Lenguaje Muerto. (Cuarta entrega)
Lenguaje Muerto es una novela del escritor Gonzalo Córdoba Saavedra que iremos publicando por entregas semanales a lo largo del mes de diciembre y enero(puedes revisar las otras entradas pinchando aquí).
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La decó
Durante los primeros diez años tras la muerte de Carmen Salitre hubo recordatorios en el aniversario de su deceso. El primer año fue multitudinario, el juicio aún no terminaba y el tema seguía candente, así que por las redes sociales se organizó una serie de eventos simultáneos en diferentes ciudades del mundo. Miles de jóvenes y no tan jóvenes marcharon por las calles céntricas con carteles y hubo una lluvia de flashes, para conformar esa misma noche unos muy hermosos álbumes de fotos, pintorescos, casi alegres, ocupando las calles en memoria de Carmen. Los portales de noticias pusieron en su cabecera las fotos; los fotógrafos agregaron una marca de agua con su nombre en cada imagen; hubo bengalas, grafitis, stencils, mucho engrudo. Nada que llamara la atención, a esa altura de la historia nadie miraba las paredes.
Sidney, Frankfurt, Berlín, París, Madrid, Barcelona, Sevilla, Roma, Lisboa, México DF, Guadalajara, Sao Paulo, Montevideo, Santiago de Chile, La Paz, Buenos Aires, Rosario y Córdoba fueron algunas de las ciudades en las que salieron a la calle. En Mendoza, claramente, también hubo una marcha, pero esta fue muy oscura, sin el brillo de otras, con la custodia de un buen aparato policial. Los peces no votaron al pescador, sino al dueño del barco pesquero; vivían entre el miedo al castigo y una fascinación erótica por la vestimenta militar y policial, como bien supo describir Susan Sontag.
Alrededor de dos mil personas marcharon con el telón de fondo de la majestuosa cordillera de Los Andes. Los cantos resonaron con el eco húmedo de esa caja de resonancia natural. El cartel que siempre quisieron poner al frente de las marchas contra la violencia de género pudo esta vez encabezar una, que recordaba el fin de los sexos, no el fin de la violencia. El cartel, negro con letras blancas, minimalista pero con estilo, decía VARONES ANTIMACHISTAS. Qué bonito se veía, nos contó el narrador, con el sol poniéndose tras las montañas y dándoles un aura de gloria.
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El ruido
Muchas veces, muchísimas, asegura el narrador haber escuchado que los seres humanos se distinguen del resto de los seres vivos por su capacidad de sentir placer. ¿De dónde había salido esta opinión trasnochada? Él, y todos nosotros también, había visto perros que cogen por placer, sin pensar en la conservación de su especie. En la sabana africana las hienas comen cualquier cosa que encuentren y no conocen la saciedad. Comen con gula y desenfreno (Von Baumholtz, 2012, p. 53).
La filósofa burkinesa Marie Madinga (2008) ha rastreado aquella frase y asegura, aunque admite que sus resultados no son definitivos, que puede atribuirse a Heliodoro de Tebas, un poeta cómico contemporáneo de Aristófanes, de quien se conserva solamente un breve fragmento, poco más de diez versos, de su obra Las aceitunas ácimas, estrenada entre los años 423-420 a. C. La atribución a Heliodoro es indirecta: diversos historiadores de la antigüedad hacen foco en la dificultad que presenta para la traducción un vocablo griego que podría traducirse como «placer», «burla» o «acción letal». Con posterioridad muchos filósofos han querido atribuirse la autoría de esta frase, con el secreto afán de que la gente crea que ellos habían conocido el placer, sexual o gástrico, qué más da. El narrador nos miró fijo durante un momento que pareció muy largo, dio la sensación de que iba a sentenciar algo grave. Todos estábamos expectantes. Esperábamos. Su carcajada rompió el efecto.
El error principal de estos filósofos era la prioridad que daban a mantener viva su máscara en los textos que escribían. ¿Quién en su sano juicio habría creído que esos tipos conocían el placer? En realidad, lo que distingue a los seres humanos del resto de los seres vivos de su planeta es esa capacidad innata para producir daño. Y ruido. Muuuucho ruido. Ninguna otra especie agita el aire sin sentido. ¿Alguna vez un ser humano dijo algo sensato? Inventaron miles y miles de palabras para hablar de las herramientas, para divagar sobre cosas incorpóreas. ¿Y qué obtuvieron? La incomunicación. Su sociedad fue sólo un estallido en la historia del universo.
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Una pesadilla tecnológica
Un gran porcentaje del presupuesto de los programas contra la violencia de género quedó disponible en los meses previos a la muerte de Carmen Salitre. Y, como ya se veía venir la situación, una parte de ese presupuesto fue destinado a un área estratégica: la inteligencia artificial, el desarrollo de tecnología que pudiese cubrir las necesidades de la especie en este nuevo mundo.
Hubo dos grandes líneas de investigación y desarrollo, de acuerdo con las necesidades consensuadas: por un lado, los electrodomésticos inteligentes, irónicamente bautizados con nombres femeninos; y, por otro lado, las robotas sexuales, con una piel casi real y la capacidad de hacer chistes de doble sentido. Nunca entendí ese concepto de inteligencia aplicado a, por ejemplo, casas. Las casas inteligentes son aquellas en las que los electrodomésticos funcionan cuando uno quiere y pueden seguir algunas instrucciones simples. Qué concepto tan injusto de la inteligencia. Yo las llamaría «casas hacendosas» en lugar de inteligentes.
En cuanto al desarrollo de las robotas sexuales, en los dos años anteriores a la muerte de Salitre la demanda y el interés había crecido exponencialmente. De hecho, poco más de un mes antes del asesinato de Carmen se había inaugurado en Ámsterdam el primer prostíbulo de robotas, y, como era de esperar, el turismo sexual en esa ciudad aumentó estrepitosamente. Esas máquinas sexuales se fabricaban a demanda y hubo robotas con dos vaginas, robotas travestis, robots y robotas con aspecto de menor de edad, con rasgos asiáticos, con tetas enormes, caucásicas, afrodescendientes, con diferentes oficios. Las iglesias condenaban esta tecnología, pero en silencio sus sotanas danzaban el baile de la muerte.
Los modelos más desarrollados eran autolimpiantes, las restantes podían ser usadas nuevamente tras una rápida limpieza con alcohol en gel. En las casas de alquiler de servicios sexuales no era extraño ver filas de varones esperando su turno. Requerían un mínimo mantenimiento, tenían bancos de sonidos y gestos descargables, gratuitos, a disposición de cualquier dueño de robota. Claramente, no había chances de que se sindicalizaran. Esto se prestaba a la explotación de las máquinas; fue como una nueva revolución industrial, aunque el combustible de esta nueva etapa fue la sangre derramada.
Pero esto no implicó, de ninguna manera, que los viejos vicios se perdieran en el olvido. Los vicios nunca se pierden en la memoria colectiva. Ella siempre los rescata y los trae al presente, los resignifica y los hace rentables. Como era de esperar hubo tráfico de robotas y venta de partes, desarmaderos, y también casas de repuestos legales y originales. En algunas ciudades de Estados Unidos no había prohibición al casamiento de varones con robotas y esto permitió que muchos obtuvieran los certificados correspondientes. Pero en Arizona estaba prohibido casarse con robots varones o menores de edad. Un último y desesperado intento de decoro y moralismo que los salvara de la catástrofe.
Juan Marcelo Chamorro era ciudadano norteamericano, hijo de padres mexicanos. Cuando Carmen Salitre murió él tenía veinte años y era adicto a la heroína. Robaba pequeños electrodomésticos para comprar sustancias en el mercado ilegal. Nada nuevo, nada que usted no conozca por propia experiencia o que no haya leído en mil libros. A los veintitrés años pasó quince meses preso por robo y comportamiento lascivo. Durante ese tiempo pudo hacer mucho trabajo comunitario, aprendió a armar y arreglar pequeños muebles de cocina y comenzó a leer la Biblia. Es lógico pensar que al salir quisiera rehacer su vida, insertarse en la sociedad como un engranaje más dentro de una máquina carpinteril. Pero nadie le dio trabajo. Y él soñaba casarse con una robota.
Cierta noche fue a un burdel con dos amigos, con la idea de pedir un turno compartido. Los amigos eran Jerome Davidson Reick, 29 años, empleado de mantenimiento en un centro comercial, y Patrick Tavares, 30 años, primera generación de portugueses emigrados, viudo, con un hijo de 12 años. Pero en realidad ellos querían secuestrar a la robota para cumplir el sueño de Juan Marcelo. Y ante un descuido del guardia del local salieron corriendo de la habitación cargando a la maquinita sexual que los había atendido. Empujaron al recepcionista, que quedó tirado en el piso gritando de pavor. Los amigos se subieron a una camioneta que tenían estacionada afuera y escaparon a toda velocidad hasta las afueras de la ciudad, a una cabaña vieja.
Una vez en la cabaña hubo tiempo de violarla sin su consentimiento, sin respetar el stress que cargaba por haber sido raptada. Pero para ellos era motivo de festejo el robo y decidieron festejarlo violándola sistemáticamente, con los ojos vendados y utilizando múltiples objetos, botellas, gruesas velas, cucharas de madera, y hasta cortaron uno de sus senos bromeando sobre una posible sangre verdosa que saldría de él. Pero las robotas no tenían sangre, aunque sí tenían algo que emulaba a un sistema nervioso central y permitía la dilatación de sus partes, habilitaba diferentes tipos de gemido y lubricaba su piel artificial.
En un momento en el que sus risas pararon, se pudo escuchar un sollozo donde antes había gritos de hienas desesperadas, atacando carne aún no muerta. A la mañana siguiente Davidson y Tavares volvieron a sus casas, pero en la cabaña quedaron Chamorro y la robota triste, irónicamente rebautizada como Carmen. Antes Chamorro creyó estar con la robota en el borde de un acantilado y ella lo salvaba de caer, lo agarraba de la mano y le decía que repoblaran el mundo, que ella sería la nueva Carmen. Fue una visión extraña, pues en ese momento Tavares contaba que su hijo le había pedido ir a un burdel de robotas. Y Davidson también decía algunas cosas que nadie escuchaba, mientras Carmen lloraba en un rincón hasta agotar su lagrimal.
Durante el segundo día en la cabaña continuó el sollozo de la robota, aunque ya sus ojos estuvieran secos de esas lágrimas artificiales. Y Chamorro no tenía con quién hablar, con quién compartir la dicha frágil de tener a su robota en casa, aunque esa no fuera su casa y la robota estuviera triste. Esa noche le pareció ver que la nueva Carmen se sacaba los dos ojos, los apretaba en su puño y quería mancharlo con esa especie de placenta grumosa que chorreaba entre sus dedos. Creyó correr dentro de la casa y que las puertas estaban cerradas así que para evitar el ataque la golpeó con todas sus fuerzas. Carmen cayó al suelo y allí Juan Marcelo siguió golpeándola con una silla. La golpeó hasta que deformó su rostro. La golpeó hasta que saltó una chispa desde su rostro abierto. La golpeó mientras seguía llorando e incluso le dio algunos golpes más cuando el llanto terminó.
Así fue como la nueva Carmen, antes conocida y respetada como Patricia por sus rasgos latinos, terminó enterrada en un pequeño pozo, descuartizada, hundida por siempre, no biodegradable. La dotaron de una libertad que no pudo ejercer. Le dieron algo que no quisieron que usara. Y ella se atrevió a llorar, a decir sin palabras, a gritar de desesperación. Su llanto reflejaba y refractaba un significado propio que nadie quiso descifrar. En sus lágrimas se reflejaba el rostro de Chamorro, en el ojo de esa pequeña cara se reflejaba el rostro de la robota, y en el ojo de la robota, reflejada en el ojo del reflejo de Chamorro, se reflejaba una vez más la cara de Juan Marcelo, y así al infinito.
Este hecho permitió que los pastores elevaran el repudio, y los rebaños se hicieron eco de la indignación, por la inmoralidad de esta tecnología puesta al servicio de los vicios y los más bajos instintos. Y así volvió a hundirse el ciclo humano, bajaban lentamente en una espiral descendente hacia el centro mismo del abismo.