o la fuerza’. Optamos por el camino de la razón” –afirmaba
Piñera. Como Calicles en el Gorgias,
o Trasímaco en La república, para
Piñera lo justo no es otra cosa que lo
que conviene al más fuerte. El mecanismo de las protestas, en este sentido,
han hecho visible que el recurso a la ley coincide con el recurso otorgado a la
fuerza o a la razón del más fuerte, que el derecho del más fuerte coincide con
las exclusiones (refugiados, deportados, marginales, explotados, excluidos,
enloquecidos, hambrientos[7]),
con el control de las fronteras, y que las supuestas aperturas, por tanto, no se
abren sino para encerrar, marginalizar, determinar y criminalizar la insurrección.
Las protestas han desnaturalizado los intersticios de los dispositivos de
ocultamiento, han expuesto la trama y la urdimbre que se entreteje entre el
poder que se funda sobre la opresión de los cuerpos y sus necesarias fuerzas
ficticias. Parafraseando el pasaje citado de Schopenhauer, diríase que el
mecanismo de la protesta nos embriaga de espanto poniéndonos a la vista cada
uno de los dolores, los sufrimientos horribles a los que nos expone la
precarización de la vida; nos hace pasear a través de los hospitales, los
lazaretos, los gabinetes en que los cirujanos-operarios hacen mártires; a
través de las prisiones, las camas o centros de tortura, los hangares de niños-esclavos;
sobre los campos de batalla, de resistencia, y sobre los sitios de ejecución;
nos abre todos los negros asilos en que se oculta la miseria evitando las
miradas de los curiosos indiferentes; y a pesar, incluso, del riesgo de perder
los ojos, nos hace echar un vistazo a las prisiones de Ugolino en la Torre del
Hambre.
[1] “Une société s’élève de la brutalité jusqu’à l’ordre. Comme la barbarie est l’ère du fait, il est donc nécessaire que l’ère de l’ordre soit l’empire des fictions, – car il n’y a point de puissance capable de fonder l’ordre sur la seule contrainte des corps par les corps. Il y faut des forces” Valéry, P., “Préface aux lettres persanes” en Œuvres, T. 1. Paris, Gallimard, 1957, p. 508. Cfr., Piglia, R., Crítica y ficción. Barcelona: Anagrama, 2001, p.
[2] Como afirma Foucault: “Si por democracia entendemos el ejercicio efectivo del poder por parte de un pueblo que no está dividido ni ordenado jerárquicamente en clases, es claro que estamos muy lejos de una democracia. Me parece evidente que estamos viviendo bajo un régimen de dictadura de clase, de un poder de clase que se impone a través de la violencia, incluso cuando los instrumentos de esta violencia son institucionales y constitucionales; y a ese nivel, hablar de democracia carece de sentido completo” (Chomsky, N. & Foucault, M. La naturaleza humana: justicia versus poder. Un debate. Buenos Aires: Katz, 2012, p. 57).
[3] Cfr., Benjamin, W., “Para una crítica de la violencia” en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Madrid: Taurus: 2001, pp. 23-46.
[4] “Antes de ser innoble en sus procedimientos, en la inquisición innombrable a la que se entrega sin respetar nada, la violencia policial, la policía moderna es estructuralmente repugnante, inmunda por esencia dada su hipocresía constitutiva. La falta de límites de esa policía no le viene a ésta sólo de una tecnología de la vigilancia y la represión que se había desarrollado ya, en 1921, de manera inquietante, hasta llegar a duplicar y obsesionar toda vida pública y privada (¡qué diríamos hoy del desarrollo de esa tecnología!). Esa falta de límites le viene también por el hecho de que la policía es el Estado, el hecho de que es el espectro del Estado, y que no puede uno habérselas con ella con todo rigor a no ser declarando la guerra al orden de la res publica. Pues la policía no se contenta ya hoy en día con aplicar la ley por la fuerza (enforce), y así, conservarla, sino que la inventa, publica ordenanzas, interviene cada vez que la situación jurídica no es clara para garantizar la seguridad. Es decir, hoy en día, casi todo el tiempo. Es la fuerza de ley, tiene fuerza de ley. La policía es innoble porque bajo su autoridad «se suspende (o se releva, aufgehoben ist) la distinción entre violencia fundadora de derecho y violencia conservadora de derecho». En esa Aufhebung que constituye ella misma, la policía inventa el derecho, se hace rechtsetzende, legislativa, se arroga el derecho cada vez que el derecho es lo suficientemente indeterminado como para dejarle esa posibilidad. Aunque no promulgue la ley, la policía se comporta como un legislador en los tiempos modernos, por no decir como un legislador de los tiempos modernos” (Derrida, J., Fuerza de ley. El “Fundamento místico de la autoridad”. Madrid: Tecnos, 2008, pp., 105-106).
[5] Cfr., Renan, E.,“¿Qué es una nación?” en Bhabha, H. K., Nación y narración. Entre la ilusión de una identidad y las diferencias culturales. Buenos Aires: S. XXI, 2010, pp. 21-38.
[6] Cfr., Rancière, J., Política, policía, democracia. Santiago: Lom, 2005.
[7] “[…] el buen funcionamiento de dicha sociedad no resulta en absoluto perturbado –como tampoco el ronroneo de su discurso sobre la moral, la política y el derecho, ni el ejercicio mismo de su derecho (público, privado, nacional o internacional)– por el hecho de que –debido a la estructura y a las leyes del mercado tal y como la sociedad lo ha instituido y lo regula […]– esa misma «sociedad» haga morir o, diferencia secundaria en el caso de la no-asistencia a personas en peligro, deje morir de hambre y de enfermedad a centenares de millones de niños” Derrida, J., Dar (la) muerte. Barcelona: Paidós, 2000, p. 85. Cfr. Derrida, J., Seminario La bestia y el soberano. Volumen II (2002-2003). Buenos Aires: Manantial, 2011, p. 214.